La historia de los Papas es la historia de la Iglesia católica, es decir, veinte siglos jalonados de muerte, dolor y destrucción, de represión y oscurantismo, de acumulación indecente de riquezas ingentes. La iglesia católica es uno de los grandes imperios económicos mundiales. El patrimonio inmobiliario de la Iglesia fundada en base a un niño Dios que nació en una cueva es obscenamente incalculable, y año tras año sigue creciendo, desacreditando y contradiciendo en cada inmatriculación el mensaje de amor a los pobres y a los desheredados, con un valor estimado de dos billones de euros.
Junto a Alá y a Yahvé, en nombre del Dios cristiano se ha matado a más hombres, mujeres y niños que bajo cualquier otra causa. Si toda religión ha sido siempre fuente y origen de violencias extremas, el catolicismo ha destacado por su virulencia, inclemencia y crueldad, de modo que debemos reconocer con honesta objetividad que los Papas y La curia son sus responsables. Quiero decir que a la hora de hablar de los papados, no podemos mirar hacia otro lugar como si esos señores ungidos por el mismísimo Dios en su inefabilidad y santidad no tuviesen nada que ver con los episodios más deleznables de la Historia de la humanidad.
Los Papas han jugado un papel fundamental en la historia política porque no sólo han provocado guerras en todos los países de Europa durante todo el segundo milenio, sino que bajo su solideo militar y con báculo de hierro, millones de personas de otros continentes y otras culturas han sido sometidas con la imagen de la santísima Cruz para ocupar, exterminar y extraer riquezas. Lo llamaron evangelización.
Todavía en pleno siglo XX el mundo contempló impertérrito el apoyo papal al general Franco y el célebre concordato firmado por Pio XII en 1953 que reconocía la legitimidad de la dictadura y que establecía, por ejemplo, la obligatoriedad de los matrimonios católicos, exenciones fiscales para bienes y actividades de la Iglesia, censura religiosa establecida, derecho a constituir universidades, monopolio sobre la enseñanza religiosa y un largo etcétera de prebendas que no sólo configuró nuestro país como nacionalcatólico, sino que introdujo al franquismo en la senda del reconocimiento de la comunidad internacional.
Hoy en día el concordato, con varias modificaciones lógicas, no sólo sigue vigente sino que tiene rango de ley de Tratado Internacional. Es tal el poder de los Papas, que sólo hay en el mundo nueve países sin concordato. Es tal su influencia internacional que a pesar de su actividad criminal a lo largo de los siglos, al país que aloja al Papa le llamamos la Santa Sede, donde el epíteto ha devenido sustantivo que camufla tanta sangre, pobreza, explotación y horror ocasionados.
El ocultamiento y el papel de cómplice necesario de abusos sexuales hacia niños y niñas es otro de las grandes aportaciones de los papados para la humanidad. Llegado el asunto a niveles tan infames de práctica criminal habitual, en una novedosa y audaz decisión vaticana, los poderes de la iglesia decidieron jubilar a Joseph Aloisius Ratzinger para evitar el escándalo global que presumiblemente salpicaría al trono de San Pedro con pruebas de nefanda pederastia papal.
En su lugar, con el fin de borrar semejante corrupción moral y supuestamente para recuperar la credibilidad de la institución, quién mejor que un campechano argentino, hincha del San Lorenzo, admirador confeso de Pink Floyd, hombre afable y amable, con aspecto de bonachón, defensor de los humildes, y extraordinariamente comprensivo con todo aquellos hábitos que décadas atrás su iglesia señalaba como pecado.
El Papa Francisco, a pesar de que bajo su papado los curas pederastas han continuado impunes y siguen sin rendir cuentas de sus fechorías ante la justicia civil, ha supuesto un aparente cambio de rumbo en las políticas y las formas vaticanas. Fue, es y seguirá siendo la Iglesia Católica un organismo tan reaccionario ante los avances y los cambios sociales, que cuando un Papa ofrece cualquier variación de signo, digamos mínimamente progresista, se le pondera como revolucionario y causa la admiración y la loa no sólo de los líderes de izquierdas, sino de los medios de comunicación afines, que ven en su figura poco menos que a un San Lenin.
No seré yo quien ponga en duda el valor de esa intrepidez ideológica, pero mucho me temo que, cumplido su cometido -más de lavado de imagen, de carácter comunicativo o marquetiniano que de política efectiva- la cosecha del recién fallecido Papa Francisco no es muy diferente a la de otros papados. Los pecados y los horrores causados por la Iglesia y los sucesivos papados a lo largo de su historia no se borran con una sonrisa bondadosa, una entrevista con Jordi Évole o media docena de anuncios más o menos sorprendentes y epatantes.
Jorge Mario Bergoglio adoptó el nombre San Francisco de Asís, hijo de un próspero comerciante que renunció a las riquezas y al poder. Como declaración de intenciones no estuvo nada mal. La figura histórica y espiritual de San Francisco, de hecho, actúa como la metáfora de la que debería ser su Iglesia, el despojamiento de toda riqueza, la renuncia a todo poder terrenal, el auxilio del vulnerable y la búsqueda de la paz.
Sin embargo, desde el momento que se consolidó como fuente de poder político, el mensaje moral de la Iglesia se convirtió en una gran falsedad, probablemente el mayor fraude que haya vivido la humanidad, una gigantesca trampa que proclama el imperio de la bondad, que promete el cielo, al tiempo que bendice la opresión, protege al poderoso y somete al humilde.
Todos los Papas de la historia de la Santa Madre Iglesia Católica -todos- han gobernado para que ese statu quo jamás varíe y así, año tras año, millones de personas observen sus preceptos y aspiren a una vida mejor después de la muerte a cambio de su alienación en la tierra. Lo demás son, a lo sumo, buenas intenciones cargadas de no poca ingenuidad o una operación de maquillaje coyuntural de la que no quedará más que un cadáver, o quizás ambas cosas al mismo tiempo.