sábado, 21 de enero de 2023

Una lucha de clases


Para Jon, jugador de baloncesto, artista y astronauta en ciernes.


Nuestro vestuario siempre olía a Zotal, un desinfectante fungicida que se utiliza en  grandes recintos donde se crían  vacas, cerdos, ovejas,  gallinas y todo animal comestible susceptible de estabular. Dicen sus fabricantes que elimina olores desagradables y proporciona una agradable sensación de higiene y limpieza.

A la vista de la publicidad del producto parece meritorio dar con la fórmula neutralizante de tamaña fetidez excremente. Ya me gustaría comprobar la reacción de los miembros del consejo de administración de Zotal en el interior de los vestuarios en los que a diario nos duchábamos y nos cambiábamos de ropa antes y después de cada partido o entrenamiento.

El aroma hormonado de una docena de adolescentes, sus doce pares de calcetines y su ropa interior exhalando espesos efluvios en el interior de un habitáculo de poco más de diez metros cuadrados no debe parangonarse, de ningún modo, con una cuadra donde cientos de cerdos evacúan sus heces al menos dos veces al día. No había por aquel entonces ganadero que hubiese resistido más de un cuarto de hora en nuestro vestuario humilde, pequeño, recogido, y sobre todo eficaz, pues cumplía escrupulosamente con la función de dar cobijo a decenas de equipos del colegio de frailes ubicado en un pueblo obrero del cinturón industrial barcelonés.

Allí los hongos y otras lindezas parasitarias tenían poco que hacer. Éramos pobres pero eficazmente higiénicos. En nuestro vestuario, aquella especie de gas ziclón para virus pecuarios arrasaba con toda forma de vida bacteriana, dejando un característico rastro blanquecino en el hormigón lijoso de las dos duchas que, dicho sea de paso, solía inspirar nuestra procacidad.

Yo, por aquel entonces, no sabía que un día leería a Marcel Proust, pero hoy sé que el Zotal es la infusión de mi tiempo perdido en el que lo único que ambicionaba era -por este orden- triunfar como jugador de baloncesto y que creciesen lo antes posible unas cuantas hebras más de vello en mis genitales, al menos hasta cubrir razonablemente el pubis, porque de no ser así, el apodo era inminente. Los vestuarios pueden llegar a ser lugares muy crueles.

Tampoco sabía que leería a Marx, cuyo apellido únicamente asociaba con aquel actor de bigote pintado, fumador de grandes puros  y andares extraños con el que los mayores se reían a carcajadas en el cine. De hecho,  la lucha de clases no era otra cosa que las tanganas que se organizaban en los partidillos de fútbol del patio, en los que nos enfrentábamos a muerte los cuarentaytantos energúmenos de la A contra los cuarentaytantos energúmenos de la B. En ocasiones acababan con algún que otro ojo morado, lo cual requería de vendetta, celebrada en disputada prórroga en el solar anejo al colegio llamado El Campo de los Topos, donde nos citábamos a las cinco de tarde para zurrarnos la badana.

Entrenábamos entrada la noche tres días a la semana. Los sábados o los domingos disputábamos el partido correspondiente al campeonato provincial, casi siempre al aire libre, a primerísima hora de la mañana. A diferencia de los pioneros de las generaciones anteriores que jugaban sobre tierra marcada con yeso, ya disfrutábamos de las mieles del estado del bienestar, porque solíamos competir sobre la escarcha que barnizaba una mezcla de cemento y asfalto estucado en la que nos desollábamos las piernas. Eran los tiempos de los ganchos de Clifford Luyk y los codos homicidas de Dino Meneghin

Recuerdo especialmente una temporada de mi exitosa trayectoria deportiva. No puedo concretar el año porque  aparece cubierto por un vapor espeso, tan denso, que podría empaquetarlo y almacenarlo en el espacio de la memoria donde reposan sin clasificar momentos y sensaciones que quizás ocurrieran en años diferentes.

No sé si el Teniente Coronel Tejero ya había agujereado a balazos el techo del Parlamento, si el actor Ronald Reagan dirigía el país más poderoso del mundo,  si Mark Chapman había matado a John Lennon o si Ali Agca había disparado contra el Papa. En todo caso, a mí lo que me interesaba de verdad era el cuarto puesto que la selección española de baloncesto dirigida por Antonio Díaz Miguel consiguió en las olimpiadas celebras en Moscú, boicoteadas por los EE.UU, después de enfrentarse en el último partido contra la URSS. Aquellas olimpiadas las ganaría la desaparecida Yugoslavia contra Italia.

Recuerdo la tangana histórica que se produjo poco después entre estas dos selecciones durante un encuentro del campeonato europeo. Fue como una de nuestras peleas en El Campo de los Topos, pero televisada para toda Europa. Todo empezó cuando un jugador italiano agredió a un rival yugoslavo y un jovencísimo Drazen Petrovic, a la sazón debutante con su selección, apareció tendido en el suelo bajo el aro italiano junto al escolta Enrico Gilardi, presunto agresor. Casi en paralelo, el alero Romeo Sachetti agarró del pelo al base Peter Vilfan, que a punto estuvo de vérselas con los puños con el implacable Meneghin. El escolta Dragan Kicanovic, como quien no quiere la cosa, le propinó una patada en los testículos al pívot Renato Villalta…

Entonces, en el punto álgido de la trifulca, el seleccionador italiano, Sandro Gamba, empezó a perseguir a Kicanovic que junto a  Zoran Slavnic y el mismo Vilfan se encaramaron a las mesas de prensa, mientras el resto de jugadores se las tenían a patadas y puñetazos en el centro de la pista. La guinda la puso el alero Goran Grbovic, quien se acercó a su banquillo, blandió las tijeras del botiquín y amenazó con ellas a los italianos. Fue detenido por la policía. La FiBA no sancionó a nadie. Glorioso inicio el de los  ochenta. 

Por aquellos años la dirección de los Hermanos de La Salle que auspiciaba mi colegio decidió organizar un campeonato propio en la que participaban todos los equipos de la provincia representando a sus respectivos colegios.  Durante el siglo XX la orden de La Salle salpicó con sus centros gran cantidad de ciudades industriales y barrios obreros de la provincia de Barcelona en una época en que el sistema público de educación estaba por hacer, de manera que el Estado financiaba a los frailes para que admitiesen en sus aulas a los escolares cuyos padres de ninguna manera podían hacer frente al coste real de la enseñanza que impartían.

Nosotros, nativos suburbiales, habíamos oído hablar, como quien escucha una leyenda, de la existencia mítica de un colegio de La Salle en el que sus equipos jugaban siempre a cubierto en un polideportivo con calefacción, marcador electrónico y parquet. Se llegó a decir que dentro del mismo recinto, y anejo a las graderías de la cancha, la ondulación del agua azulada de una piscina climatizada se reflejaba en el techo, creando mágicos efectos, y que tras los entrenamientos y los partidos los jugadores se daban un tonificante baño mientras sus padres y sus madres esperaban tras la cristalera tomando una cerveza o un martini en el bar, observando satisfechos el disfrute de sus vástagos ante el merecido relax.

Una noche, mientras organizábamos los turnos en las únicas dos duchas impregnadas de Zotal, en medio de la habitual nube de vaho el entrenador nos informó de que el próximo domingo disputábamos un partido contra La Salle Mítica. Tras indicarnos la combinación más rápida de transporte público nos emplazó a todos en aquel lugar del que tanto habíamos oído hablar. Durante los tres días de espera hasta la fecha indicada nuestra imaginación acrecentó el carácter maravilloso de las quiméricas instalaciones.

Además del parquet, del marcador electrónico y de la piscina climatizada, seguramente habría masajistas y animadoras gritando y dando saltos con pompones al estilo americano. Habría una pelota MOLTEN para cada jugador y dos árbitros en los partidos, como los profesionales. Dispondríamos de toallas blancas en el banquillo y botes con bebidas tonificantes. Saldríamos del túnel de vestuarios en hilera, saludando al público que abarrotaría la grada. Formaríamos en línea horizontal en el centro del campo junto al adversario para que una voz grave y experta nos nombrase y diésemos un paso al frente, saludando respetuosamente a un lado y a otro…

Pero ante todo ardíamos en deseos de endosar a los ricachones de La Salle Mítica una buena paliza. ¡Que supieran esos niños pijos de la capital cómo nos las gastábamos! Nos juramentamos. Lo íbamos a dar todo. Íbamos a dejar nuestra piel obrera en su impoluto pavimento de haya. Nuestra honra y nuestra condición lo exigía. Seríamos unos pobretones, pero a cojones ningún niño pijo iba a ganarnos. ¡Éramos la furia roja de La Salle Zotal!  

Por fin llegó el domingo. Allí estábamos, en la puerta del mítico colegio, solos con nuestras manos, nuestra expectación y la bolsa con el atuendo al hombro. La superficie del vestíbulo del pabellón era mucho mayor que cualquiera de nuestras aulas. Un señor muy solícito nos recibió y nos acompañó hasta el vestuario que nos habían asignado.  Al entrar nos quedamos todos medio embobados, paralizados. Alguien reaccionó y profirió un “¡me cago en la puta!”

La estancia era amplísima, primorosamente alicatada de blanco hasta el techo. La iluminación era tan agradable que alguno de nosotros descubrimos detalles desconocidos de nuestras propias caras. La temperatura era idónea, nada aproximada al frío de nuestras noches ni a los bochornos de nuestros veranos. A lo largo de las paredes se disponían metros de bancos corridos y una veintena de taquillas metálicas en las que podíamos guardar nuestra ropa. El suelo estaba formado por un entarimado de madera enrejada, de manera que al salir de las duchas no eran necesarios equilibrios para vestirnos, porque el agua discurría directamente a los desagües sin dejar charcos.  ¡Ah! ¿Y las duchas? ¡Una para cada uno, con detector de presencia y abundante agua caliente, instantánea!

Pero si algo nos dejó verdaderamente atónitos fue la ausencia del tufo agrio del Zotal. En aquel lugar extraordinario utilizaban como desinfectante un compuesto aromatizado que podría ser aquel famoso gel con fragancia salvaje de los limones del caribe anunciado en televisión, gracias al cual vimos, por primera vez, el pezón de una mujer, mujer.

Casi olvidamos que teníamos que vestirnos para el partido. Nuestro uniforme consistía en la clásica camiseta roja de tirantes, con el dorsal y el nombre del equipo grabado en la espalda, pantalones rojos ajustados y  zapatillas planas de media caña compradas en el mercadillo, cuya única virtud consistía en aislar el pie del suelo. Los pudientes calzaban marca Victoria  o Chiruca. Aquellas alpargatas podían lesionarnos el tobillo para toda la vida. Finalmente, también había que enfundarse un chándal. En este punto la uniformidad era imposible. Cada cual salía a la cancha con lo que podía. Unos al estilo Rocky Balboa, otros ataviados con un jersey viejo, y los más con prendas deportivas de procedencia, estilo y color diversos.

Así que una vez que el entrenador nos dio la orden de salir a la cancha, alguien podría haber creído que en realidad éramos los nietos de los soldados del ejército de Pancho Villa. No sólo por lo aguerridos, sino porque en el momento de pisar el parquet cada cual lo hacía como Dios le daba a entender, sin guardar un mínimo de orden, ni formación. Uno se rascaba el culo, otro buscaba con afán una pelota y los más miraban como anestesiados hacia las gradas, como si tuviésemos frente a nosotros las puertas del mismísimo Staples Center de los Ángeles Lakers.

Calentamos un poco alrededor de la pista hasta que dispusimos una rueda de entradas canasta. Mientras realizábamos los primeros ensayos, al cuarto o quinto lanzamiento nos detuvimos en seco. Uno tras otro, perfectamente alineados, botando enérgicamente el balón, mirada al frente, rictus de concentración, uniformados con un rutilante chándal negro, estampado ligeramente de amarillo en los costados y el nombre de cada jugador en la espalda, surgieron de entre la oscuridad del túnel de vestuarios nuestros doce rivales arropados por los aplausos y los vítores de familiares y amigos, que los alentaban desde las gradas.

Nuestro entrenador tuvo que insistir un par de veces, algo irritado, para que reanudásemos la rueda. Obedecimos, pero si  dejar de seguir con atención atolondrada la preparación del equipo contrario. Así, cuando el árbitro ya comprobaba la idoneidad de la pelota y los prolegómenos del encuentro iban a dejar paso a su inicio, los doce componentes de La Salle Mítica formaron una fila perfecta frente a su propio tablero y uno tras otro saltaron sucesivamente golpeando contra él la pelota con gran habilidad, sin dejarla descender. Era la mejor rueda de palmeos que habíamos presenciado:  una máquina humana compuesta por una docena de jóvenes atletas funcionando perfectamente engrasados, armónicos, al unísono. Descubrí en los ojos de nuestro entrenador un destello de envidia.

Podría explicar también el instante inmediato antes de iniciarse el encuentro, cuando el preparador decidió el quinteto inicial, nos recordó las consignas tácticas, nos conjuró y solicitó un último grito de guerra, que se concretó en una serie de blasonadas inconexas del tipo, “¡Vamos a darles lo suyo a estos pijos! ¡que aprendan lo que son unos tíos con huevos!¡Mucho trajecito, mucho saltito, pero de meterla ni puta idea!¡Vamos, hostia, que lo más redondo que han visto ha sido un melón!” Fue con ese último santo y seña con el que comparecimos cinco de nosotros en el centro de la pista a morir por la dignidad y el honor suburbial mientras escuchábamos muy cerca a los míticos gritar unánimemente, con una sola voz “¡Fuerza, cabeza y a ganar!”

Nunca lo voy a olvidar. La primera canasta del partido fue obra mía. Tras el salto en el círculo central la pelota me llegó en una posición muy ventajosa. Solo tuve que avanzar botando unos metros y entrar en bandeja para encestar. La cosa se ponía bien. Todos mis compañeros del banquillo lo celebraron como si ya hubiésemos ganado el encuentro. Sin embargo, los míticos ni se inmutaron. Sacaron rápido de la línea de fondo y en menos de veinte segundos, gracias a tres rapidísimos pases,  llegaron a nuestra canasta y empataron el partido.

A partir de entonces funcionaron como un mecanismo inteligente, preciso, arrollador. No hablaban, no discutían las decisiones del árbitro, jamás se reprochaban los errores, el banquillo jaleaba cada una de las acciones de sus compañeros, un robo de balón, un tapón, una asistencia, una canasta, otra, y otra; ahora de gancho, ahora dos tiros libres, después aprovechando un bloqueo, aro pasado la siguiente, esta de media distancia, limpia, susurrando, acariciando la red... Después de cada canasta encajada sacábamos de línea de fondo y no tardaban ni diez segundos en quitarnos la pelota… Nos estaban dando la gran paliza de nuestras vidas.

Por nuestra parte, todo eran reprobaciones. Tanto fue así que, llegados a una diferencia de veinticinco puntos en contra, abandonamos la escusa arbitral  y nos dedicamos a la censura recíproca, a la crítica sin compasión de nuestros propios compañeros. A partir de ese momento nuestro entrenador se sentó y renunció a dictarnos instrucciones. Se limitaba a decidir la substitución del jugador que caía eliminado por cinco faltas personales, y poco más.

Fue en el minuto diez de la segunda parte cuando se produjo un cambio significativo en los acontecimientos. Mientras la distancia en el marcador se acrecentaba hasta reflejar una diferencia humillante,  rehenes de las circunstancias y víctimas de nosotros mismos, los reproches  y recriminaciones que nos lanzábamos a cada acción se polarizaron, de modo que los miembros del equipo asignados en el colegio a la clase A empezamos a culpar de nuestras desgracias a todos los miembros del equipo de la clase B, quienes a su vez se defendían de las acusaciones con la consecuencia de un proceso vergonzoso de  insultos e imprecaciones. Algo así como una guerra civil disputada en territorio enemigo.

Mientras tanto, aquellos adolescentes Sanex, ricachones, bien vestidos y bien criados -que tras el partido gozarían de un baño reconstituyente en la piscina climatizada- iban a lo suyo, a machacarnos, como un solo bloque, sin aspavientos, canasta a canasta, obedientes, disciplinados, ambiciosos, incansables; laboriosos como hormigas, implacables como escorpiones.

La Salle Mítica 98 – La Salle Zotal 35. Ese fue el marcador definitivo. Cuarenta años después me duele. Al finalizar el partido, nuestros rivales no expresaban ni alegría ni satisfacción, más bien frustración, pues habían fallado un último lanzamiento que les hubiese reportado el anhelado centenar de puntos. Querían más. Esos tipos siempre quieren más, desde la más tierna infancia. Aun así, finalizado el encuentro y a indicaciones de su entrenador, se dirigieron a saludarnos. El que estrechó mi mano me miró directamente a los ojos. Todavía lo recuerdo. No sabría decir si expresaba conmiseración, guasa, superioridad, o quizás un sutil desprecio proyectado al futuro.

Así transcurrió aquella tarde de domingo en Barcelona, o al menos así recuerdo el día que por primera vez jugamos un partido de baloncesto sobre parquet, aproximadamente el año en el que Ronald Reagan ganó las elecciones, Juan Carlos de Borbón devino en superhéroe demócrata, nos quedamos sin John Lennon y Lech Walesa se convirtió, de la mano del primer y único Papa polaco, en líder sindical, libertador de obreros.

4 comentarios:

Miguel dijo...

Ya quisiera yo ver esa panda de pijos después de respirar durante años los efluvios del Besòs, la cementera y la industria quimica de MiR. Ah, y el Zotal!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Jajajaja!

Creo recordar que alguna vez vinieron a MiR a jugar. No lo pasaban bien. No se hacían al asfalto estucado...
Un abrazo, Miguel
¡Salud!

Anónimo dijo...

Es curioso que tus palabras me hayan hecho revivir aquellos momentos pero con recuerdos muy diferentes. A los 2 años de tu experiencia me tocó a mí y me vienen a la memoria momentos muy azarosos. En plaza Catalunya cogíamos el autobús 22 para trasladarnos al barrio rico de la Bonanova para jugar contra esos chicarrones rubios y altos. Recuerdo que a poco de llegar al destino pasábamos por una calle adoquinada que provocaba en mi incipiente adolescencia efectos excitantes bajo el chándal de licra. Justo al final de los adoquines estaba la parada del pabellón. !Cómo sufría para intentar bajar aquella erupción volcánica antes de entrar a la catedral del baloncesto lasaliano!
Como ves la memoria es selectiva ( o eso, o es que mi generación sí que se impuso a aquellos pijitos )
Saludos pobrecito.

Leolo

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Madre mía, Leolo, lo tuyo era de médico ! ¡Qué precocidad! ¡Descubriste los 'adoquines Viagra :) ! ¿O eran los efectos secundarios del Zotal?
Un abrazo fuerte
¡Salud!