miércoles, 26 de septiembre de 2018

Leer



Años y años de lectura, días, horas,  miles de libros, miles de millones de páginas, frases, pensamientos, cientos de miles de millones  de palabras  y nunca me había puesto a reflexionar sobre porqué me gusta leer. Comer cada día, dormir o respirar.  Uno no se pregunta nunca por qué le gusta respirar. Respiras, y ya, porque si no respiras  te mueres. 

No leo ni por placer, ni por gusto. El placer y el gusto se obtienen de otro modo, provienen de otros lugares. Otra cosa es que me encuentre bien cuando leo. Tampoco leo por  entretenimiento, o por pasar el rato hasta que surja algo, llegue la hora de comer, mientras espero el autobús... De hecho la vida, mi vida,  son las horas de lectura y el resto, tiempo que hay que dedicar por fuerza a ganarse el sustento,  a relacionarte mínimamente con los demás, a procurarle a los tuyos bienestar, afecto, ayuda y amor.

Ni siquiera leo con ansias de conocimiento, para saber más. Recuerdo siempre a Iñaki Uriarte cuando afirma en sus diarios el vértigo que  siente al mirar las estanterías de su biblioteca repletas de libros y constatar en un instante trágico que no recuerda nada de lo que leyó. A mí me ocurre. A lo sumo rememoras sumariamente  tramas, algún personaje, la idea vaga o general  de un buen ensayo. Pero me da lo mismo. Sé que leer no me hace más inteligente, ni siquiera  mejor persona. 

Quiero decir que  no leo por atesorar conocimiento, o por ser más libre, más educado y amable. Y qué le vamos a hacer. Me resulta absolutamente intrascendente si las décadas que acumulo de lecturas me han ayudado a entender mejor el mundo. De hecho creo que no, que es más bien todo lo contrario, que cuanto más leo más complicado me parece todo lo que me rodea, la vida misma, los hombre y las mujeres que la protagonizan, el futuro que nos espera, el que podría haber sido y no fue, o la misma muerte.

La muerte suele aparecer en los libros, pero no acabo de comprenderla. No entiendo, por ejemplo, por qué no puedo seguir escuchando la voz de mi padre o ver su mirada feliz tras la ventana. Aunque quizás no se trata de entender, sino de asumir. El punto final de un libro se parece mucho a la muerte, o no, porque bien mirado el que muere un poco es uno mismo  a causa del tiempo que ha invertido en leer  el libro que al finalizar, sigue ahí, con sus letras y sus frases subordinadas para volver a la vida en cuanto otro lo abra y lo lea. 

Ese tópico de la vida, y los libros que palpitan y esperan a que alguien los abra para que se desate todo un mundo, y lo que alguien  imaginó y construyó con letras adquiere categoría de realidad, de mundo habitado, de cofre en el que brillan tesoros, de espacio físico, geográfico donde una serie de criaturas se revuelven y tratan de trascender las páginas donde viven encerradas; de objeto mágico que contiene sabidurías filosofales con las que podremos deambular con mejor disposición de éxito entre los retos de la vida. 

Nada de todo eso me incita a leer. Ni tan solo en época de  estudiante  he  leído con un fin determinado, la memoria de unos datos que me permitiría un buen trabajo o al menos un título académico con el que poder afrontar el futuro  con ciertas garantías. Porque en realidad, lo que de verdad me gustaba era  que otro leyese lo que yo  había grabado en mi memoria de modo muy matizado, casi desdibujado, durante las horas de estudio.

Deseaba que entre examinador y examinado se produjese una especie de relación que- dicen- se produce entre un autor y sus lectores y, en ese proceso, el manual impersonal  que había retenido la noche anterior se convirtiese  en una falacia, en un producto incalificable que ya no era la reproducción fidedigna y objetiva del trabajo sesudo del equipo editorial de redactores, sino una obra  incomprensible y sin sentido, resultado  de mi libre  interpretación. 

Era emocionante, porque  leía angustiado cuando certificaba  a cada minuto que en una sola noche no sería capaz de recordar  todo el temario del curso. Pero eso es otra historia. ¡Ah!¡Siempre la memoria, la maldita memoria! Thomas Hobbes afirmaba que la memoria es imaginación. Lo leí ayer. Creo que esa frase no se me va olvidar en la vida. Se la dedico a todos aquellos que creían que yo tenía una gran capacidad memorística y luego se han dirigido a mí, defraudados y decepcionados,  a pedirme cuentas de mis invenciones con apariencia de recuerdos.

Ahora no sé bien si la frase de Hobbes la leí ayer, o el sábado pasado, frente al mar. La apunté en mi libreta, que es lugar donde la memoria se desprende de la imaginación. Es una libreta hermosa, de cuero negro, que se cierra atando las dos cubiertas con un largo  cordón, también de piel negra.  En realidad se trata de un portalibretas  al que hay introducir recambios.  Lo compré hace ya algunos años en Florencia, en el Mercato  del Porcellino,  y ahí apunto frases, párrafos, aforismos, como si pudiese así encerrar o conservar algo de los libros que leo. 

Copio citas  en mi libreta florentina porque me gusta escribir en  mi libreta florentina, y porque así creo que soy yo quien ha escrito aquello que he leído. Lo demás es vano deseo de evocación. A veces la repaso y  me da la sensación de que esas frases manuscritas  no pertenecen al libro de origen, sino a mi propia imaginación.  Este es el único modo digno  de  proceder que he encontrado para escribir, reescribir lo que han escrito otros, como  Pierre Menard,  que reescribió El Quijote palabra por palabra, al completo, y finalmente, para su sorpresa,  obtuvo El Quijote. 

Quizás esté escribiendo ahora mismo toda esta cantidad de incongruencias debido a una pura y humana necesidad de confesión, o para camuflar detrás de unas cuantas frases impostadas uno de los verdaderos motivos de mi necesidad lectora. Y es que, según dicen, afirman, juran y perjuran los que escriben -los que escriben  bien,  los que escriben con el alma y con la vida, los que, en términos bolañistas,  se la juegan escribiendo, es decir, los escritores y las escritoras- hay que leer, leer mucho, leerlo todo, leer a todas horas como único modo de adquirir conocimiento,  criterio y gusto, oficio y  estilo. Y después escribir.

Primero leer, y después escribir. Así, por ese orden. Y tras décadas de lector exigente, discrecional y clasista, por momentos incluso elitista, esperando que la lectura  de los grandes me aportase al menos una mínima inspiración; después de tantos años y tantas letras, sospecho que hay algo que no me han explicado. Y lo peor  es que nadie  va a transformar esa conjetura en certeza. Nadie  me va a explicar si hay algo más y, en caso de existir, en qué diablos consiste. De modo que aquí voy a estar, lamentándome de mis carencias mientras sigo alimentando mi frustración libro a libro, como un Prometeo sin fuego. 

Por eso,  ahora digo que  leo  para descubrir una sola palabra deslumbrando un párrafo oscuro. Para sorprenderme ante  la profundidad silenciosa  de  una reflexión  que se abisma  sumergida  en la sabiduría de siglos. La lectura es exaltación de lo bello; un estupor  fascinado y rendido ante el genio del hombre.  O un refugio. Porque el libro es el lugar donde  me protejo, donde me abrigo, donde se redime mi mediocridad,  donde me encuentro a salvo de los hombres y al mismo tiempo muy cerca de ellos; donde busco sin hallar y hallo sin buscar; donde, definitivamente, soy consciente de mi respiración.

2 comentarios:

ESTER dijo...

Y no te parece lógico que alguien quiera leerte más allá de tu blog? Un beso

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

No me parece sensato, diría yo... Eso en el caso de que tuviese algo medianamente decente que mostrar, pero chica, no sirvo.
Como ves, la lógica no tiene nada que ver en todo este asunto ;)

Salud!