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domingo, 2 de mayo de 2010

No hay manera


Mi criado se ha declarado en abierta rebelión. Hace un par de meses me dijo. “Señoritingo, el frotar se va a acabar. A partir de hoy, la casa te la va a limpiar Rita.” Yo me puse muy en mi sitio de amo y le respondí, alzando gravemente la barbilla y cruzando las manos en la espalda, que si la situación se planteaba en esos términos, ya podía recoger sus cosas y dejar libre la habitación, a la mayor brevedad posible. Y entonces se desencajó de la risa. Prorrumpió tal carcajada que casi me dieron a mí ganas de llorar. Estaba desconcertado. Le acababa de despedir, pero lejos de parecer preocupado, se dirigió al mueble bar, se sirvió tres dedos del mejor whisky y después de aposentarse cómodamente sobre mi sillón de lectura, mientras colgaba su pierna derecha sobre el apoyabrazos movíendola como un trapecio, me dijo que dejase de decir tonterías, que si todavía no me había enterado, después de casi dos siglos de inmortalidad, de que yo y él (él y yo) formamos un dueto indisoluble. Que por mucho que él esté hasta el gorro de mí y yo esté ya bastante harto de no poder dar un paso sin dejar de sufrir su sonrisita de perro Patán junto a la oreja, somos el uno para el otro la montaña y la roca de Sísifo. De un solo trago se bebió el whisky, me guiñó un ojo, se incorporó, y después de darme un par de humillantes golpecitos en el hombro, abrió la puerta de la calle y se fue silbando la canción de los Ronaldos que esta temporada vende los muebles IKEA.

Esto ocurrió a mediados de Febrero. Desde entonces he tenido que desarrollar habilidades que nunca había tenido oportunidad de ensayar. Por ejemplo, limpiar el polvo de las estanterías sin tirar nada al suelo. Y no se me da nada bien. Lo cual tampoco tendría la menor importancia si no fuese porque mi torpeza con la limpieza ha desencadenado en mi casa una serie de sucesos difíciles de explicar y de creer. Entre montones de libros, figuritas de adorno, fósiles, dedales, suvenires, muñequitos de superhéroes, piedras de ciudades, arañas de goma, lapiceros de colores, flautas indígenas, placas conmemorativas, cedés, velas, cirios, quemadores de incienso, linternas de fuego, y un sinfín más de cachivaches, sobre las estanterías de los muebles de mi casa descansan más de una decena portarretratos que muestran rostros de seres queridos y de personajes admirados. Tres de ellos están en blanco, no contienen imagen alguna y la ausencia se debe a que se precipitaron al suelo por un mal golpe de plumero. Quiero decir, por si no se ha entendido, que cuando un portarretratos se precipita al suelo desde la estantería de la librería de mi casa, éste deja de contener a la persona que mostraba y el marco contiene, a partir de entonces, un inmaculado fondo de color blanco, independientemente de que el cristal que protege la fotografía se haya quebrado o no. La imagen se difumina y desaparece por completo, sin más

El primer marco que se estampó contra el suelo fue el que contenía el retrato de mi Dolores. ¡Qué cuello tan hermoso .! Sobre él he olido fragancias que todavía busco con desespero, como perro que levanta el hocico ante la proximidad de su amo; sobre sus hombros he llorado despedidas y éxtasis en camas clandestinas y penumbras ilegales; puedo ver todavía las manos blancas que sujetaban con delicadeza el papel enrollado en el que alguien escribió nuestro destino y que recorrieron mi espalda desnuda en caricias cálidas con escalofríos de placer. Pero por muy suave, por muy puro que fuese el blanco de su piel, por perfectas que fuesen las formas de su cuerpo, lo que de ella me cautivó fue el mirar negro de ojos desinhibidos contenido en un gesto altivo, elegante e irresistiblemente seductor. Así me ha mirado durante décadas desde el retrato que he conservado en el transcurso de todas mis vidas, hasta que la rebelión de mi criado sumada a mi torpeza produjo la catástrofe, y ahora sufro una ausencia que se multiplica por dos en el tiempo, porque es ausencia secular y contemporánea; la ausencia de la imagen, ya para siempre, de quien he buscado durante noches de soledad interminable, y que mantenía viva la memoria de la oscuridad de una mirada que sólo con un soslayo me provocaba ansiedades difíciles de definir. Ahora no hay más que vacío, un marco que acoge la nada, ni siquiera la transparencia letea de un espectro que dibujase como con humo una silueta evocadora para el consuelo de mi pena. He llorado nuevamente esta ausencia conocida, he buscado el origen racional de su causa, pero cuando me acercaba a hallar la explicación, he tenido miedo, he dado marcha atrás y he preferido invertir mis energías en ingeniar la manera de resucitar la imagen de mi Dolores en el centro del marco, y se me ha ocurrido que el único modo posible es invocarla a través de su nombre escrito. “El verbo se hizo carne”, dice el libro sagrado. “La palabra inventa, es decir, halla” escribió el maestro Valente. No hay día que pase, desde que mi criado hizo su revolución, en el que mire las siete letras encerradas de su nombre. No pierdo la esperanza. De hecho, si algo me sobra son los días.

Ahora, en este párrafo, me disponía a explicar quienes eran las otras dos personas que han desaparecido de las estanterías de mi librería; iba a relatar cómo fue que tiré los portarretratos al suelo y qué siento cuando en lugar de sus rostros veo el telón blanco de su ausencia. Pero justo en este instante suena el cerrojo de la puerta y se viene aproximando en la longitud del pasillo un ruido de pasos arrastrados y el sonsonete de la canción de Los Ronaldos que surge burlon del silbido agudo de mi criado. No ha dejado de cantar la cancioncita dichosa desde el dia de su manumisión unilateral. Hoy sábado, Primero de Mayo, seguro que se habrá puesto hasta las cejas de vino. Así es que lo dejo para otra ocasión. Intuyo que habrá tormenta, como en los viejos tiempos.

Vuelvo mañana