Elias Canetti estudió exhaustivamente la masa. No me refiero a ese personaje iracundo, destructivo y ciclópeo de la editorial Marvel, bautizado como Hulk por Stan Lee y Jack Kyrby, que surgió tras la reacción radiactiva que padece Bruce Banner: un bioquímico pacífico, sosegado, que a causa del accidente se convierte en un monstruo de fuerza descomunal, prácticamente indestructible, eso sí, sólo cuando, por cualquier contingencia, su capacidad para aguantar injusticias o contrariedades llega al límite.
Hulk vendría a ser un Mr.Hyde de la modernidad, pero sin moralismo victoriano. Digamos que Hulk (En España,“La masa”) es el Hyde de causas nobles.
Devoré en mi juventud todo lo que llegaba de la Marvel gracias a la mexicana Editorial Novaro, que aquí publicaba y distribuía en blanco y negro, en libros de media cuartilla encuadernados a la americana, las aventuras de sus héroes y villanos. Pero yo estaba referiendo, claro está, a la magna obra del escritor alemán titulada “Masa y poder” publicada en 1960, un par de años antes del primer ejemplar de “Hulk”.
Canetti invirtió 35 años de su vida en estudiar con denuedo y persistencia intelectual el fenómeno de la masa humana relacionándola, además, con el poder social, político o religioso, de modo que si queremos entender lo que nos dice es necesaria una complicidad esforzada hacia el trabajo honesto del autor.
Mi experiencia lectora con este libro ha sido como pedalear en un camino de constantes desniveles, con puertos de categoría especial, desniveles vertiginosos y plácidos llanos.
No estamos ante una redacción compleja, oscura, casi escatológica que algunos intelectuales gustan utilizar tan solo por epatar. Canetti escribe limpio y claro, y su sintaxis es inmaculada. Sin duda, la excelente traducción de Horst Vogel habrá captado perfectamente ese estilo elegante, contenido, pulcro y sin alharacas del que hace gala el premio Nobel de literatura alemán.
Quiero decir que es tal el interés del autor por mostrar sus hallazgos y llegar al fondo del asunto, que en ocasiones, en aras de la exposición de sus ideas, la infinidad de datos antropológicos recopilados en las fuentes eruditas de investigadores de las más lejanas culturas, redundan y el lector –este que ahora escribe- debe cambiar de plato y de piñón hasta culminar algunos capítulos, aunque después se agradece el viento en el rostro en los primeros metros del descenso a tumba abierta.
Descuiden, que no voy a desgranar el libro. Siempre he pensado que la tierra es para el que le trabaja, de manera que quien quiera cosecha que se ponga al tajo. Aunque les parezca de mala educación, traje a Elias Canetti a este espacio para reprocharle un vacío imperdonable en "Masa y poder"
Para el alemán la masa es la cohesión humana hacia un objetivo concreto que proporciona entre sus miembros una sensación de igualdad, valentía y arrojo con los que superar límites que de manera individual ni tan siquiera se plantearían. Quienes forman parte de la masa se reconocen iguales en una voluntad compartida libre de jerarquías.
Cuando un sujeto se integra en una masa se desinhibe, se torna impulsivo, sus emociones prevalecen sobre la razón y hace todo lo posible por aportar su incondicional activismo para con la supervivencia del grupo. Igualmente, Canetti establece varios tipos de masa según su estructura, contenido o metas o incluso según la rapidez con la que son capaces de formarse.
Pero a pesar de que el abanico que despliega es amplio y se detiene en analizar minuciosamente todas y cada una de las variantes, Elias Canetti somete al olvido a una tipología de masa que pervive desde hace décadas, a diario, en todas y cada una de las grandes ciudades del mundo occidental. Esa masa protagonizó en su momento grandes transformaciones en la Historia moderna y contemporánea, pero la posmodernidad tras las dos grandes guerras la ha convertido en algo muy diferente.
Por eso, en su descargo, podríamos argüir que debido al contexto temporal en el que Canetti investigó y publicó su libro, no pudo observar con claridad la metamorfosis social que se nos venía encima. Quizás la intuyó, pero eso nunca lo sabremos.
Y es que las masas compuestas por los trabajadores del mundo civilizado que protagonizaron en su momento dos grandes revoluciones y pusieron en jaque la explotación del libre mercado ha devenido en ríos ingentes de seres humanos alienados que discurren sobre el asfalto desde antes del amanecer, a diario, conduciendo sus propios vehículos hacia sus puestos de trabajo, dóciles, con la paciente amargura de quien se ve obligado para subsistir destinar los primeros y los últimos momentos del día entre sus congéneres, iguales en la enajenación brutal y despiadada del tumulto esclerotizado que forma la gran masa de los embotellamientos proletarios, eternos en su cotidianidad esclavizada, inconscientes del poder que contiene esa grandiosa cantidad de hombres y mujeres de la que forman parte que, embutidos en sus automóviles, alivian sus pesares y sus tribulaciones con la radio, el Spotify o el horizonte del próximo fin de semana frente la última serie de Netflix.
En este sentido, si sobre el asfalto de las conurbaciones de los grandes núcleos urbanos discurren como hormigas cientos de miles de trabajadores en fatal coincidencia horaria, no es menos asombroso el ejército proletario que comparte un centímetro cuadrado de espacio en los vagones de los trenes de cercanías, del metro o de los autobuses.
Miles de obreros son hacinados por las autoridades a diario en medios de transporte infames que son transportados hacia sus lugares de trabajo como si fueran animales, sin el más mínimo rastro de voluntad hacia su comodidad, sin respeto hacia sus personas, sin pensar ni medio segundo en el confort razonable que requieren y merecen quienes ponen en marcha el país a diario a cambio de salarios míseros, gracias a los cuales se pegan la gran vida unos cuantos mientras pontifican como sumo sacerdotes de la verdad social que el trabajo dignifica.
Pero no hay ni un ápice de dignidad en someter a millones de trabajadores a esas condiciones. Sólo hay interés en subordinar o en rendir; en domar, humillar y anular la voluntad de la mayoría de la población desde primera hora del día y hasta el final de la jornada, cuando al salir del trabajo, aparentemente libre de obligaciones, aliviado tras las horas de esfuerzo mal pagado, vuelve uno a la pesadilla del vagón abarrotado, sin lugar donde sentarse, soportando olores e incomodidades mientras se refugia en sus dispositivos celulares con tal de no observar en los semejantes la mueca propia de bestia domada.
Algún día, en alguno de esos vagones abyectos, o en el cuarto carril de alguna autopista urbana, se producirá una reacción radioactiva encadenada, y la masa amorfa, mansa y sumisa que soporta sin decir nada esa vida de mierda, resurgirá con toda la fuerza que contiene. Y yo espero formar parte, como un igual, liberado de inhibiciones, alentado por el propósito de la emancipación, y que así sea.
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