El hallazgo sucedió tal y
como te lo cuento, justo una semana
después de la mudanza y de que abandonásemos el piso donde habíamos estado
viviendo durante más de un cuarto de
siglo. Cualquier otra versión de lo acontecido es apócrifa, o directamente
falsa. Si queríamos retomar nuestras vidas necesitábamos un cambio de aires. Esa fue la causa.
Las paredes, cada uno de
los objetos encerrados en nuestras
habitaciones, las calles, el barrio, todo el entorno me recordaba
permanentemente el olvido, el trauma de la amnesia que a diario invadía mis
horas. Cada intento de evocación suponía la constatación del desierto en el que
se había convertido la memoria de mi existencia antes del desgraciado
accidente.
Tras dejar el hospital a
duras penas reconocía mi propio rostro frente al espejo. Era consciente de que
no me había quedado solo gracias al aroma de tu perfume, al
sonido de tu voz y al tacto sabio de tus manos sobre mi piel. Es decir, la memoria
de los sentidos y una ajustadísima y limitada
intuición sobre mí mismo era todo el patrimonio con que contaba para
empezar de nuevo.
De manera que,
efectivamente, cambiar de vivienda era
un condición sine qua non si pretendíamos superar cuanto antes aquellos
meses terribles y sus secuelas. Todavía
padecía algún dolor, producto de las múltiples fracturas, pero ya me había desprendido de las muletas y
podía caminar con cierta solvencia. Así que me encontraba en condiciones más
que aceptables para afrontar con garantías el trajín de una
mudanza.
Es ahora, en pleno uso de
mis facultades, que ya me reconozco por completo; por fin sé quién soy y en
consecuencia me atrevo y me decido a revelarte el contenido de una vieja y descolorida
carpeta de cartón azul que accidentalmente
extraje con la escoba mientras barría
los bajos -siempre oscuros,
inescrutables - de las estanterías del trastero de la nueva vivienda en la que, después de
este tiempo, podríamos decir que hemos recompuesto nuestras vidas.
En un principio el
hallazgo incluso me molestó, o mejor
dicho, me produjo esa clase de pereza ante
la nimiedad de hechos totalmente intrascendentes que ni siquiera llegan
a la categoría de lo doméstico, pero cuya resolución, instantánea y
simple, producen un fastidio irracional
y tentaciones de postergación. Tanto es así que estuve tentado a
empujar la carpeta de un puntapié y
condenarla de nuevo y para siempre a la
oscuridad, al polvo, a las arañas del
olvido, desde donde yo había vuelto algo tocado y a la postre presumiblemente indemne.
Quizás ese fue mi error, hacer caso omiso a mi primer impulso. La
negación y censura de esas resoluciones irreflexivas son el alimento del azar,
siempre al acecho. Si además ponemos de nuestra parte una pizca de curiosidad abrimos
la puerta de par en par al destino.
Y así fue, porque finalmente
la tomé en mis manos. Es igual que las que utilizábamos hace muchos
años para guardar en ellas trabajos escolares; idéntica a la que los hogares de
medio país guardaban a buen recaudo, al fondo del cajón del tocador, bajo la ropa interior, el libro
de familia, la escritura, los recibos de
la luz y del agua, facturas, garantías
de electrodomésticos, la letra del piso,
de los muebles, informes médicos, la póliza del entierro, y toda una serie de documentos sobre los que
se cimentaba la seguridad de cualquier familia. Las carpetas de cartón azul
venían a ser una especie de memoria y archivo de obligaciones, diario del deber
cumplido, el testimonio de la honradez del pobre, el dietario fragmentario en el que se
consignaba y salvaguardaba el fruto y la prueba del trabajo y del denuedo.
Al mirarla por ambas caras a penas marqué la
silueta de mis dedos sobre una leve capa de polvo que la cubría, aunque fue en
vano, porque no vi signo o letra alguna que sugiriese o apuntase al nombre de
su propietario o a su contenido. No me quedaba otra opción que retirar las dos
gomas y abrirla.
Este tipo de indagaciones
caprichosas suelen resultar inocuas. No dejan de ser una vulgar necesidad fisgona que debemos satisfacer, porque en
ocasiones nos creemos audaces detectives tras la clave de misterios que no
existen, materia
intrascendente que nos permite acceder a deudas de poca monta o, en
el más productivo de los casos, a alguna
miseria moral sin más peso que el del alma de quien vivió en aquel lugar.
Aun así, en la intimidad subterránea de un trastero, sin más compañía, que el sonido de las cañerías y
el pálpito de la lámpara fluorescente,
persistí y violenté la privacidad ajena, sabiéndome a salvo de juicios y
censuras.
Dos folios tersos, todavía sin avejentar, con su blancura
original intacta. Ese era el contenido de la carpeta, ni más, ni menos. Dos
holandas sueltas, sin grapas,
manuscritas por una sola cara con tinta azul, probablemente de pluma
estilográfica, con la que su dueño había escrito cientos de
palabras ceñidas, pequeñas, apretujadas unas contra las otras, que en su
abigarramiento ocupaban la totalidad de la superficie del papel, dispuestas de
modo perfectamente rectilíneo y en bloque, casi sin márgenes en todos los
puntos cardinales del documento, como si el autor tuviese una imperiosa
necesidad de explicar algo muy importante para lo cual contaba con poco
espacio.
Al primer vistazo esa fue
mi primera e ingenua sospecha. Tenía que haber reflexionado, ni que fuese unos segundos para darme cuenta de que el autor sólo había escrito una de las caras de cada folio; para detectar en esa sobrecarga gráfica impulsos extraños, algún tipo de
obsesión, obcecación, (quizás miedo), que provocaron en el prosista -ahora sí, misterioso-
la necesidad enfermiza de hacinar de ese modo singular, tan desconcertante,
como tejidas en una convulsión de puntadas precisas, unas palabras contra
otras.
Algo en aquellas dos
cuartillas me produjo la sensación de enfrentarme al pasado, al manuscrito
perdido de un tiempo extinguido, el
remoto testimonio extraviado de los hititas, la versión corregida y aumentada
del código de Hammurabi, una copia en papiro de la mismísima Piedra Roseta, o
fragmentos de los evangelios apócrifos hallados en el Mar Muerto.
Tengo que confesar que,
por extraño que parezca, la rareza del hallazgo y sus características no
causaron en mí excesiva impresión. Es cierto que me llamó la atención el barroquismo
gráfico con que se aplicó a conciencia el escriba contemporáneo; un miedo al vacío que
impedía al autor del texto oxigenar letras, frases y palabras, líneas y
párrafos. Algo, o alguien, alguna causa de fuerza mayor, le habría obligado a escribir así.
Quizás,
pensé, aquella supuesta rareza se debía a alguna peculiaridad fisiológica, o a
una malformación, pero concluí mis conjeturas en este sentido acudiendo a hipótesis
más sencilla; probablemente se trataba, simplemente, de su singular caligrafía.
Letras más retorcidas y extravagantes había visto, aunque, como suele decirse, podemos obtener más información del carácter de las personas examinando su letra
que preguntando a sus dueños sobre sus sueños mientras dormitan en un diván.
Fuesen cuales fuesen las
causas, después de observar durante un par de minutos aquel mar de signos ortográficos perfectamente
justificados a sangre, que desafiaban los límites de cada una de las hojas, finalmente dejaron de resultarme misteriosas y, si no familiares,
sí comprensibles, extrañamente plausibles.
Sin embargo, esa
tranquilidad con la que en un principio acometí el análisis del contenido de la
carpeta azul no duró mucho. Desde entonces he escuchado en silencio, con
humildad y cierto sentimiento de culpa el reproche alarmado de haber metido las
narices donde no me importa. Y lo entiendo. Es verdad, todo iba bien, yo progresaba
adecuadamente, y comprendo tu preocupación porque, según los médicos, cualquier
experiencia inesperada, por insustancial que a priori pueda parecer, podría
provocarme una recaída. ¡Lo sé! ¡Lo recuerdo!
Cierto es que había dejado atrás los in albis que padecí durante semanas, frecuentes
al inicio de mi recuperación. Últimamente a penas se me iba el santo al cielo,
me concentraba mucho mejor en todas mis tareas, sobre todo en la lectura, y
cuando establecía conversación con amigos y familiares era capaz de captar
perfectamente cada matiz, cada giro, e
incluso me atrevía a algún chascarrillo, lo cual causaba gran alegría
entre mis interlocutores, que ponderaban en privado o públicamente, entre
aliviados y sorprendidos, mis avances y el cambio que había experimentado desde
aquellos días aciagos, por fortuna relegados al olvido, igual que la vieja carpeta
azul, víctima inocente de las arañas, de la oscuridad, cuyo contenido tuve la osadía
de leer.
En mi descargo diré que
nadie en mi lugar hubiese desdeñado la oportunidad de conocer el significado
que ofrecía aquel tumulto de letras
atropelladas hallado azarosamente en un subterráneo, en esa especie de cripta
urbana en la que descansa la memoria olvidada, una recua de objetos muertos
que hemos abandonado con el desdén
desagradecido y displicente con que
tratamos a lo que ya no nos resulta útil, por viejo, por molesto, porque
ocupaba entre nosotros un espacio que ya no merece. Al fin y al cabo, eso es un
cuarto trastero.
De manera que, sin
pensarlo mucho, tras dar vuelta y vuelta a cada una de las hojas para cerciorarme
que, a pesar de mi examen minucioso, el manuscrito no escondía algún otro
secreto, me dispuse a leer la primera frase, que recuerdo de memoria, de
corrido, sin necesidad de acudir al original. Decía así:
“He amado con generosidad,
apasionadamente, con toda la energía de mi cuerpo y la verdad ofrecida de mi alma
abierta en canal.”
Ante un inicio de este
calibre, ¿Cómo detenerme? Porque... ¿A quién amó? ¿Todavía se aman? Tras esa confesión ¿Habría
una descripción detallada de ese amor? ¿O sencillamente se trataba de la
impostura romántica de un adolescente? Tenía que seguir. No podía dejar de
saber, y, sí, corrí el riesgo de continuar leyendo, sin detenerme, hasta el final:
“Sin embargo soy capaz
de odiar con la misma intensidad con la que amo; odiar desmedidamente, sin
cortapisas, hasta el punto de desear el peor de los males al primer ser humano
que se cruzase en mi camino. O más, si cabe, hasta desearos la muerte. Odiar carnalmente
igual que he amado, con la piel, el aliento y con cada uno de los sentidos. Degustar
el odio, acariciarlo, olerlo, practicarlo intensamente, odiar hasta la exasperación,
alcanzar el éxtasis hasta quedar tendido sobre el suelo, exhausto en ese estado
de semiinconsciencia etéreo que sigue al orgasmo, producto de un odio en su más
hiperbólico apasionamiento. Que nadie me malinterprete. Mi deseo frustrado no
es el de la tortura ajena, el maltrato carnal o la experiencia sadomasoquista,
porque, a pesar de que sufro la carencia del odio, y lo anhelo, nunca pretendí infringir sangre o dolor; sólo
muerte, una ira imaginativa y mental, casi diría que intelectual, en el plano
del ideal; ese fuego, el calor efervescente del que algunos hablan, capaz de
ocupar por completo como una densa viscosidad todos los ángulos, espacios, huecos e intersticios que en nuestro organismo
dejan las arterias, los huesos, los músculos y las neuronas. Odiar de tal
manera que la inquina hacia alguien, el deseo de una venganza, la rabia
incontenible, una animadversión irracional e individual concreta se transforme
en el alimento o en el combustible que nos permita despertarnos y nos motive a
continuar con el día y con el mañana. Odiar a alguien y, en el acto de detestarle, odiar finalmente a la humanidad entera. Elucubrar, fantasear con ver en alguien
el color macilento de la muerte y al instante desear con todas las fuerzas lo
mismo para los vecinos, la familia, el barrio, la ciudad, el país, el mundo
entero muerto gracias a mis ansias de odio descomunal, a mi odio universal,
pleno y sin reservas. Igual que yo he amado. Igual que yo he amado ansío odiar.
Igual que yo he amado y una erección tras otra expresaba mi amor hasta bien
entrado el alba, así ambiciono odiar, erecto mi rostro, erecta mi espalda, la
columna vertebral, erecto mi paso firme frente a todo lo que sea capaz de
odiar, especialmente personas, conjuntos de personas, corporaciones,
organizaciones, territorios delimitados en la arbitrariedad de la Historia,
terrazas de bares atestadas de semejantes, estadios deportivos, salas de
conciertos, cines, desde la primera a la última fila, cines infestados de
familias, de parejas, de grupos de amigos, de gente solitaria, o sola,
compartiendo la edulcorada y última
versión estúpida de un cuento de
Perrault. Odiar como odia Thomas Bernhard a los perros, o el General Custer a
los indios norteamericanos, o los Reyes Católicos, Hitler, los rusos y los
franceses a los judíos. Pero ya veo que no va a resultar nada fácil. Ahora
mismo, mientras escribo esto sobre la mesa de un bar al aire libre, bajo un
cálido y tonificante sol de primavera, una señora me ha tocado leve y
dulcemente en el hombro con el extremo
de sus dedos de la mano derecha; me he girado y me ha advertido amablemente que
se me había caído la cartera al suelo. Esa señora nunca lo sabrá, pero me ha
dado el día, me ha desconcertado porque hoy ya me va a resultar un poco más
difícil odiar del mismo modo que he amado. No es que esa señora de pelo blanco
y alargados dedos artríticos como patas de araña me provoque el menor atisbo
de deseo; ni siquiera se me ocurriría amarla platónica y espiritualmente,
humanamente, gozosa y quizás cristianamente. Sin embargo, el más mínimo gesto
de agradecimiento, la educación de la gratitud recíproca se ha interpuesto entre mí y cualquier
nimio aliciente de odiosos efectos con los que la cotidianidad me incita a odiar entre el alba y el crepúsculo.
De modo y manera que el gesto de la dulce señora de cabellos plateados ha
apelado de tal manera a mi corazón y a mis conexiones neuronales que sé, de manera efectiva, ya sin ningún
género de dudas, que hoy, nuevamente, se frustrará mi deseo de odiar. Aun así,
doy rienda suelta a mi cerebro para escudriñar intensamente en todas y cada uno
de las moléculas de mi anatomía el más
ligero, liviano y sutil síntoma de odio, un gramo de odio, un gramo de ira, qué
sé yo, rencores contenidos y sometidos al soborno con el pago de la piedad, la
compasión o el miedo a una vertiginosa caída a los infiernos, a la pena de la
ley, a la condena y al desprecio social, al fin de mi burguesa, dulce y
placentera vida carente de sobresaltos dignos de mención.”
“El fin de mi burguesa,
dulce y placentera vida carente de sobresaltos dignos de mención.” ¿Te das
cuenta? No es que me cueste un gran esfuerzo
entenderlo. De hecho, creo que la última es la frase menos trascendental
de todo lo que escribí. Un final bastante insulso, lo reconozco. No hubiese
ocurrido nada distinto de no haberla escrito.
Pero es que ahora, después de
leértelo, recuerdo a la araña, una de esas arañas del polvo de los sótanos, de
largas y finísimas patas, escabulléndose veloz hacia la oscuridad de su guarida en el momento en que
yo descubrí la carpeta. Te lo aseguro. Era capaz de ver a la araña deslizándose
con sus patas de hilo quebrado sobre las letras, como si ella hubiese sido la
guardiana de su significado, o mejor dicho, como si fuese, al mismo tiempo, la auténtica
autora y narradora de tanto deseo y frustración y yo un mero amanuense.
Pero no te inquietes,
cielo, pronto te despegaré la cinta americana de la boca y te desataré. Sólo quiero que estemos aquí
abajo, los dos, frente a frente, durante unas horas, alejados de las
tentaciones y del soborno de la bondad para poder odiarte muy de cerca, del
mismo modo que te amo, con la misma fuerza, la misma energía, vaciándome de
odio en ti. ¡No llores, mi amor, no te va a pasar nada!¡ Por favor, te lo
suplico, no llores vida mía, o no podré odiarte, y entonces lo nuestro habrá
sido en vano!