
Cuando estoy cansado me froto la frente. Con ese gesto pretendo provocar la desaparición de una preocupación, el alivio del cansancio tras una vigilia, la evocación de un recuerdo, o la invocación desesperada a la epifanía de una idea que a veces exijo, a gritos, a la inteligencia interrumpida. Entonces, en cualquiera de los casos, como nada de lo deseado se produce, abomino de mis manos pequeñas enramadas en dedos delgados que se posan sobre todas las teclas del abecedario acechando cualquier sospecha de movimiento por si surge de alguna de ellas un leve brillo, una mínima señal, el guiño de una insinuación. Cuando estoy a punto de perder la paciencia distraigo la frustración y la evidencia pensando que las líneas de mis manos -lo larga que se puede hacer la vida, la brevedad de la muerte, el monte de Venus, sus intersecciones de arrugas quirománticas en vértices de piel- traspasan al teclado su significados ocultos, y la magia se produce. Pero nada de eso ocurre porque, a menudo, acabo por levantarlas, las cierro en dos puños ridículos, golpeo la mesa y, casi de inmediato, vuelvo a abrirlas en dos palmas encarnadas sobre las que cargo el peso derrotado de mi cara tragicómica de pánfilo impenitente.
Delante de un fondo oscuro aparece, en pie, como surgido de la mina profunda de la historia, un hombre vestido con camisa negra, abrigado con una chaqueta de punto gris que mira de frente hacia quien quiera, o pueda, o consienta aguantar una mirada que, bajo la frente amplia y pétrea, da la sensación de haber sido arrasada por el tiempo y la fatiga, endurecida por el frío y el salario, olvidada de toda bondad, descanso o alivio, abandonada a su suerte, al instinto, al coraje y a la resistencia. Es el rostro de la miseria, de la desgracia y de la explotación; y también el trazo del rostro con que se dibuja el límite de todo hombre, quien llegado el momento dice basta y se rebela contra quienes diseñaron su destino. Ese hombre que mira hacia delante por no recordar que jamás experimentó el más breve y prosaico instante de felicidad, es el peón de albañil Luis Romero, natural de Alcalá la Real, lugar en donde vino al mundo en el año de 1931 y a quien la postguerra, la miseria y el hambre llevaron a Terrassa, ciudad en la que vivió y trabajó durante años colgado de precarios andamios, sucio entre barro y morteros, a la intemperie del patrón, del amanecer helado y del sol abrasador.
Luis Romero es el obrero que apareció fotografiado en el primer cartel electoral del recién legalizado PSUC, con el que este partido empapelaría todas las paredes del cinturón rojo barcelonés en las elecciones de 1977. Luis Romero, aunque por su aspecto semejaba estar próximo a los sesenta, tenía 46 años en el momento de ser fotografiado, y pasó a formar parte de la historia iconográfica política y social del país porque su imagen es el prototipo de obrero con el que su clase debía identificarse. El elemento protagonista y alegórico del cartel fueron sus manos: las manos del trabajador, del proletario. Grandes manos, fuertes, resistentes, consistentes; dos grandes palas invencibles; manos creadoras, mitológicas, hercúleas, curtidas y endurecidas a base de levantar pesos desproporcionados, inhumanos; de manipular materia lacerante que hiere la piel y la deja ajada, cuarterada, como tierra muerta sobre la que no llueve. En la fotografía, las manos de Luis ocupan el espacio central, y flotan en la única zona iluminada. Las muestra al elector hacia adelante, de tal manera que las palmas contienen la claridad que ilumina la imagen, ejerciendo de luna, o de sol, pero sumergiendo a los dedos en un claroscuro casi tenebroso del que solamente se distingue las yemas curvadas hacia el cielo, porque Luis ya no podía mantener la mano extendida, o porque adquirieron voz propia, gesto propio, y en su voluntad de contárselo al mundo decidieron amagar el cierre en dos puños, o imitar la forma de la garra del oso antes de iniciar una lucha sin cuartel, desesperada. En el cartel, sobre la imagen de Luis Romero, el PSUC escribió el lema: “Mis manos: mi capital”.
El mismo año en que las manos de Luis Romero solicitaban el voto de los trabajadores catalanes, el gran escultor Eduardo Chillida cumplía un sueño largamente perseguido e instalaba en un promontorio rocoso de la playa de Ondarreta, aneja a La Concha donostiarra, su celebérrimo Peine del Viento. Aunque jamás se conocieron y ninguno supo jamás nada del otro, me resulta sugerente imaginar a Chillida paseando por Barcelona, reflexionando meditabundo sobre el concepto leonardino de la mano pensante como cerebro creador; o recordando cómo, al poco de almacenar decenas de dibujos realizados al inicio de su carrera, concluyó que si dibujaba tan rápido y le resultaba tan fácil, aquello no podía ser arte, y fue entonces cuando decidió ponerse a pintar con la mano izquierda, atándose la derecha antes de empezar , porque "la sensibilidad, la mente y la emoción van por delante de la mano, que hará lo que yo le diga que haga, obedeciendo, y no mandando".
Así caminaba y evocaba Chillida en sus recuerdos el nacimiento de su vocación cuando, de repente, en un momento inesperado, azaroso, por culpa de un claxon, del silbido de un joven, de la llamada de alguien a gritos, o de un soplo de viento leve que acompaña al fulgor incierto de la salida del sol entre las nubes, Chillida levantó la cabeza y salió de su ensimismamiento y se encontró frente al cartel en el que Luis Romero muestra las manos. Al verlas, el escultor se detuvo, y arqueando las cejas, con atención fruncida, las contempló durante unos minutos y recordó la lucha por la doma del hierro; también la suavidad de la madera tallada, o la textura de las tierras que amasó y de las que surgieron formas que ahora le pertenecen al espacio, y otra vez el gran Leonardo sujetando día tras día el pincel en la mano, sin pintar, solamente pensando, hasta que llegaba el momento en que la creación se gestaba definitivamente en el cerebro para que, a continuación, la mano pensante actuase, sola, obediente, certera...
Instantes después, cuando Eduardo alzó la vista para observar por completo el cartel, y al ver que el dueño de aquellas manos le miraba con ojos que parecían surgir de una oscuridad triste y paciente, se percató de que, en realidad, aquel conjunto que en ese momento le exigía atención era la mismísima imagen de la creación, porque aquellas manos expresaban a gritos una obra por hacer. “Soy un hombre que trata de hacer lo que no sabe hacer” recordó que dijo un día. “El arte está ligado a lo que no está hecho” siguió recordando, y sin esconderse de nadie, a la luz gris de aquella mañana húmeda en Barcelona, Eduardo Chillida despegaría de la pared, con sus dos manos de artista y con cuidado exquisito para no rasgarlo, el cartel electoral en donde Luis Romero expresaba con sus dos manos de obrero un deseo incontenible de crear algo nuevo.
Vuelvo mañana