
Los días en que pierdo identidad, en los que no sé bien quién soy ni qué diablos estoy haciendo otra vez aquí, entre mortales, me encasqueto sobre la cabeza una gorra o un sombrero. Entonces me veo otro, adquiero de nuevo carnalidad entre las gentes y paseo con seguridad por las calles sin dejar de mirarme a los cristales de los escaparates, para asegurarme de que, efectivamente, soy yo el dueño del reflejo que parece acompañar en su tortura a los maniquíes, seres más humanos de lo que yo nunca podré llegar a ser. Por eso guardo en el armario una docena de sombreros y de viseras que he ido acumulando desde mi resurrección. El sombrero que más me pongo ahora es negro, de piel, igual que el que lucían los músicos de Jazz y de Blues de los años setenta, y algún que otro escritor beat con ganas de figurar, del que no recuerdo el nombre. En cuanto a las viseras y a las gorras -más plebeyas- me gusta una especialmente, que suelo ponerme muy encajada hacia la frente y ligeramente ladeada hacia la izquierda, de manera que quien me mira recibe una incógnita, entre interesante y golfa, un tanto pretenciosa, o más bien fantasma, para qué nos vamos a engañar. Cuando me pongo esa visera de franela azul me siento Fito, el de los Fitipaldis, y redondeo mi aspecto calzando botas rojas puntiagudas, vistiendo vaqueros ajustados y chaqueta negra de pana; después cuelgo mi cartera vieja sobre el hombro y salgo a la calle a mirarme a los cristales de los escaparates, y me veo hecho todo un hombre.
Me gusta Fito. Su música me engancha. Es honesta: rock and roll sin complicaciones con letras que cuentan y resuelven de manera sencilla cuestiones que a menudo nos empeñamos en complicar, o en elevar a la trascendencia para voltearlas y voltearlas como una bola de carne seca en la boca que no hay quien pase. Por eso me gusta, porque además suena bien, muy bien, y acompaña, cuenta historias, mira el mundo, se nos ofrece a él mismo; el tipo es majo, muy majo, bajito, con pinta de golfete de Dickens, o de un Pablito de “Paracuelllos” crecido, quien después de los años y de la miseria del Auxilio Social, ha podido abrirse camino en la vida y ahora tiene su banda con la que recorre todo el país …“ si esto es como el mar, quién conoce alguna esquina”.
Fito tocará con los Fitipaldis en Barcelona los días 12 y 13 de diciembre. Por supuesto, yo ya tengo mi entrada. La compré en un Carrefour y me hicieron firmar un seguro obligatorio de entradas, que así se llama. Pensé que la empleada se había dado cuenta de que yo no era de este mundo y que por evitar algún mal desconocido me invitaba a firmar aquella extraña póliza por la que pagué 2,5 euros. Antes de firmar me dispuse a leer atentamente las condiciones. El estilo de este tipo de documentos me hace reír porque pretende credibilidad y provoca todo lo contrario, desconfianza. Así es que leí, palabra a palabra, el seguro de entradas del concierto ante el asombro de la empleada, que me miraba asustada, porque después de pasar la hoja principal veía que también leía la letra pequeña. “Condiciones generales de la póliza colectiva nº65527438 suscrita por viajes Carrefour S.L.U con CIF nº B82911207 y domiciliado en Ctra. de Burgos Km 14,5 Alcobendas-Madrid […] Este folleto informativo deberá ser entregado al asegurado en el momento de la adquisición de la entrada asegurada por la póliza colectivo nº65527438”. A continuación, la empresa que me obligada a asegurarme me informaba en el mismo documento de los límites de la cobertura, es decir, de aquellos casos en los que, me pusiese como pusiese, me quedaría descompuesto y sin concierto, a saber, por ejemplo, “los accidentes que sean la consecuencia de la desintegración del núcleo atómico (es textual) terremotos, erupciones volcánicas u otras calamidades”. En otro apartado la póliza refiere como causa de exclusión de los beneficios las “epidemias, contaminación, huelgas, catástrofes naturales motines y revueltas populares”. Véase cómo la huelga y la revuelta son equiparables a los peorcito de lo que la naturaleza a veces nos depara. (Le tienen miedo, sí le tienen mucho miedo). Y así una hermosa lista que no tiene desperdicio, sobre todo porque la aseguradora agrupa semánticamente los más dispares motivos en un inusitado alarde de sinceridad sistémica. De cualquier manera, de todos los grupos de exclusión que leí, este fue el que más me llamó la atención: “La guerra civil o extranjera, actos de terrorismo o amenaza de actos terroristas, cualquier efecto derivado de la radiactividad”. Me dio la risa triste, la risa trágica, la risa en la que a la carcajada le sigue el llanto. Firmé rápido y marché de allí como alma que se lleva el diablo. Mientras caminaba pensé en el abogado o en el equipo de profesionales que había escrito aquello. Pensé en los motivos que les había llevado a colocar la guerra civil como motivo de exclusión de una póliza de concierto. Recordé que durante los primeros meses de La Nuestra, los milicianos iban al frente a pegar tiros por la mañana y por la tarde, los que volvían, besaban a la esposa y después se iban a los toros.
De vuelta a casa conduje despacio obligado por el embotellamiento. Los conductores de los vehículos que pasaban lentamente a derecha e izquierda me miraban y yo les miraba a ellos, impertinente, detrás de mis gafas americanas de sol, tocado con mi visera azul ladeada y el cigarrillo humeante columpiándose en el último extremo de la boca. En un alto, una mujer me miró con insistencia. Yo también la miré. Toqué la visera con el pulgar y el índice, a modo de saludo, y sin dejar de mirarla expulsé el humo muy despacio, casi masticándolo. La mujer se azoró, e impacientada por perderme de vista, aceleró un poco, sin darse cuenta de que no podía avanzar.
Vuelvo mañana