domingo, 12 de marzo de 2023

1499


Para Juan José Asensio, @asensio_juanjo,  grandísimo fotógrafo burgalés. Una de sus imágenes me  inspiró esta historia


El año de 1499 empezó con una nueva guerra en Europa que enfrentó a la Confederación Suiza contra el Sacro Imperio Germánico de la casa de los Habsburgo. A los pocos meses Suiza ganó la guerra y su independencia. Ese mismo año el Pío IV otorgó el permiso para que el Cardenal Cisneros fundase la Universidad de Alcalá, donde poco después se elaboraría y se imprimiría la primera Biblia del mundo escrita en varios idiomas, conocida como la Políglota Complutentse. El año que cerraba el siglo XV fue testigo de dos nuevas  expediciones navales hacia las Indias recién descubiertas, las de Juan de la Cosa y la de Vicente Yáñez Pinzón. El gran Miguel Ángel Buonarroti asombró a Roma con la Piedad. Al conde de Warwik le cortaron la cabeza. Francia ocupó Milán.

En las postrimerías de aquella centuria, viajar desde Hontoria de la Cantera  hasta la Catedral de Burgos con el carro cargado hasta las varas, probablemente ocupase toda una jornada. Para completar el trayecto inverso, de vacío, el trayecto sería más ligero, siempre a expensas de la estación del año, porque en invierno los ventisqueros que se formaba desde Olmosalbos a Saldaña eran muy peligrosos, tanto que podían dejar al carretero muerto a la orilla del camino, con la mueca esculpida en el rostro. Por eso, cuando a Francisco Colonia le llegó el encargo de Don Gonzalo, lo primero que le pidió fue un adelanto lo suficientemente generoso como para acopiar antes del mes de noviembre la ingente cantidad de piedra que necesitaba.

Por supuesto, Francisco realizaría un sólo viaje a la cantera para apalabrar la mejor veta y cerrar del modo más ventajoso el pedido. Él era el maestro y no podía permitirse desgastar la fuerza de sus manos en cargar y descargar aquellas moles de piedra sin labrar, ni poner en riesgo la ejecución del encargo más ambiciosos de toda su vida, todo un desafío, más comprometido,  si cabe, que la Capilla de los Condestables en la mismísima Catedral, en la que había trabajado junto a su padre, Simón, ya algo avejentado, desgastado por el polvo de la piedra y por la vida, aunque no tanto como para dibujar lo que los Polanco querían levantar en San Nicolás.

Se trataba, ni más ni menos, que de esculpir íntegramente en piedra policromada el retablo del altar mayor la iglesia que mandó construir el obispo Cabeza de Vaca sobre aquella otra vieja parroquia en la que durante siglos rezaron feligreses y peregrinos al final de la cuesta del azogue, muy cerquita de las casas de la empelota, a un costado de la imponente Catedral.

Habría que decir, cuanto antes mejor, que los señores de Polanco eran un tanto dados al capricho y también a la ostentación, porque por si fuera poca la dificultad técnica del encargo, además exigieron efectos especiales. En la entrevista que mantuvieron con Simón le pidieron que situasen la figura del santo justo en el lugar del retablo donde, entrada ya la primavera, el sol habría de iluminarlo con su halo circular, produciendo así el milagro de la apoteosis, la admiración de los fieles y la celebridad de su obra, que se difundiría con fama de santidad milagrera en toda la península y allende los Pirineos, convirtiendo de ese modo la iglesia en visita obligada de los peregrinos de toda la Europa cristiana.

De modo que podemos llegar a imaginar sin demasiado esfuerzo a Simón y a Francisco, observando el sol castellano, vigilantes, durante todo el mes de marzo de año del señor de 1499, desde la misma puerta que ellos mismos tallaron, y correr apresurados a marcar el lugar en el espacio sobre el altar mayor donde el abuelo Juan habría comprobado, al construir la Iglesia,  que el astro debería de mostrar milagrosamente la grandeza de su esfera de luz justo en el momento en que el acontecimiento equinoccial se producía. “Era un caso el abuelo, hijo, un caso. ¡Qué manera de complicarse la vida!”, le diría Simón a su vástago. “¡Y de complicársela a los demás, padre!”

Uno de aquellos días en los que Francisco acompañaba la carga cuesta del azogue arriba les saludó un tipo de mediana edad, no muy alto, enjuto, tocado con una cofia y ataviado con una vieja saya salpicada de manchas. Se encontraba bajo el quicio de uno de aquellos portales de las casas de la empelota que todavía conservaba el estilo francés. Había salido a respirar un poco el aire fresco de la mañana burgalesa. Al saludar, el hombre alzó su mano, y el joven Francisco vio que era negra como la pez. Tanto era así que no pudo dejar de decirle que parecía que llevase guantes, o mitones, pues en nada parecía aquella la piel de un cristiano.

“Gajes del oficio, Frank. Yo ya no alimento esperanzas de verme la piel en lo que me queda de vida. Las tuyas, de tan encallecidas, pronto serán más duras y ásperas que la piedra que trabajas. Cada maestrillo con su cruz” replicó. Francisco asintió, y por un momento, al mirárselas, pudo imaginar sus propias manos transformadas en las de su padre, dos haces de dedos pétreos, agrietados por la cal y ajados durante décadas por la maza y el cincel.

Podrían haber mantenido esta breve conversación en lengua germánica, porque aquel hombre menudo de manos como el carbón no había nacido en Castilla. Hacía pocos años que llegó a Burgos procedente de Basilea, o Basel, que era como él se refería a su ciudad natal. Cuando se instaló enseguida entabló amistad con los Colonia que, a la sazón, ultimaban en la Catedral la hermosa capilla de los Condestables. “Mi obra maestra. He construido una catedral dentro de otra catedral.” Se ufanaba Simón.

Allí, unos meses antes, bajo la deslumbrante cúpula acristalada, se produciría el primer contacto entre los dos maestros, porque al llegar a Burgos, antes incluso de buscar casa y taller, quiso admirar aquel templo extraordinario, un monumento único que desafiaba todas las leyes conocidas de la construcción, del que se hablaban maravillas en toda Europa a causa de su admirable belleza que propios y extraños calificaban de divina.

Podríamos especular cómo fue el encuentro, si Simón vio tan interesado al recién llegado que le confesó la autoría, o si el otro, al ver al maestro trajinar, deduciría el vínculo profesional con aquel hermoso espacio y decidió preguntarle algo, como por ejemplo el secreto de la sustentación del octógono de la cúpula con su forma estrellada; el tiempo invertido en la filigrana, o cómo era posible que alguien consiguiese ese efecto calando la piedra.

Siendo tal lo que sucedió, y Simón dándose por halagado, aleccionó al extranjero con todo tipo de explicaciones, tantas y tan prolijas que allí permanecieron por un par de horas, hasta que el propio Simón le ofreció a su admirador una cuarta de vino en una taberna próxima para continuar con plática tan amena y gozosa.

Aquellos dos hombres pronto intuirían que compartían origen, porque aunque su hijo Francisco ya sólo hablaba la lengua de Castilla, Simón conservaba todavía su alemán, aprendido de su padre Hans, y reconoció al instante, en el acusado acento de su interlocutor, a un ciudadano de aquellos lugares.

Friedrich dijo que se llamaba, y que venía de Basilea, desde donde partió con una meta:  establecerse en Burgos, la ciudad europea más pujante de todas cuantas un cristiano pudiera visitar. Hasta hacía bien poco se había ganado la vida como orfebre. Siendo muy joven se amancebó con un joyero suizo que le enseñó los secretos del oficio. Sin embargo, hacía unos pocos años, a través de un noble y acaudalado cliente, le llegaron noticias de un tal Gutenberg, orfebre como él, que había creado un ingenio con el que reproducir en papel una obra escrita cuantas veces se quisiese.

Al llevar unos engarces en plata al domicilio de un noble prohombre, pudo ver con sus propios ojos y tocar con sus propias manos el producto del ingenio: La Santa Biblia reproducida en papel,  perfectamente encuadernada, con profusión de bellas ilustraciones y escrita en su propio idioma. Aquel día  -le explicaba Friedrich a Simón- cambió su vida. Necesitaba conocer al hombre que tenía en sus manos el poder de copiar el libro sagrado, o cualquier otra obra escrita que imaginase cabeza humana, sin necesidad de mantener o de pagar amanuenses; obras por las que, además, los prebostes de la Iglesia, o los ciudadanos más respetables, nobles y adinerados pagaban bien, extraordinariamente bien.

En este punto, Simón pidió a la mesonera otra jarrilla, pues la cosa se ponía interesante. Friedrich hablaba apasionadamente. Gesticulaba constantemente con aquellas manos sabias, acostumbradas a tratar con precisión y oficio los materiales más delicados. El vino correoso de la vega del Arlanza y el entusiasmo por todo lo que tuviese que ver con aquel prodigioso invento le causaba una elocuencia que a Simón no solo no le molestaba, sino que más bien le resultaba grata. Además, estaba disfrutando en un doble sentido, pues hacía tiempo que no hablaba su lengua materna con alguien que no fuese su propio padre.

El ambiente en el mesón se iba caldeando. La tarde languidecía y acudían en tropel todo tipo de oficiantes a remojarse el gaznate, a dar cuenta de la pitanza que se cocía sobre una lumbre generosa, fuente de luces y de sombras. Allí, en una taberna burgalesa, muy cerca del fuego y al olor de la sopa castellana, dos hombres, dos maestros, compartían sus cuitas y su existencia a las puertas de la modernidad, conscientes de su oficio y de su buen hacer, pero ajenos al tiempo histórico que estaban protagonizando, ignorantes ante la trascendencia futura que supondría su cotidianidad.

Quizá, en la tercera cuartilla de tinto, Friedrich de Basilea le preguntaría a Simón de Colonia si le habían llegado noticias de los viajes de un genovés a través del Mar Tenebroso que había vuelto sano y salvo hasta en dos ocasiones con la nueva del descubrimiento de nuevas tierras, donde viven gentes sin bautizar. Es posible que también comentasen las transformaciones que observaban en todas las artes. Venían de Italia noticias de grandes obras, pinturas y esculturas magníficas. El estilo de palacios, iglesias y catedrales estaba cambiando. La excelsa brillantez de la manera francesa, de crucerías imposibles, arbotantes ligeros,  bellas arcadas y ostentosos cimborrios rematados por agujas semejantes a saetas divinas, estaba dejando paso a otra cosa que ninguno de los dos sabían todavía como nombrar.

El recién llegado, incluso, había oído hablar de algunos hombres que vivían en las ricas repúblicas toscanas muy versados en los textos antiguos y que se atrevían a afirmar ideas en la frontera de la herejía, como por ejemplo que el ser humano es el dueño de su propio destino o que su dignidad consiste en su capacidad por llegar a ser lo que su voluntad y talento deseen. Así, sin Dios. Dios no importa. El hombre contiene su propia dignidad…”Y algo de razón hay, amigo, porque esa capilla que tu has construido y la Catedral que la contiene, no es obra de Dios, sino que obra de los hombres es.”

Y así se les iría pasando las horas, al calor del fuego y de la conversación, hasta que advirtieron que el tiempo se les había echado encima, porque apenas permanecían ya un par de borrachos y una buscona intentando introducir unas viejas monedas en la boca de una rana. Entonces al basiliense se le encendió en el rostro una expresión de alarma y le confesó a Simón que ni siquiera había tenido tiempo de buscar un lugar donde pasar la noche, y las noches en Burgos eran muy frías, de modo que el maestro de obras, si pensarlo dos veces, le invitó a ocupar una vivienda de su propiedad ubicada a unos pocos pies de la taberna, equipada tan solo con un jergón, una mesa, tres banquetas y una buena chimenea con leña para toda la noche.

¡Recht gern! ¡de mil amores! De modo que recogería el hatillo en el que transportaba algo de ropa, las herramientas de tallar y ocuparía aquella casa vacía que al día siguiente sería ya, para siempre, su hogar y su taller, porque al orfebre le gustó tanto que no le costó llegar a un acuerdo con el recién estrenado amigo para ocuparla mientras él quisiese por unos cuantos maravedís.

El espacio era perfecto para vivir y trabajar. Lo suficientemente amplio como para instalar la imprenta, el obrador de tinta, las estanterías para ordenar los encargos y unos pocos muebles domésticos. Pero ante todo, lo que le decidió a quedarse allí era que, solo con salir a calle, podía disfrutar de la belleza extraordinaria de la Catedral en toda su amplitud, como si de tan próxima, con solo extender la mano pudiese tocar su piedra blanca, las gárgolas fantásticas y sus pináculos; como si de tan cerca sus ojos pudiesen palpar como con sus dedos el contorno de las criaturas esculpidas, los múltiples adornos vegetales, los delicados triforios, las líneas concéntricas de las tracerías, y todo un conjunto de elementos arquitectónicos  que Friedrich no podía dejar de ver como una de las mejores joyas que él hubiese soñado repujar y engastar. “Si Dios pudiese manejar la maza y el cincel, algo parecido haría”, pensó Friedrich.

Los primeros meses de su estancia en Burgos los invirtió nuestro hombre en localizar, en primer lugar, una prensa vinatera que no fuese demasiado grande. El viejo artilugio de prensar uva que los bodegueros habían utilizado toda la vida resultaba perfecto para construir una imprenta igual a de Johannes Gutenberg. Tan solo había que realizar algunas modificaciones, añadir algunos elementos fundamentales, como por ejemplo el bastidor, el tímpano con su marginador, sus punturas y su frasqueta, la galera, el cofre y la piedra, y también confeccionar un par de balas.

Sin embargo, el trabajo más importante, aquello en lo que tendría que poner todo su empeños y destreza de orfebre era el de labrar las letras y la fabricación de los tipos. No le resultó nada fácil encontrar una fragua y un artesano lo suficientemente experto como para colar el plomo de modo que el molde con la figura de cada letra quedase tan perfecta como él la había torneado.  

Como en Burgos no acababa de convencerle nadie, finalmente Francisco Colonia le aconsejó acudir a la fragua de Cardeñadijo, localidad cercana a Hontoria de la cantera, cuna de la Catedral y de muchas de sus maravillas. Él mismo le acompañó y fue testigo del nacimiento de cada una de las letras pertenecientes a uno de los primeros abecedarios tipográficos que jamás se vieron en tierras del Cid, con cuyos rasgos Friedrich de Basilea causaría el asombro y la admiración de clérigos y gentes de iglesia, y el placer y el deleite de miles de gentes de todas las Españas. Sin embargo, lo que más le preocupaba no eran las letras, sino la calidad de los punzones, y así se lo advirtió al fundidor. “Con una punzonería resistente puedo trabajar años, pero como se rompa uno sólo de los punzones, entonces  se terminó el aceite .”

En el trayecto de vuelta, mientras contemplaba satisfecho el chivelete donde guardó con esmero los tipos de plomo, los punzones y las matrices,  Friedrich de Basilea no podría dejar de establecer una sugestiva equivalencia que compartiría con el hijo de su amigo Simón,  a quien le explicaría un tanto emocionado que el destino le había puesto en el buen camino, en el mejor lugar y con las mejores compañías. “Frank, estoy convencido de que no debe ser casualidad que os haya encontrado ni que haya recalado en uno de los lugares más hermosos que existen hoy día en toda la Europa cristiana. Mis encargos se imprimirán frente a la Catedral gracias al fuego que ha ardido y al plomo que ha licuado muy cerca de donde nace la piedra con la que tú y tu padre habéis tallado tanta belleza. A partir de ahora construiré una y mil veces frases con las letras forjadas que ahora llevamos a Burgos sobre la piedra de mi imprenta, y de ella surgirán libros hermosos, que verán la primera luz entre los pináculos de la Catedral.”

Francisco quedaría unos instantes callado, como sopesando el comentario de su compañero de viaje mientras observaba hacia el horizonte un rebaño de nubes creciendo sobre el cielo azul de  Cortes, casi a las puertas de la capital castellana. No sabía qué decirle, de manera que, finalmente, aquellas palabras quedaron temblando en el silencio del traqueteo del carro, entre los pasos de las herraduras que pisaban la tierra.

Entrando en Burgos, la ciudad bullía. Las calles eran un puro trajín. Rebasaban grupos de peregrinos caminando pacientes hacia la puerta del puente de Yuso. Vieron cuadrillas de carreteros abrevando a los bueyes en el Arlanzón; mozos pastoreando piras de cerdos; lujosas literas aupadas por sirvientes y escoltadas por soldados; algún juglar tañendo la vihuela; cuadrillas de alguaciles a caballo; monjas y curas en disciplinadas hileras de a dos. Campesinos y gentes humildes en busca de un mendrugo de pan. Pícaros al acecho. Caballeros hijosdalgo ostentando su tramposa nobleza en las esquinas más bizarras, donde humean las tabernas; tunos procaces lanzando requiebros a parejas de mozas avergonzadas; estudiantes apresurados; un grupo de leprosos haciendo sonar las esquilas; pequeños comerciantes transportando con sus manos la carretilla con restos de género de vuelta de la Llana del Trigo…

Ya en la plaza, el carro enfiló a la cuesta del azogue. Friedrich se apeó, descargó con suma delicadeza el chivelete, le agradeció a su compañero de viaje la ayuda y casi sin esperar respuesta, impaciente por revisar su tesoro, se introdujo en la casa taller. De allí ya no salió hasta la vuelta de casi una semana. Antes de iniciar la impresión de cualquier obra debía de mejorar la tinta. Había realizado alguna prueba con la misma receta de Gutenberg, a base de hollín, barniz, clara de huevo y aceites.

Con la mezcla bien trababa se obtenía una emulsión oscura, pero no le satisfacía por completo ni el grado de negrura ni el poder de adhesión al papel. Probó añadir agua, cáscara de granada, cecidias, sulfato de cobre, trementina de resina,  agua y goma arábiga y ensayó con diferentes cantidades y tiempos sobre el fuego. La temperatura era clave para que todos los elementos emulsionasen en armonía, sin producir grumos y al mismo tiempo adhiriéndose sin esfuerzo al papel. Tras varios intentos, por fin halló el equilibrio adecuado.

Estaba feliz. Más que eso, dichoso. Sus libros tenían que diferenciarse del resto de imprentas en cada detalle. Por eso había estado experimentando en Basilea con diferentes tipos de letra. Era muy consciente de que sus obras tenían que reconocerse no solo en el resultado general de su factura, sino en pequeños detalles, como por ejemplo una erre perruña que nadie era capaz de labrar, unos calderones bien atractivos y, ante todo, los colofones, muy sugestivos, primores impresos con historias incluidas para ojos intuitivos y avezados. Y su marca tipográfica, un león rampante junto a las armas de Basilea y sus iniciales. Ya estaba listo, preparado para asombrar al mundo con su arte impreso.

Fue esa misma mañana, tras jornadas de tintas y mejunjes, que salió de la casa taller a respirar  ataviado con una saya larga acordada a la cintura y toda salpicada de las manchas de tinta que la cubrían, tocado con la sempiterna cofia y las dos manos totalmente ennegrecidas, casi hasta los codos, con las que saludó efusivamente a Francisco, quien  en ese mismo instante llegaba a la Iglesia de San Nicolás para supervisar la descarga de un nuevo cargamento de piedra, destinado al retablo encargado por Don Gonzalo.  “Gajes del oficio, Frank. Yo ya no alimento esperanzas de verme la piel en lo que me queda de vida. Las tuyas, de tan encallecidas, pronto serán más duras y ásperas que la piedra que trabajas. Cada maestrillo con su cruz”, respondió Fadrique a su amigo Francisco.

Gracias a la influencia de los Colonia, conseguiría los primeros encargos del cabildo catedralicio, concretamente unas indulgencias y alguna otra obra menor que, a la postre, resultaron claves para que se empezase a hablar del estilo inconfundible y del buen hacer de los libros impresos por Fadrique de Biel, que es como finalmente le conocían los burgaleses. Después, una gramática, por la que le pagaron generosamente bien y algunas obras para placer, como las “Coplas de Mingo Revingo” o “Visión Deleitable”, una vieja composición del tal Alfonso de la Torre que gustó mucho ya antes de la invención de la imprenta y que sabía que se vendería bien.

Corría la última semana de agosto del año del señor de 1499. El siglo se iba despidiendo. Día a día el mundo se adentraba en una época de grandes cambios. “El hombre no es el mismo que cuando yo nací. Excepto la pobreza, ya nada es ya igual.”  Así reflexionaba Friedrich a la puerta de su taller, mientras observaba como un grupo de mendigos se abalanzaba sobre una noble señora que se disponía a entrar a la catedral, a los que su guardia personal disolvió a base de mamporros y espadazos.

Un muchacho casi imberbe, ataviado como los becarios de Salamanca, se interpuso entre la escena para preguntarle en un tono algo impertinente si estaba ante Don Fadrique el impresor. “Según quién lo pregunte”, replicó el suizo. El estudiante le miró con gesto entre desdeñoso y chulesco. “Eso es del todo irrelevante; cuando sepa lo que vengo a ofrecerle, usted verá que tanto importa medio ardite mi nombre y mi linaje. ¿Es o no es usted el mejor impresor de Castilla?”

No era tonto aquel mozo. Un halago a nadie le amarga, aunque viniese de un insolente. “La modestia y la humildad son virtudes de hombre prudente, pero con ellas no vendo libros, de modo que sí, caballerete, soy el mejor impresor de Castilla. Y ahora, ¿Me vas revelar la razón por la que me buscas?” El estudiantillo se echó el dedo a los labios y le pidió pasar al taller. Al entrar, él mismo cerró cuidadosamente la puerta, comprobó que quedaba ajustada, cogió una de las banquetas y se acomodó a la mesa donde ardía la llama del candil que más alumbraba.

De la alforja que llevaba colgada del hombro extrajo un misterioso paquete envuelto en trapos y atado con una cuerda de esparto. Dispuso el bulto sobre la mesa, y con parsimonia, sin dejar de mirar a su interlocutor, deshizo el nudo hasta que quedó al descubierto un pliego abultado de hojas de papiro protegidas con una sobrecubierta de pergamino, que el mismo becario retiró para que Fadrique viese que estaba ante un manuscrito.  

“¿Lo has escrito tu?” preguntó el impresor. “Eso ahora no importa” respondió el otro “Lo único que yo deseo por este momento, más que ninguna otra cosa en este mundo, es que esto se difunda como reguero de pólvora por toda las Españas. Quien sea el autor de su contenido poco le concierne a nadie. Alguna pista ha dejado quien lo ha escrito para que quien tenga ojos y entendimiento, o tanta sea su curiosidad, si lo desea, lo pueda averiguar. Le aseguro que cuando  lea el manuscrito verá que es irrelevante conocer o no la identidad del autor, porque quizá haya sido más de dos manos las que han juntado las letras que ahora le doy para que empiece a imprimirlas.”

“¡Para, para, jovencito, no tan aprisa!” replicó el suizo. “Te presentas a mi casa a traerme un encargo, sin referencias de ningún tipo, sin dar razón de nadie, dando por hecho que lo voy a imprimir, sin dejarme tiempo para leerlo reposadamente y sin que hayamos hablado de dinero. Yo no suelo trabajar así. ¿Y si me estás endosando una obra prohibida? ¿ Y si no me gusta y no quiero realizar el encargo?” “¿Y si, y si, y si... Isi era Isidora, una novia que yo tuve. ¡Venga! Lea usted, y después hablamos de dinero y de todo lo que haya que hablar.”

La cosa es que tras finalizar el último encargo, poco o nada tenía que hacer, de modo que se acodó a la mesa, acercó el candil al manuscrito y empezó a leer. Tras las captatio de rigor, dedicatorias y demás partes preceptivas, el lector entró harina:  “Siguese. LA COMEDIA O TRAGICOMEDIA DE CALISTO Y MELIBEA, compuesta en reprehensión de los locos enamorados, que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su dios, assimesmo fecha en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y linsonjeros sirvientes…” Y así siguió sin despegar los ojos de los pliegos manuscritos de papiro más que para frotárselos y de tanto en tanto vigilar al joven cliente que curioseaba entre las estanterías de su imprenta, que ya se servía un poco de vino, ya le daba un tiento al queso y al pan de la alacena.

Así estuvieron unas horas. El estudiante, algo agobiado por la espera, salió respirar y volvió a entrar varias veces, hasta que por fin halló a Fadrique en pie, recogiéndose con las manos la riñonada y mirando muy fijamente al techo. “Parece que le ha dado  un acceso místico, maestre, como si entre las vigas hubiese encontrado al mismo Dios.” Todavía siguió así unos instantes, hasta que, liberado de la emoción, y apoyándose con las manos en la mesa miró muy fijamente al bachiller y le dijo. “A no ser que seas tú mismo quien haya escrito estas letras, Dios no está en esas vigas, ni en ningún rincón de esta estancia.”  “Ya se lo dije, maese, ya se lo dije. No habrá leído ni aquí, ni en el lugar de donde usted venga, nada parecido. Esto se va a vender mejor que bulas de carne en cuaresma, se lo digo yo.”

Fadrique quería saber más. Estaba ante algo muy grande, pero tenía que asegurar la apuesta. Necesitaba el nombre del autor, su procedencia y linaje, su posición en los estamentos. Necesitaba conocerle y ante todo preguntarle sobre muchas cuestiones. Todo en el interior de Fadrique era como un tintero sin tinta, una resma en blanco esperado el peso de la prensa, y al mismo tiempo su cerebro bullía ante la expectativa del negocio que aquella “Celestina” le iba a proporcionar.

Porque, efectivamente, nadie, nunca leyó nada igual, en ningún lugar. Nadie vio nunca en libro alguno criados hablando con descaro a sus señores, señores estúpidos en manos de las tretas de sus sirvientes ambiciosos y desacomplejados, alcahuetas hechiceras, brujas y recomponedoras hablando  con la misma propiedad que la damisela más refinada. Aquello no encajaba en ninguno de los géneros de los que hasta ese momento se habían leído. Era una obra absolutamente original, con una trama absorbente  y unos personajes conocidos por todos, identificados por todos, criaturas de carne y hueso sin un ápice de ejemplaridad, prototipos vulgares y cotidianos devanando sus intereses ante una situación tan vieja como el mundo que perfectamente podrían ser nuestros vecinos, nuestros compadres, nuestra hermana y nuestro hermano, y hasta nuestros padres. Nadie había leído hasta ahora la vida misma de las calles impresa en un libro.

Fadrique tenía que contenerse. Era consciente de estar ante una oportunidad única, pero si mostraba demasiado entusiasmo, el aspecto comercial de la edición y publicación de “La Celestina” podría resentirse. “Mira, joven. Voy a ser claro. No sé ni por qué has venido a mí con este encargo. No quiero saber si otros te lo han rechazado, o si ya hay alguien con alguna otra copia por ahí. Todo eso me da igual. Quiero hacerme cargo de la impresión y distribución de este libro, pero no a cualquier precio.”

Lejos de mostrar sorpresa, o el más mínimo entusiasmo, el joven estudiante incluso se mostró algo displicente y, como si la cosa no fuese con él, le preguntó al impresor sobre las condiciones. Fadrique  casi le atropelló la pregunta: “Yo trabajo con papel genovés afiligranado. Es el mejor, pero también es el más caro, con diferencia. Tendría que realizar un buen pedido porque menos de 500 ejemplares no voy a imprimir. De la puta Celestina, de Calisto y Melibea va a hablar todo el mundo y no me gustaría no poder servir todo lo que me pidan…”

Antes de que el impresor prosiguiese con los aspectos económicos, el joven becario salmantino echó mano a la alforja y una tras otra dejó sobre la mesa cuatro pesadas faltriqueras llenas de monedas. “Mire, maestre Fadrique, he leído ese manuscrito unas diez veces. Podría recitar de memoria muchos de sus pasajes. Algunos están construidos con material de derribo, ya sabe, los antiguos, pero tiene algo que lo convierte en único, quizá porque quien lo ha escrito se sintió libre. “¿Libre? ¿Libre de qué?” Preguntó algo exaltado el impresor. “Libre de Dios, amigo, libre de Dios. En ese libro no hay Dios, no hay consuelo. Dios no importa. Los hombres con sus miserias, con su muerte, solos, bajo el cielo, el cielo inmenso…”

Oyeron ladrar a lo lejos. Ambos se miraron.  Trascurrieron unos pocos segundos. Faltaría muy poco para que alumbrase un día nuevo. “En un principio, con la cantidad que le he dejado, tendrá usted más que suficiente; si quiere, hasta podrá renovar su chivelete. He visto que tiene los punzones algo tocados.”

El silencio de Fadrique en realidad era un consentimiento tácito. Ahora bien, una vez cubierto el coste de producción, era preceptivo negociar los márgenes comerciales. Ese creía el suizo que sería el caballo de batalla. Al acometerlo el mozo mostró una desenvoltura inaudita. A pesar de su juventud, parecía que llevaba años de experiencia a cuestas. “Pida el papel. En las semanas que tarde en llegar aproveche y renueve sus aperos. Yo voy a hospedarme en Las Llanas del Trigo, junto al Consulado. Tengo más bolsas como las que le acabo de dejar, de modo que por mí no se preocupe.  Una vez empiece a imprimir, cada cien ejemplares impresos yo le pagaré lo que usted considere, y de la venta posterior por toda la península me encargo yo.”

Admirable. En su vida se había visto en otra igual. Le hubiese preguntado por el origen de su solvencia. Le hubiese preguntado por su cuna. Aquel no era sólo un estudiantillo espabilado. O quizá sí, quizá todo estaba cambiando tan deprisa que cualquiera se veía con la potestad, la voluntad y la condición de realizar cualquier tarea, cualquier empresa, aquello para lo que hasta hacía dos días estaba totalmente vedado a determinadas personas. De algún modo- reflexionaba para sí Fadrique de Basilea- estaba viviendo en primera persona lo que hacía unos minutos acababa de leer, porque él mismo y su interlocutor podrían ser perfectamente personajes de “La Celestina”.

El sorprendente joven escogió uno de los pliegos de papel genovés que Fadrique almacenaba en el taller. Pidió pluma y tintero y un instante redactó un contrato manuscrito con las condiciones que acababan de apalabrar. Ambos lo sellaron con sus firmas. Después, ya en pie, junto a la prensa, se dieron un apretón de manos y el mozo se despidió. Al abrir la puerta, se oyó el primer gallo de la madrugada en la ciudad castellana. Fadrique salió a la calle. El candilazo del amanecer purpuraba los pináculos de la Catedral y transformaba el cielo de Burgos en un espectáculo digno de interpretarse como profético.  Al menos así lo percibió. Paulatinamente el sol diluyó sin ninguna piedad aquel efecto hermoso obedeciendo escrupulosamente las órdenes de los gallos, que competían en toda la ciudad por anunciar el final de la noche.  Ya se oían las primeras esquilas y los cencerros del ganado trajinando de norte a sur, y de este a oeste. Estaba cansado. La noche había sido larga, pero sobre todo intensa. Se sentía satisfecho y al mismo tiempo expectante ante el resultado de su apuesta. No podía fallar. No sabía bien por qué, pero tras leer el manuscrito vio que en sus letras agonizaba algo viejo y nacía algo nuevo.

Y así, mientras sus cavilaciones lo absorbían, los Colonia acometían con un nuevo cargamento de piedra la cuesta del azogue. Al pasar junto a su amigo se detuvieron un instante, "¡Parece que madrugamos!" se dijeron casi al unísono. "Hoy es un gran día, amigo Friedrich, hoy Franscisco empieza a esculpir el retablo de San Nicolás." El impresor expresó gran alegría y admiró los diseños de todas y cada una de las figuras que Simón le mostró. "¡Es magnífico, bello, realmente bello. Cuando esté compuesto será digno de ver, y de admirar!" Y siguieron hacia la iglesia con los bueyes y el carretero acarreando la piedra en cuyo interior latía la vida de alguna criatura. Fadrique vio cómo se alejaban la cuesta arriba; mientras descargaban miró hacia la Catedral. Había amanecido un nuevo día, en apariencia como cualquier otro, y se sentía dichoso por verlo.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por ilustrarnos en un asunto en el que yo siempre había pasado de largo. Sabía de forma casi olvidada que "La Celestina" se había impreso en Burgos, pero no sabía de la importancia real del tal Fadrique.
Muy bien escrito.
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Sobre este asunto, como en casi todo lo que concierne a este libro, hay una gran controversia, porque depende de un solo año que el ejemplar que se guarda en la Hispanic Society of America, en New York, sea o no incunable y al mismo tiempo al edición príncipe.

Parece que el lugar donde se encontraba la fecha de impresión está raspado y no se puede confirmar con rotundidad que ese ejemplar, impreso por Fadrique, sea anterior a la edición de Toledo o Sevilla.

La verdad es que es fascinante la historia de esta obra. He leído unos cuantos estudios sobre su impresión y todavía hay una auténtica batalla entre expertos. Akgunos dicen que la prueba evidente de que no es la edición príncipe son las ilustraciones. Las primeras ediciones no solían estar ilustradas, por lo que perecería lógico que Fadrique imprimpiese copias de otra versión anterior.

En fin, sea como fuere, lo que es incontrovertible es la maestría de Don Fadrique y su carácter pionero en la historia de los inicios de la imprenta, no sólo en España sino en Europa.

Por otro lado, creo que dadas las fechas, Fadrique y los Colonia tuvieron que conocerse, por fuerza. Además los tres hablaban alemán. Quizá se conocieron pero no congeniaron. ¡Quién sabe! La cosa es que en Burgos, en aquella época, había mucho talento concentrado en unas cuantas hectáreas urbanas. Eso es lo que más me inspiró para escribir al ver la fotografía de Juan José Asensio. En seguida vinculé a Fadrique con las obras del retablo de San Nicolás

Muchas gracias por participar, J.C
No sabes la alegría que me ha dado ver un comentario
Un abrazo grande
¡Salud!

Anónimo dijo...

Aprovechando la entrada del Tamames, que por cierto, te podría publicar cualquier períodico!! he acabado de leer esta historia, que me ha dejado de piedra que lo hayas escrito tu, entiéndeme, no que te no te vea capaz sinó la sorpresa de que tengas ese nivel.....
A parte de la historia, que fabulas sobre hechos reales, cómo situas al lector en la época, las expresiones i palabras que usas, los acontecimientos históricos, etc...Que estás muy leido, lo sé, pero que seas capaz de hacer esta narración, ufff, te felicito!!
Ya hablaremos con un cafe con leche/cortado de la Luci entre las manos!!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Estoy en ascuas por saber quién eres !