
Cuando tengo que viajar en avión y entro en el paréntesis de los aeropuertos siempre pienso que lo más parecido que debe haber a la voz de dios es la que se oye a través del sistema de megafonía. Una voz divina, atemperada, cordial, que surge insondable desde todos los rincones y al mismo tiempo de ninguno. No es la voz del Yahvé dentro de la zarza ardiendo, ni el vozarrón que debió dictar un día muy lejano los 15 mandamientos (Una teoría del gran Francisco Casavella dice que, en origen, fueron 15 los mandamientos que Dios dictó a Moisés, pero que en el trayecto hacia donde le esperaba el pueblo elegido, una de las tres tablas se le cayó y se quebró y sus pedazos se quedaron tirados en el camino, porque Moisés no podía con el peso de las tres, con el peso de la ley, de la ley de dios). Digamos que la voz del aeropuerto es una voz meramente descriptiva, que cumple estrictamente con una sola función del lenguaje, políticamente muy correcta, y muy adecuada a los tiempos que corren, pues a veces es masculina y otras femenina. El papa, los ayatolas y el supremo rabino del mundo deberían aprender cómo a través de una correcta modulación, del control del matiz, del timbre, de la atemperación y, sobre todo, del grado de utilidad de lo que se dice, una frase masculina o femenina dicha en el momento y en el lugar oportuno es capaz de ordenar y dirigir los destinos de millones de personas cada día sin que nadie diga ni mu ni se cuestione la existencia del ente que desde el momento en que entramos en un aeropuerto gobierna nuestros destinos.
El caso es que cuando espero a que se anuncie mi vuelo, mientras hojeo revistas en el quiosco, tomo café, miro escaparates con productos que jamás voy a comprar o le invento historias a la gente que espera junto a las puertas de embarque, me da por imaginar el aspecto que debe tener el dios y la diosa que cada minuto nos ordena y nos dirige con sus instrucciones precisas. Lo primero que me viene a la cabeza es que siempre oímos la misma voz y entonces me convenzo de que quienes hablan pasan toda su vida en un lugar determinado que nadie ni nunca sabrá donde se encuentra, excepto un par, o quizá sean tres, de individuos con mucho poder. Después intento hacerme una idea exacta de cómo son, o de cómo llegaron a ocupar un puesto tan privilegiado. Y es bien curioso porque la imagen que me formo de estas dos divinidades es bastante prosaica, más bien doméstica; es la imagen de un par de dioses de andar por casa. Los veo como el matrimonio que un buen día, recién casados, leyó un anuncio en el periódico en el que alguien, no se sabe bien quien, escribió “Se necesita matrimonio bien avenido, formal: se ofrece trabajo bien remunerado, estabilidad garantizada. Trabajo a desarrollar dentro de vivienda totalmente equipada. Sueldo acorde con cumplimiento de objetivos. Inglés hablado y leído. Se requiere voz divina y dedicación eterna. Razón AENA”. Y entonces la pareja decidió dar un giro a sus vidas y aventurarse, y ahí están, en su humilde loft aeroportuario, día y noche, junto a su cocina con los platos sin fregar, la cama desecha, como un farero junto al mar, dibujando con la luz de su voz los embarques, las cancelaciones, las salidas, las averías, las llegadas y los avisos urgentes a los impuntuales de siempre -cómplices involuntarios del azar caprichoso- que modifican con su retraso en el embarque la sucesión de los acontecimientos que nos está reservada desde siempre, desde antes incluso de que compremos el billete. Y esto último los dos dioses lo saben bien. Por eso, si aguzamos bien el oído, en estos casos se puede percibir en el aviso cierta vehemencia contenida. Es en la única ocasión en que se lo permiten. Por lo demás, no sería difícil tirar del símil del vuelo como metáfora de la vida, o del aeropuerto como metáfora del mundo, pero creo que nada está más lejos de la intención de estos profesionales, porque como buenos dioses que son, creen firmemente en el libre albedrío, y una vez dentro del avión, que cada cual se las componga como pueda.
Finalmente, dada la trascendencia de su función, dudo mucho que a la pareja de voces se les permita ver a ningún pasajero. Sería nefasto. Su labor requiere absoluta impersonalidad. No se puede admitir ningún tipo de devaneo afectivo y mucho menos propiciar que alguno de los dos se encapriche de algún viajero y se le beneficie con ciertas ventajas que pudiesen provocar agravios comparativos. De ahí que a veces haya llegado a especular con que su lugar de trabajo en realidad puede estar situado en Ceuta, o en Melilla, o en Bombay, y que en una gran sala cerrada, en la gran central del destino, en donde se distribuye pòr todo el planeta la voz de centenares de dioses como ellos, se anuncian en mil idiomas con sus timbres aterciopelados, durante todos los días y todas las noches del mundo, los futuros encuentros, las rutinas, las incertidumbres, el instante único y preciso en que hombres y mujeres de procedencias infinitas se ponen en pie, enseñan su billete y se disponen a volar al lugar y al momento que probablemente ellos mismos han elegido.
El caso es que cuando espero a que se anuncie mi vuelo, mientras hojeo revistas en el quiosco, tomo café, miro escaparates con productos que jamás voy a comprar o le invento historias a la gente que espera junto a las puertas de embarque, me da por imaginar el aspecto que debe tener el dios y la diosa que cada minuto nos ordena y nos dirige con sus instrucciones precisas. Lo primero que me viene a la cabeza es que siempre oímos la misma voz y entonces me convenzo de que quienes hablan pasan toda su vida en un lugar determinado que nadie ni nunca sabrá donde se encuentra, excepto un par, o quizá sean tres, de individuos con mucho poder. Después intento hacerme una idea exacta de cómo son, o de cómo llegaron a ocupar un puesto tan privilegiado. Y es bien curioso porque la imagen que me formo de estas dos divinidades es bastante prosaica, más bien doméstica; es la imagen de un par de dioses de andar por casa. Los veo como el matrimonio que un buen día, recién casados, leyó un anuncio en el periódico en el que alguien, no se sabe bien quien, escribió “Se necesita matrimonio bien avenido, formal: se ofrece trabajo bien remunerado, estabilidad garantizada. Trabajo a desarrollar dentro de vivienda totalmente equipada. Sueldo acorde con cumplimiento de objetivos. Inglés hablado y leído. Se requiere voz divina y dedicación eterna. Razón AENA”. Y entonces la pareja decidió dar un giro a sus vidas y aventurarse, y ahí están, en su humilde loft aeroportuario, día y noche, junto a su cocina con los platos sin fregar, la cama desecha, como un farero junto al mar, dibujando con la luz de su voz los embarques, las cancelaciones, las salidas, las averías, las llegadas y los avisos urgentes a los impuntuales de siempre -cómplices involuntarios del azar caprichoso- que modifican con su retraso en el embarque la sucesión de los acontecimientos que nos está reservada desde siempre, desde antes incluso de que compremos el billete. Y esto último los dos dioses lo saben bien. Por eso, si aguzamos bien el oído, en estos casos se puede percibir en el aviso cierta vehemencia contenida. Es en la única ocasión en que se lo permiten. Por lo demás, no sería difícil tirar del símil del vuelo como metáfora de la vida, o del aeropuerto como metáfora del mundo, pero creo que nada está más lejos de la intención de estos profesionales, porque como buenos dioses que son, creen firmemente en el libre albedrío, y una vez dentro del avión, que cada cual se las componga como pueda.
Finalmente, dada la trascendencia de su función, dudo mucho que a la pareja de voces se les permita ver a ningún pasajero. Sería nefasto. Su labor requiere absoluta impersonalidad. No se puede admitir ningún tipo de devaneo afectivo y mucho menos propiciar que alguno de los dos se encapriche de algún viajero y se le beneficie con ciertas ventajas que pudiesen provocar agravios comparativos. De ahí que a veces haya llegado a especular con que su lugar de trabajo en realidad puede estar situado en Ceuta, o en Melilla, o en Bombay, y que en una gran sala cerrada, en la gran central del destino, en donde se distribuye pòr todo el planeta la voz de centenares de dioses como ellos, se anuncian en mil idiomas con sus timbres aterciopelados, durante todos los días y todas las noches del mundo, los futuros encuentros, las rutinas, las incertidumbres, el instante único y preciso en que hombres y mujeres de procedencias infinitas se ponen en pie, enseñan su billete y se disponen a volar al lugar y al momento que probablemente ellos mismos han elegido.
Vuelvo mañana