Cualquiera podría llegar a entender su nerviosismo, incluso su excesiva inquietud, y con el paso de los días hasta ciertos destellos de rencor que empecé a percibir semanas después de la última vez que salimos juntos, como salgo a diario, a primera hora de la mañana, porque él se quedaba de nuevo en casa, sin ver el cielo, sin el aire, cerrado y bien encerrado. Yo me hacía cargo. ¡Cómo no empatizar con su situación! Nadie que se tenga por humano dejaría de conmiserarse.
Entendía perfectamente esa desazón tan característica de los prisioneros, que les provoca una impotencia lacerante al verse reducida y secuestrada su voluntad en virtud de disposiciones ajenas. Finalmente, en su desesperación diaria pierden toda confianza en la vida, toda esperanza en el futuro y su disponibilidad para con el semejante se transforma progresivamente en cinismo, que deviene en el barrote más fuerte, la puerta más inaccesible, la cerradura más impracticable.
Yo sabía que tras más de dos meses en semejante situación debía de sentirse así, igual que un recluso, y que ese atisbo de odio, a medida que trascurrían las mañanas, iba a crecer, de modo que encontraría el modo de expresarlo con más contundencia con tal de hacerlo patente.
De hecho, a su manera, me comunicaba sin palabras que no podía verme más que como al alcaide de una prisión, como el guardián de su cautiverio, el responsable de su enclaustramiento, ese personaje odioso de las películas que pasa revista a las celdas golpeando la porra contra los barrotes provocando en los penados el sumatorio cotidiano de un odio que no es de este mundo.
A mí me daba mucha pena. Sí, me daba mucha pena. Él no podía saberlo. No tenía modo de explicarle que, por mucho que le pareciese el más horrendo e inclemente de los seres, yo era tan humano como el que más y que me hacía cargo de su postración. En algún momento de suma debilidad estuve tentado en acariciarle, pero lo evité a tiempo. Ante situaciones así uno no sabe nunca las reacciones de según qué tipo de afectos. ¿Y si lo percibiese como un gesto de falso paternalismo ? ¿Y si al pasar mi mano sobre él me considerase un campeón de la hipocresía?
Además, a pesar de que siempre se había comportado con lealtad, fiel cumplidor de mis necesidades, y de que jamás había tenido motivo de miedos o desplantes, llegué a temer que al cambiar de un modo tan doloroso sus circunstancias, una de aquellas mañanas decidiese actuar y, sacando fuerzas de flaqueza, valiéndose de ese tipo de energía que surge súbita y poderosa del fondo oscuro de los alienados, clavase sobre mi corazón el acero de su desprecio, la lanza de su inquina, como si la conciencia de ultrajado contuviese el poder mortal de la magia negra.
Pasaban los días, y las semanas, y todo seguía igual. Ningún cambio allí afuera, lo cual me obligaba a mantener a ultranza un estricto statu quo. No podía caer en la condescendencia, o en el mejor de los casos pasar ante todos por un blandengue, flojo, pusilánime y que como consecuencia de un buenismo mal entendido, el mundo entero me mirase mal, como se mira a los enajenados.
De haber bajado la guardia me hubiese convertido en el hazmereir del barrio, del metro, de la calle, de la oficina, de la cafetería. Por Dios ¿Qué hubiesen pensado mis compañeros al presentarme un día con él, así, sin más motivo que el de sacarlo a pasear? ¿Dónde queda el carácter y la personalidad para decir no, y no, por mucho que ya oyese, cada mañana, cada jornada, su voz implorante a veces, en ocasiones incluso amenazante?
Además, ahora que no me puede oír -porque estas palabras se quedan para mí, para siempre- he de confesar que supone todo un fastidio, una molestia cuyos daños morales son difícilmente ponderables, porque van mucho allá de la mera incomodidad, y si me apuran, también bastante más allá del qué dirán. Albergo la certeza de que la dádiva generosa hacia su capricho se hubiese transformado de inmediato en arrepentimiento eterno, incordio interminable.
De modo que a pesar de mi mala conciencia y del clamor de protesta diario, contuve mi natural generosidad, reprimí mi congénita bondad, y opté por mantenerlo cerrado y bien encerrado algunas semanas más, porque allí afuera no se producían cambios y, según las noticias que llegaban, era difícil que viviésemos una modificación en la tendencia.
Legado ya al tercer mes de su confinamiento, al salir de casa ya podía oír nítidamente su voz, una especie de susurro lamentoso que yo traducía como un gimoteo sollozante o, en ocasiones, igual que el quejido rabioso del animal que se esfuerza por expresar sin palabras la aflicción o la cólera.
La verdad es que nunca fue muy elocuente, pero mostraba su razón de ser y de existir cuando se abría a los demás. Entonces era cuando realmente se reconocía a sí mismo en toda plenitud de sus facultades. Tal era su circunstancia en aquellos días penosos que no podía más que comunicarse conmigo a través de mi pura imaginación, de mi intuición empática en la que yo era capaz de trasladar o cargar ideas, conceptos, que en realidad no eran más que sus reclamaciones y sus reproches. Y voy a ser sincero. De haberse prolongado aquella tortura una semana más, me habría deshecho de él. Había llegado muy lejos en sus imprecaciones y recriminaciones, había cruzado una frontera que jamás creí que traspasaría.
Curiosamente aquella mañana del nonagésimo quinto día de marras amaneció sin estrellas. Las nubes cubrían el cielo. Entonces, al salir, me llamó racista. ¡Sí! ¡Racista! ¡A mí! Y entre toda la profusión de insultos e imprecaciones que me dedicó, descifré una frase que nunca voy a olvidar. “Me mantienes cerrado y encerrado porque soy negro” De inmediato me giré, y a punto estuve de cogerle del cuello y de hacerle daño. Sin embargo, dominé mi indignación. ¡Racista! ¡Yo un racista! ¿Pero sabes bien lo que estás diciendo?¡De ningún modo lo voy a consentir!
Respiré, mesuré con calma mi proceder inmediato y al cobrar algo de calma entendí que aquello no podía seguir así. O llovía o me iba a volver loco. Cada día igual, conviviendo con mi mala conciencia, amenazado, vilipendiado, y puestos entre dicho, cuestionados mis valores morales, mi ética proverbial por un vulgar paraguas.
Sonó un gran estruendo y la discusión finalizó abruptamente. Inicialmente me asusté, porque ya me había olvidado del sonido de los truenos. Por la ventana se colaba el resplandor de algún relámpago. Efectivamente, las nubes amenazantes de primera hora finalmente oscurecieron el cielo, el ambiente se tornó extremadamente húmedo y después de tres meses de sequía pertinaz, por fin, aquel lunes llovió copiosamente.
Me abrigué. Al dirigirme a la puerta me miró y yo le devolví la mirada. El mango alargado, redomado en perfecta curvatura inglesa. Las varillas asomando, rematadas por relucientes remaches de brillante acero. Silueta elegante, esbelta. Cintura perfecta, abrochada por el corchete de rigor, acentuando su gallardía y donaire. Y una poderosa contera aguzada, la lanza con la que amenazó atravesar mi corazón.
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