
He tenido la tentación de presentar mi cuerpo desnudo, sentado en el mismo sillón en el que leo y sueño, ocultando mi rostro con la sombra negra de un sombrero. Todo el rompecabezas de mi anatomía unido en una única pieza mortal libre de ropajes, impúdica e indiferente a miradas más o menos escandalosas, y a risas pueriles que camuflan con sus carcajadas la misma blandura de vientre y la misma arruga penosa que certifican nuestra humanidad. Pero de qué hubiese servido: otro disfraz de la mascarada, otro pedazo de piel repartido sobre cada miembro del organismo para ilustrar el último capítulo de una confesión que devendría en impostura si ofreciese como epílogo de este testimonio revelador una última confidencia dolosa. Falso es un cuerpo que no existe, fraudulento es cubrir el alma con un cuerpo con el que aparecer entre mortales, con el único propósito de recomenzar, de vivir las vidas que no existían, encontrar de nuevo a Dolores, por si no se ha olvidado de mi y, al fin, cerciorarme de que no valió la pena y de que la historia del mundo está contenida en cada existencia.
Por eso cumplo mi palabra y ante el altar del forense me presento, finalmente, como soy, y me voy, para no volver, al féretro de los recuerdos, o al presente diario de este siglo en el que no encuentro mi espacio, ni el sonido de la bulla vulgar, el griterío de aquellas noches, la alegría inicial del escándalo que terminaba en afrenta, duelo y herida; sangre ebria y llanto breve por las vidas miserables que acudían a la convocatoria nocturna de la evasión y del puto amor.
Me voy. Algo de provecho debe cobijar este viaje de ida y vuelta a través del tiempo y del espacio, desde aquellos oscuros años de humo de cirio, orina en las calles y sueños rotos, hasta este nuevo siglo de la posmodernidad sin mácula que adora y entroniza la limpieza aséptica y elimina la sucia verdad. Hoy, como ayer, la apariencia es el valor, y tanto da lo que uno vale si no sabe venderlo; tanto da lo que uno es, o lo que las cosas pesan si no hay nadie que quiera comprarlas. Puedo huir ahora, en este instante, tal y como llegué, con igual apariencia y algunas muescas de más sobre el fémur de mi esqueleto. En algunos momentos he sentido vello sobre el hueso, nervio bajo la piel. He llegado a percibir cómo, incluso, latía el corazón, y he advertido también la sensación extraña, entre biológica y mística, que produce experimentar cómo el velo blanco de la retina ocupaba el hueco de los ojos y la esfera de su antiguo color aparecía sobre el iris. Un hecho propiciado, quizá, por la ilusión de una frase que hubiese invocado poderes ocultos capaces de proporcionarme de nuevo un disfraz. Esos fueron momentos felices porque pude comprobar lo que antaño no era más que intuición: el poder creador de la palabra. De modo que no me voy triste. Me voy fortalecido, y agradecido a todos aquellos que cada semana pasaban por mi resurrección sin ser conscientes, probablemente, de que si alguna vez dispuse de piel sobre la osamenta y conciencia humana sobre esta tierra, fue gracias a su desacuerdo, su aliento y su fidelidad. Ahora desaparezco y hago mutis por el foro antes de que la Nochebuena “tiña de nuevo de púrpura y rosa las cortinas de mi estancia”.