lunes, 21 de febrero de 2022

Desolación, desesperación y miedo

Según los diccionarios la desolación es una sensación de vacío o hundimiento provocada por una angustia, por el dolor o por una gran tristeza. Refieren los diccionarios una segunda acepción que señala  la ruina  y la destrucción completa de un edificio o un territorio, de tal manera que nada queda  en pie.

Sustantivos como decadencia, ruina, destrozo, perdición, destrucción o devastación son los familiares de la desolación,  la parentela que acude cobrar las comisiones y celebra solícita sus méritos y hazañas con el regalo de sus significantes en las manos.

Asolar es destruir; desolar es causar a alguien una gran aflicción, una angustia en extremo; privarle de todo consuelo o de toda situación favorable. Desolar y asolar suponen, etimológicamente,  la eliminación de  toda posibilidad de solaz, o sea, de consuelo, de alivio,  del placer o de entretenimiento. Desolar y asolar niegan el descanso tras el trabajo y el esfuerzo.

Por otro lado, la definición de desesperanza se suele despachar con su contraria, a saber, el estado de ánimo  en el que se ha desvanecido la esperanza.

La desesperación, originaria de la desesperanza, supone  la alteración extrema del ánimo causada por la cólera, la rabia, el despecho o el  enojo en su versión más vehemente.

Nada dice el diccionario sobre la impotencia o  la incomprensión como comadres que son de la desesperanza, pero todos sabemos que también ellas la amamantan.

La desesperanza provoca inacción, nos convence de que no hay nada que podamos hacer; sus colmillos nos inoculan en la médula espinal una certeza de prolongados efectos en virtud de la cual,  por mucho que nos esforcemos, por muchas buenas  ideas que llevemos a cabo, por muy arduos que sean los denuedos y los sacrificios que estemos dispuestos a padecer, nada de lo planificado o de lo que hayamos sido capaces obtendrá resultados según lo previsto o lo deseado.

Tan potente y eficiente  es la desesperanza que incluso nos convierte en culpables de nuestra iniciativa, de nuestros propios intentos. La desesperanza nos transforma en malhechores de la acción, seres incompetentes sin habilidad ni virtud para sacar adelante  ideas y proyectos.

Baruch Spinoza decía que no hay miedo sin esperanza, y a la inversa. Decía el filósofo que miedo y esperanza son más similares  de lo que aparentan. Únicamente difieren  en el estado de ánimo ya que ambos están marcados por la duda,  por la memoria y  por las expectativas, por lo  que pueda o no pueda suceder en un futuro. O sea, que para el pensador holandés la esperanza en realidad sería un término autoantónimo, porque según su punto de vista nos ofrece dos significados opuestos.

De ahí, probablemente, que los políticos mantengan estrechas relaciones con el miedo y con la esperanza, de la que son asiduos usuarios, publicistas,  contratistas  y  usufructuarios que azuzan  entre la ciudadanía, en beneficio de sus objetivos, emociones tales como la ira, la alegría, el entusiasmo, la confianza o el asco.  La zanahoria en el horizonte, el miedo a la miseria, la necesidad del palo para caminar, el recuerdo de su daño infringido, y hambre eterna.

Y es que tanto la desolación como la desesperanza son visitantes frecuentes de la Historia, siempre presentes en años anteriores y posteriores a una guerra, momentos de decadencia y relativismo moral, culto a la frivolidad, supremacía de la vulgaridad,   miseria intelectual, triunfo de la mediocridad  y ausencia clamorosa  de voces sensatas. 

Las sociedades que durante largos periodos de tiempo son incapaces de detectar y  diagnosticar  este estado ético generalizado acaban por sucumbir y, finalmente, se arriesgan a contraer anhedonia crónica,  la enfermedad que inhabilita a una persona para el gozo a causa de la anestesia emocional provocada por la carencia de dopamina.

En su sentido social sufriremos anhedonia colectivamente cuando nos veamos expuestos a la iniquidad permanente; cuando, gracias a la desidia y la indiferencia, la reivindicación del mal convicto y confeso devenga en hegemónico al tiempo que, ya cautiva y desarmada, enmudezca la resistencia.

Y entonces la desesperación nos conducirá a la pasividad, porque nada de lo que proyectemos, al margen de la infamia y de la más darwiniana supervivencia nos satisfará, porque quienes gobiernan nuestras emociones nos habrán convencido de la derrota de nuestros empeños  y entonces claudicaremos y aceptaremos, casi sin darnos cuenta, el yugo de la dictadura.

¡Ay! ¡Y para cuando eso suceda!  Para cuando eso suceda muchos caerán en la cuenta, por fin, de qué es una democracia y qué es el fascismo, y evocarán privadamente,  gimiendo rumores de nostalgia, insatisfacciones adolescentes y añoranzas de un pasado dilapidado!

Madrid ahora; todavía Cataluña; anteayer el País Vasco. Miles de personas jalean y votan a  la delincuencia organizada, ofrecen sin pudor su inquebrantable confianza al bandidaje y solicitan de los malhechores -impúdicos, arrebatados de ardor patriotero-  el gobierno de la inmoralidad bucanera. Desolación, desesperación y miedo. ¡Cuánto deseo equivocarme!

martes, 15 de febrero de 2022

Letra de araña

 

El hallazgo sucedió tal y como te lo cuento,  justo una semana después de la mudanza y de que abandonásemos el piso donde habíamos estado viviendo durante más de  un cuarto de siglo. Cualquier otra versión de lo acontecido es apócrifa, o directamente falsa. Si queríamos retomar nuestras vidas necesitábamos un cambio de aires. Esa fue la causa.

Las paredes, cada uno de los objetos encerrados en nuestras  habitaciones, las calles, el barrio, todo el entorno me recordaba permanentemente el olvido, el trauma de la amnesia que a diario invadía mis horas. Cada intento de evocación suponía la constatación del desierto en el que se había convertido la memoria de mi existencia antes del desgraciado accidente.

Tras dejar el hospital a duras penas reconocía mi propio rostro frente al espejo. Era consciente de que no me había quedado solo gracias al aroma de tu perfume, al sonido de tu voz y al tacto sabio de tus manos sobre mi piel. Es decir, la memoria de los sentidos y una ajustadísima y limitada  intuición sobre mí mismo era todo el patrimonio con que contaba para empezar de nuevo.

De manera que, efectivamente,  cambiar de vivienda era un condición sine qua non si  pretendíamos superar cuanto antes aquellos meses terribles y sus secuelas. Todavía padecía algún dolor, producto de las múltiples fracturas,  pero ya me había desprendido de las muletas y podía caminar con cierta solvencia. Así que me encontraba en condiciones más que aceptables para afrontar con garantías el trajín de una mudanza.

Es ahora, en pleno uso de mis facultades, que ya me reconozco por completo; por fin sé quién soy y en consecuencia me atrevo y me decido a revelarte el contenido de una vieja y descolorida carpeta de cartón azul que  accidentalmente extraje  con la escoba mientras barría los bajos -siempre oscuros,  inescrutables - de las estanterías del trastero  de la nueva vivienda en la que, después de este tiempo, podríamos decir que hemos recompuesto nuestras vidas.

En un principio el hallazgo  incluso me molestó, o mejor dicho, me produjo esa clase de pereza ante  la nimiedad de hechos totalmente intrascendentes que ni siquiera llegan a la categoría de lo doméstico, pero cuya resolución, instantánea y simple,  producen un fastidio irracional y tentaciones de postergación. Tanto es así que estuve tentado a empujar  la carpeta de un puntapié y condenarla de nuevo y  para siempre a la oscuridad, al polvo,  a las arañas del olvido, desde donde yo había vuelto algo tocado y a la postre presumiblemente  indemne.

Quizás ese fue mi  error, hacer caso omiso a mi primer impulso. La negación y censura de esas resoluciones irreflexivas son el alimento del azar, siempre al acecho. Si además ponemos de nuestra parte una pizca de curiosidad abrimos la puerta de par en par al destino.

Y así fue, porque finalmente la tomé en mis manos. Es igual que las que utilizábamos hace muchos años para guardar en ellas trabajos escolares; idéntica a la que los hogares de medio país guardaban a buen recaudo, al fondo del cajón del tocador, bajo la ropa interior, el libro de familia, la escritura,  los recibos de la luz y del agua,  facturas, garantías de electrodomésticos,  la letra del piso, de los muebles, informes médicos, la póliza del entierro,  y toda una serie de documentos sobre los que se cimentaba la seguridad de cualquier familia. Las carpetas de cartón azul venían a ser una especie de memoria y archivo de obligaciones, diario del deber cumplido, el testimonio de la honradez del pobre,  el dietario fragmentario en el que se consignaba y salvaguardaba el fruto y la prueba del trabajo y del denuedo.

Al  mirarla por ambas caras a penas marqué la silueta de mis dedos sobre una leve capa de polvo que la cubría, aunque fue en vano, porque no vi signo o letra alguna que sugiriese o apuntase al nombre de su propietario o a su contenido. No me quedaba otra opción que retirar las dos gomas y abrirla.

Este tipo de indagaciones caprichosas suelen resultar inocuas. No dejan de ser una vulgar necesidad  fisgona que debemos satisfacer, porque en ocasiones nos creemos audaces detectives tras la clave de misterios que no existen,  materia  intrascendente que nos permite acceder a deudas de poca monta o, en el más productivo de los casos,  a alguna miseria moral sin más peso que el del alma de quien vivió en aquel lugar.

Aun así, en la intimidad subterránea de un trastero, sin más compañía, que el sonido de las cañerías y el pálpito de la lámpara fluorescente,  persistí y violenté la privacidad ajena, sabiéndome a salvo de juicios y censuras.

Dos folios tersos,  todavía sin avejentar, con su blancura original intacta. Ese era el contenido de la carpeta, ni más, ni menos. Dos holandas  sueltas, sin grapas, manuscritas por una sola cara con tinta azul, probablemente de pluma estilográfica, con la que  su  dueño había escrito  cientos de  palabras ceñidas, pequeñas, apretujadas unas contra las otras, que en su abigarramiento ocupaban la totalidad de la superficie del papel, dispuestas de modo perfectamente rectilíneo y en bloque, casi sin márgenes en todos los puntos cardinales del documento, como si el autor tuviese una imperiosa necesidad de explicar algo muy importante para lo cual contaba con poco espacio.

Al primer vistazo esa fue mi primera e ingenua sospecha. Tenía que haber reflexionado, ni que fuese unos segundos para darme cuenta de que el autor sólo había escrito una de las caras de cada folio; para detectar en esa sobrecarga gráfica impulsos extraños, algún tipo de obsesión, obcecación, (quizás miedo), que provocaron en el prosista -ahora sí, misterioso- la necesidad enfermiza de hacinar de ese modo singular, tan desconcertante, como tejidas en una convulsión de puntadas precisas, unas palabras contra otras.

Algo en aquellas dos cuartillas me produjo la sensación de enfrentarme al pasado, al manuscrito perdido de un tiempo extinguido,  el remoto testimonio extraviado de los hititas, la versión corregida y aumentada del código de Hammurabi, una copia en papiro de la mismísima Piedra Roseta, o fragmentos de los evangelios apócrifos hallados en el Mar Muerto.

Tengo que confesar que, por extraño que parezca, la rareza del hallazgo y sus características no causaron en mí excesiva impresión. Es cierto que me llamó la atención el barroquismo gráfico con que se aplicó a conciencia el escriba contemporáneo; un miedo al vacío que impedía al autor del texto oxigenar letras, frases y palabras, líneas y párrafos. Algo, o alguien, alguna causa de fuerza mayor,  le habría obligado a escribir así.

Quizás, pensé, aquella supuesta rareza se debía a alguna peculiaridad fisiológica, o a una malformación, pero concluí mis conjeturas en este sentido acudiendo a hipótesis más sencilla; probablemente se trataba, simplemente, de su singular caligrafía. Letras más retorcidas y extravagantes había visto, aunque,  como suele decirse, podemos obtener más información  del carácter de las personas examinando su letra que preguntando a sus dueños sobre sus sueños mientras dormitan en un diván.

Fuesen cuales fuesen las causas, después de observar durante un par de minutos  aquel mar de signos ortográficos perfectamente justificados a sangre, que desafiaban los límites de cada una de las hojas,  finalmente dejaron  de resultarme misteriosas y, si no familiares, sí comprensibles, extrañamente plausibles.

Sin embargo, esa tranquilidad con la que en un principio acometí el análisis del contenido de la carpeta azul no duró mucho. Desde entonces he escuchado en silencio, con humildad y cierto sentimiento de culpa el reproche alarmado de haber metido las narices donde no me importa. Y lo entiendo. Es verdad, todo iba bien, yo progresaba adecuadamente, y comprendo tu preocupación porque, según los médicos, cualquier experiencia inesperada, por insustancial que a priori pueda parecer, podría provocarme una recaída. ¡Lo sé! ¡Lo recuerdo!

Cierto es  que había dejado atrás los in albis que padecí durante semanas, frecuentes al inicio de mi recuperación. Últimamente a penas se me iba el santo al cielo, me concentraba mucho mejor en todas mis tareas, sobre todo en la lectura, y cuando establecía conversación con amigos y familiares era capaz de captar perfectamente cada matiz, cada giro, e  incluso me atrevía a algún chascarrillo, lo cual causaba gran alegría entre mis interlocutores, que ponderaban en privado o públicamente, entre aliviados y sorprendidos, mis avances y el cambio que había experimentado desde aquellos días aciagos, por fortuna relegados al olvido, igual que la vieja carpeta azul, víctima inocente de las arañas, de la oscuridad, cuyo contenido tuve la osadía de leer.

En mi descargo diré que nadie en mi lugar hubiese desdeñado la oportunidad de conocer el significado que ofrecía aquel  tumulto de letras atropelladas hallado azarosamente en un subterráneo, en esa especie de cripta urbana en la que descansa la memoria olvidada, una recua de objetos muertos que  hemos abandonado con el desdén desagradecido y displicente  con que tratamos a lo que ya no nos resulta útil, por viejo, por molesto, porque ocupaba entre nosotros un espacio que ya no merece. Al fin y al cabo, eso es un cuarto trastero.

De manera que, sin pensarlo mucho, tras dar vuelta y vuelta a cada una de las hojas para cerciorarme que, a pesar de mi examen minucioso, el manuscrito no escondía algún otro secreto, me dispuse a leer la primera frase, que recuerdo de memoria, de corrido, sin necesidad de acudir al original. Decía así:

He amado con generosidad, apasionadamente, con toda la energía de mi cuerpo y la verdad ofrecida de mi alma abierta en canal.

Ante un inicio de este calibre, ¿Cómo detenerme? Porque... ¿A quién amó? ¿Todavía se aman? Tras esa confesión ¿Habría una descripción detallada de ese amor? ¿O sencillamente se trataba de la impostura romántica de un adolescente? Tenía que seguir. No podía dejar de saber, y, sí, corrí el riesgo de continuar leyendo, sin detenerme, hasta el final:

Sin embargo soy capaz de odiar con la misma intensidad con la que amo; odiar desmedidamente, sin cortapisas, hasta el punto de desear el peor de los males al primer ser humano que se cruzase en mi camino. O más, si cabe, hasta desearos la muerte. Odiar carnalmente igual que he amado, con la piel, el aliento y con cada uno de los sentidos. Degustar el odio, acariciarlo, olerlo, practicarlo intensamente, odiar hasta la exasperación, alcanzar el éxtasis hasta quedar tendido sobre el suelo, exhausto en ese estado de semiinconsciencia etéreo que sigue al orgasmo, producto de un odio en su más hiperbólico apasionamiento. Que nadie me malinterprete. Mi deseo frustrado no es el de la tortura ajena, el maltrato carnal o la experiencia sadomasoquista, porque, a pesar de que sufro la carencia del odio, y lo anhelo,  nunca pretendí infringir sangre o dolor; sólo muerte, una ira imaginativa y mental, casi diría que intelectual, en el plano del ideal; ese fuego, el calor efervescente del que algunos hablan, capaz de ocupar por completo como una densa viscosidad todos los ángulos, espacios,  huecos e intersticios que en nuestro organismo dejan las arterias, los huesos, los músculos y las neuronas. Odiar de tal manera que la inquina hacia alguien, el deseo de una venganza, la rabia incontenible, una animadversión irracional e individual concreta se transforme en el alimento o en el combustible que nos permita despertarnos y nos motive a continuar con el día y con el mañana. Odiar a alguien y, en el acto de detestarle, odiar finalmente a la humanidad entera. Elucubrar, fantasear con ver en alguien el color macilento de la muerte y al instante desear con todas las fuerzas lo mismo para los vecinos, la familia, el barrio, la ciudad, el país, el mundo entero muerto gracias a mis ansias de odio descomunal, a mi odio universal, pleno y sin reservas. Igual que yo he amado. Igual que yo he amado ansío odiar. Igual que yo he amado y una erección tras otra expresaba mi amor hasta bien entrado el alba, así ambiciono odiar, erecto mi rostro, erecta mi espalda, la columna vertebral, erecto mi paso firme frente a todo lo que sea capaz de odiar, especialmente personas, conjuntos de personas, corporaciones, organizaciones, territorios delimitados en la arbitrariedad de la Historia, terrazas de bares atestadas de semejantes, estadios deportivos, salas de conciertos, cines, desde la primera a la última fila, cines infestados de familias, de parejas, de grupos de amigos, de gente solitaria, o sola, compartiendo la edulcorada  y última versión  estúpida de un cuento de Perrault. Odiar como odia Thomas Bernhard a los perros, o el General Custer a los indios norteamericanos, o los Reyes Católicos, Hitler, los rusos y los franceses a los judíos. Pero ya veo que no va a resultar nada fácil. Ahora mismo, mientras escribo esto sobre la mesa de un bar al aire libre, bajo un cálido y tonificante sol de primavera, una señora me ha tocado leve y dulcemente en el hombro con el extremo de sus dedos de la mano derecha; me he girado y me ha advertido amablemente que se me había caído la cartera al suelo. Esa señora nunca lo sabrá, pero me ha dado el día, me ha desconcertado porque hoy ya me va a resultar un poco más difícil odiar del mismo modo que he amado. No es que esa señora de pelo blanco y alargados dedos artríticos como patas de araña me provoque el menor atisbo de deseo; ni siquiera se me ocurriría amarla platónica y espiritualmente, humanamente, gozosa y quizás cristianamente. Sin embargo, el más mínimo gesto de agradecimiento, la educación de la gratitud recíproca  se ha interpuesto entre mí y cualquier nimio  aliciente de odiosos efectos  con los que la cotidianidad me incita a odiar entre el alba y el crepúsculo. De modo y manera que el gesto de la dulce señora de cabellos plateados ha apelado de tal manera a mi corazón y a mis conexiones neuronales  que sé, de manera efectiva, ya sin ningún género de dudas, que hoy, nuevamente, se frustrará mi deseo de odiar. Aun así, doy rienda suelta a mi cerebro para escudriñar intensamente en todas y cada uno de las moléculas  de mi anatomía el más ligero, liviano y sutil síntoma de odio, un gramo de odio, un gramo de ira, qué sé yo, rencores contenidos y sometidos al soborno con el pago de la piedad, la compasión o el miedo a una vertiginosa caída a los infiernos, a la pena de la ley, a la condena y al desprecio social, al fin de mi burguesa, dulce y placentera vida carente de sobresaltos dignos de mención.”

“El fin de mi burguesa, dulce y placentera vida carente de sobresaltos dignos de mención.” ¿Te das cuenta? No es que me cueste un gran esfuerzo  entenderlo. De hecho, creo que la última es la frase menos trascendental de todo lo que escribí. Un final bastante insulso, lo reconozco. No hubiese ocurrido nada distinto de no haberla escrito.  Pero es que  ahora, después de leértelo,  recuerdo  a la araña, una de esas arañas del polvo de los sótanos, de largas y finísimas patas, escabulléndose veloz hacia la  oscuridad de su guarida en el momento en que yo descubrí la carpeta. Te lo aseguro. Era capaz de ver a la araña deslizándose con sus patas de hilo quebrado sobre las letras, como si ella hubiese sido la guardiana de su significado, o mejor dicho, como si fuese, al mismo tiempo, la auténtica autora y narradora de tanto deseo y  frustración y yo un mero amanuense.

Pero no te inquietes, cielo, pronto te despegaré la cinta americana de la boca y te desataré. Sólo quiero que estemos aquí abajo, los dos, frente a frente, durante unas horas, alejados de las tentaciones y del soborno de la bondad para poder odiarte muy de  cerca,  del mismo modo que te amo, con la misma fuerza, la misma energía, vaciándome de odio en ti. ¡No llores, mi amor, no te va a pasar nada!¡ Por favor, te lo suplico, no llores vida mía, o no podré odiarte, y entonces lo nuestro habrá sido en vano!

miércoles, 2 de febrero de 2022

¿Quo vadis, compañeros ?

 


Vamos al grano. Los partidos y los líderes políticos de la izquierda española con representación parlamentaria, es decir, todo lo que se mueve a la izquierda del PSOE, no sólo contemporizan o entienden a los partidos nacionalistas y secesionistas regionales tanto de Galicia, País Vasco como Catalunya, sino que a menudo apoyan sus argumentos. Este misterioso fenómeno no es nuevo. De hecho ocurre prácticamente desde el triunfo del PSOE en 1982.

De este modo, a los largo de las últimas décadas, tanto el Partido Comunista de España (PCE) como sus distintas federaciones, marcas, o coaliciones de las que forma y ha formado parte a lo largo de los años, tanto a nivel estatal como regional, legitima como ideas izquierdistas,  revolucionarias y  progresistas  el mensaje y la actividad política de los partidos fragmentadores de la unidad de España y de su soberanía nacional.

Si de algo no se puede acusar a la editorial El Viejo Topo es de conservadora, derechista,  neoliberal, o simplemente  fascista. Y tampoco a Jorge Polo Blanco, autor de “Románticos y Racistas. Orígenes ideológicos de los etnonacionalismos españoles” un libro de lectura imprescindible para cualquier interesado en la cosa política, publicado recientemente  por  la mencionada editorial, por cierto, de orientación marcadamente marxista.

Desde mi humilde posición de lector y  ciudadano de a pie, recomiendo muy encarecidamente la lectura de este libro a  todos los responsables políticos, militantes de base y votantes de los partidos de izquierda nacionales o autonómicos. ¿Por qué? Porque  al leerlo, si es que resisten el peso aplastante de su verdad, experimentarán su Quo vadis político particular; experimentarán una revelación y a partir de ese momento les resultará realmente difícil, por no decir imposible, ni tan siquiera comprender un poco los objetivos políticos de los partidos nacionalistas vascos, catalán y gallego.

Y es que  el profesor  Polo Blanco  establece con todo rigor académico los cimientos ideológicos de partidos como el  PNV, CiU, JXCat, ERC, BNG, HB, Bildu, CUP, que se asientan en la filosofía irracionalista e idealista alemana, en el romanticismo decimonónico  más reaccionario y en las teorías etnicistas y racistas europeas procedentes del positivismo y del darwinismo de finales del XIX y principios del XX.

Nadie que lea el ensayo del Doctor Polo, y por consiguiente  acceda a los textos publicados por los fundadores de los nacionalismos fragmentarios, podrá decir, en puridad, con la mano en el corazón, honestamente,  que España es una nación de naciones, que los nacionalismos regionales o autonómicos se fundamentan en razones progresistas, que sus objetivos políticos, sus estrategias y su acción política son  democráticamente  comprensibles, o  que la defensa de la unidad territorial del Estado es cosa de franquistas. Es más, si todavía albergan algo de los valores republicanos y de izquierdas, decidirán enfrentarse frontalmente a ellos políticamente.

Por eso, si se encuentran en esa situación de condescendencia hacia el secesionismo español, creyendo que así hace honor a su espíritu  revolucionario, comunista y progresista, quizás no pase de la página 30 o de la página 40 cuando vea aparecer, uno tras otro, los nombres de un buen puñado de  filósofos alemanes, reaccionarios, enemigos confesos y acérrimos de la Ilustración, soldados ideológicos de la contrarrevolución francesa,   que con sus palabras y sus ideas, a la postre, acabaron alimentando ideológicamente el nazismo. Cuando lean párrafo tras párrafo su metodología consistente en la construcción  vergonzosa de  pasados legendarios, totalmente inventados, con el fin de insuflar y legitimar un pretendido espíritu del pueblo, una cultura vinculada a una raza, una lengua  que nace antes de la humanidad, que da a luz, como una madre,  a los hombres de un territorio determinado y que constituye en sí misma un valor étnico por encima de cualquier otra consideración; cuando lean, si es que pueden resistir tanta realidad -comprobada por la vía bibliográfica, sin trampas ni cartón- entonces, quizás, reclinen sus cabezas sobre el respaldo del sillón y dirán para sí, ¡Estaba equivocado!

Y si con la filosofía irracionalista,  idealista y el romanticismo alemán  no les basta, porque, qué se yo, “son tiempos muy lejanos y ahora todo es diferente”, sigan leyendo y llegarán a  conocer en toda su crudeza los orígenes racistas de los nacionalismos fragmentadores peninsulares.

Encontrarán en esta segunda mitad del libro de Jorge Polo Blanco  a una caterva de personajes históricos de nuestro siglo XX,  prohombres todos ellos,   cuya memoria actualmente da  nombre a universidades públicas o a fundaciones universitarias;  a calles, plazas y avenidas de ciudades  vascas, catalanas, gallegas o incluso andaluzas (donde también se da el fenómeno nacionalista), para honrar y honorar  el recuerdo  de tan insignes ciudadanos que escribieron,  sosegadamente, fríamente  y difundieron con ardor perlas como esta  de , Rovira Virgili,  que con su excelso nombre bautizó la Universidad pública de Tarragona. (Rovira i Virgili fue president del Parlament de Catalunya en el exilio y diputado por ERC)

“Si en el nordeste de la península predomina un tipo craneano diferenciado, los catalanes no vamos a deformarnos el cráneo en aras de la unidad espanyola” (“El nacionalismo catalán”)

O esta otra, de Valentí Almiral, uno de los ideólogos más importantes del catalanismo político, quien escribió  “La raza que ha sido y sigue siendo la predominante, la castellana, es impotente para levantar la nación; Los defectos que muestra [la raza catalana] le han sido contagiados; para regenerarse ha de deshacerse de todo lo postizo que le ha sido impuesto(“Lo catalanisme”)

El reverenciado Francesc Macià no le va a la zaga a los dos anteriores. “La gitanada inmensa de una “clase” de gente que lleva gangrenando Barcelona desde hace tiempo; todo este pudridero de barrios bajos en descomposición, en donde se engendra la maldad y el “microbio” y donde se extiende ufana la “cualidad” de una raza… (…) Y de los barrios bajos que hemos señalado –y al decir barrios bajos quiero decir España– son hijas todas las prostitutas de calle y de cabaret que envenenan la vida de nuestra juventud.” (Inmundicias. ‘Revista l’Estat Català’)

Por no causar más daños oculares, dejo la copia de citas.  La lista de políticos nacionalistas racistas es larguísima. Cualquiera puede leer más barbaridades vascas, gallegas o catalanas del mismo jaez en el libro  “Románticos y Racistas” de Jorge Polo y también en el blog “racialistas catalanes” https://racialistascatalanes.home.blog/ que recoge con prolijidad más ejemplos ilustrativos de lo profundamente progresistas, revolucionarios e izquierdistas que eran  los  padres del nacionalismo catalán.

Finalmente, me gustaría señalar que al autor de esta obra de imprescindible lectura no le basta con inventariar, analizar y comentar  las fuentes que nos ofrece como prueba irrefutable y demoledora, vacuna contra cualquier veleidad filonacionalista, que sólo causará efecto  si somos honestos con nosotros mismos y coherentes con nuestras convicciones políticas.

Porque Polo Blanco nos muestra sin complejos su enfoque y su visión política como un valor de la izquierda en torno al tema territorial. Y este no es otro que la defensa a ultranza de la unidad indivisible de España como realidad política expresada en una única soberanía de la que es valedor y dueña la ciudadanía de todo el país. “No hay nada más público que el territorio de una nación”, afirma el autor.

Además, y siguiendo al filósofo Gustavo Bueno, niega la concepción de la nación española como una nación de naciones, el invento del cacareado estado plurinacional, pues desde el punto de vista racional y materialista histórico, es imposible la soberanía compartida. La soberanía se tiene o no se tiene, pero no se comparte. Tan dueño del País Vasco es un ciudadano de Extremadura como de Barakaldo.

Polo tampoco tiene reparos en desplegar toda una serie de argumentos que responden a aquellos que niegan la existencia de la nación española ofreciendo objetivamente la constatación de su realidad política desde la época de la Ilustración al calor de la Revolución Francesa, frente a los nacionalismos etnicistas fragmantadores, que surgen casi dos siglos  después, al hilo del idealismo y del romanticismo alemán más reaccionario, para que las clases privilegiadas pudiesen afrontar los cambios que provocaba la Ilustración y, un poco más tarde, como  dique de contención del pujante movimiento obrero

Quien esto escribe no quita ni  pone coma al libro de Jorge Polo Blanco. Vale mucho la pena leerlo.