miércoles, 20 de abril de 2016

El profesional



Debido a mi trabajo frecuento tiendas de antigüedades y de segunda mano porque cuando algún cliente necesita algo muy especial, con un objetivo muy determinado, no me queda más remedio que acudir  a ellas.

Me gano la vida con las palabras. Es un oficio muy viejo, más viejo incluso que la prostitución. De hecho, las putas lo son porque alguien, en aquella antigüedad remota, designó a esas profesionales con el sustantivo pertinente. Hasta entonces, los hombres no se referían a ellas de ninguna manera; sencillamente sabían quiénes ofrecían libremente el servicio, las visitaban, se aliviaban, pagaban lo acordado y se marchaban. Hasta que uno de mis predecesores, en un alarde de emprendimiento,  creó el vocablo por encargo de alguien, probablemente el primer proxeneta de la historia que explotó sexualmente a una mujer. 

Creo que he puesto un ejemplo un tanto desafortunado. Podría haber acudido a la religión, que es de mejor llevar y dignifica de algún modo la estirpe de mi oficio. Es un hecho incontrovertible que desde tiempos inmemoriales la mayor parte de la humanidad ha guiado sus leyes, sus sociedades, su historia y sus destinos en función de  las palabras de algún libro sagrado y que incluso esas obras han servido para que los hombres pudiesen explicarse fenómenos para los que no había razonamientos plausibles. Prueba de su efectividad es que, a pesar de todo el conocimiento científico  y de la constatación de verdades racionales básicas, todavía hoy esas palabras continúan vigentes y válidas para miles de millones de personas, porque según ellas describen mejor que cualquier Darwin de tres al cuarto su origen, su entorno inmediato y el más allá del final de sus días. Por eso precisamente, la sagrada es un tipo de palabra muy codiciada, y no está al alcance de muchos, ya que se trata ni más ni menos que de la palabra revelada.

Yo, sin ir más lejos, que conozco  los trucos más inconfesables del oficio, me considero creyente, católico, apostólico y romano. Y es que la Biblia es infalible. Porque ¿quién puede resistirse ante el impacto que produce leer o escuchar que el verbo se hizo carne y que habitó entre nosotros?  ¡Glorioso! Los clientes que entran en mi despacho pueden observar, presidiendo mi mesa de trabajo,  esa misma frase escrita en letras góticas doradas protegida y homenajeada, con justicia, por un marco de plata. Cuando necesito entregar un encargo con premura y me bloqueo, la leo una y otra vez hasta que nuevamente se produce la magia y aparecen las palabra exactas con las que mi cliente será  capaz de generar nuevas realidades utilizándolas en tiempo y  forma convenientemente, tal y como se indica en el prospecto de uso que les entrego. 

A lo largo de mi ya larga vida he trabajado para todo tipo de personas, entidades, países e instituciones. He aceptado encargos de toda clase. Nunca le he hecho ascos a nada porque si alguna cosa se aprende enseguida en este trabajo es que no hay reto, problema, o situación que se le resista al lenguaje. Y lo más importante, que pájaro que vuela a la cazuela, ya sea buitre o halcón, paloma o gorrión, que quien guarda halla y para un artesano como yo, el éxito con el  cliente más pequeño puede propiciar un encargo de altos vuelos.

Por ejemplo, hace la friolera de años, cuando todavía estaba instalado en un pequeño establecimiento del barrio chino barcelonés, se presentó ante mí una señora de alta alcurnia. Casi no podía distinguir su rostro porque guardaba celosamente su anonimato gracias a un tul oscuro de rejilla muy fina que le cubría la cara como un burka de alta costura. Antes siquiera de decir la primera palabra, me dejó sobre la mesa dos billetes de los grandes y una cadena de oro tan brillante como el sol que lucía aquella mañana. Fue muy clara en su encargo. Un clásico. Su marido, al que por supuesto ella quería con locura, gozaba  con insistencia de los favores de una cupletista, y el asunto había llegado a los oídos de un gacetillero con ínfulas de Kane. La familia no podía permitirse ver como un advenedizo arrastraba tan insigne apellido sobre los adoquines de los bajos fondos, de modo que rebusqué en mi catálogo y hallé las palabras que, si bien no neutralizarían la noticia, sí que dotarían a toda la historia de cierto aire de sofisticación romántica, transformando una aventura sórdida en una narración con clase, exclusiva, propia de la alcurnia de su protagonista. Es más. Si el recurso que yo ponía en manos de aquella mujer era utilizado según mis instrucciones, generaría tendencia entre los más pudientes y, en unas pocas semanas, no habría ninguna de las familias principales barcelonesas sin cupletista que llevarse a la cama.

La clave consistía en adelantarnos al plumillas  ambicioso y deslizar la historia al periódico de la competencia convenientemente aderezada. En la redacción de la nota  filtrada habría que eliminar el término “aventura” y substituirlo por affaire; también era necesario inventar un pasado bohemio y conmovedor a la amante, identificándola con  la figura de Margarita Gautier y, sobre todo, era obligatorio explicar que el antro donde se citaban los tortolitos estaba frecuentado por artistas e intelectuales. 

La señora supo enseguida que el producto que le vendía era efectivo y como no era nada tonta entendió que, frente a la opción de un desprestigio seguro, era necesario contraponer un enfoque mundano y exquisito a la infidelidad imperdonable de su marido. De ese modo, nadie la miraría como una triste y humillada cornuda; nadie en la ciudad Condal recordaría que su marido prefería, antes que la compañía íntima de su esposa, los encantos sifilíticos de una artista desarraigada, desdentada y posiblemente cirrótica. Todo lo contrario. La alta sociedad barcelonesa la observaría en su palco del Liceo como una nueva Duquesa de Guermantes y, sobre todo, el prestigio del apellido quedaría a salvo.

Así fue. 

Si me he extendido un poco con esta anécdota ha sido para mostrar el objeto de mi trabajo, las herramientas que utilizo y los efectos que produce. Gracias a mi técnica  y a mi metodología conseguí, por ejemplo, que el hijo inútil de un ricachón para el que trabajé y que  a día de hoy todavía no sabe ni escribir su nombre, pudiese justificar su nómina millonaria por hacer fotocopias gracias al título que yo mismo creé para su quehacer laboral diario: Director Técnico (con mayúsculas) del departamento de tratamiento fotomecánico de material celulósico. He conseguido, por poner otro ejemplo, que a los grandes espacios alambrados donde construyeron barracones infames  para alojar a hombres, mujeres y niños que iban a ser asesinados masivamente se les llame campos de concentración, a pesar de que su nombre objetivo hubiese sido centros de exterminio. He sido capaz de cimentar un pasado glorioso patrio, engordar el prestigio a unos cuantos intelectuales   y la cuenta corriente a media docena de editoriales con la invención de dos generaciones de escritores- la generación del 98, la generación del 27 - a pesar de que los escritores que las integraban no se hablaban entre ellos más que cuando les invitaban a cenar o a posar para la posteridad. 

Más próximos en el tiempo, me encargué de entrenar personalmente  a Victoria Prego para que utilizase convenientemente el concepto TRANSICION EJEMPLAR. Propuse a la Unión Europea el término DAÑOS COLATERALES para evitar hablar de mujeres y niño muertos en las guerras, pero como en nuestro continente no teníamos guerras no me hicieron caso; así que se lo vendí a los Estados Unidos de América, del que sacaron buen partido. Sin embargo, años después de que estallase la de Yugoslavia, Javier Solana fue uno de los que más y mejor utilizó este hallazgo al que, dicho sea de paso, considero una de mis obras maestras, eso sí, junto a la prodigiosa transmutación en mero CONFLICTO de la mismísima guerra, potente, desgarradora y  dolorosa.

Últimamente sigo las tendencias  americanas. La verdad es que son unos genios. Los americanos no caminan a lomos de gigantes. Se sienten libres para hacer y deshacer a su antojo. Ellos son los gigantes. Son tipos desacomplejados sobre los que no pesa más tradición que la del derecho a tener armas, la propiedad  privada y el dinero. Su último triunfo ha provocado consecuencias de alcance global. La invención del lenguaje políticamente correcto es uno de los grandes hitos de la humanidad. Con esa técnica han conseguido lo que no ha no han conseguido ni las revoluciones ni las guerras. Han llegado a la culminación de nuestra profesión, porque no solamente han modificado la percepción de la realidad sino que,  en ocasiones, han conseguido aniquilar para siempre elementos de esa misma realidad que, aunque percibimos materialmente, ya no existen, porque no se nombran con el sustantivo o con la expresión que les era propia, genuina, esencial . Y me da igual el objetivo final. Yo ahí no entro. Soy un profesional, y cumplo lo mejor que puedo con mi trabajo. 

Quiero constatar, en definitiva, que yo no me dedico al neologismo. No toco ese género.  Eso se lo dejo a los poetas, a los novelistas,  esos tipos excéntricos que desperdician de modo absurdo su talento  buscando inútilmente palabras nuevas para describir la realidad sin entender que la realidad son las palabras, que la realidad se cambia con las palabras que hemos utilizado toda la vida y que aunque mientan e inventen historias inverosímiles con el anhelo de revelar la verdad, no hay más verdad que la que la es capaz de construir la combinación fecunda de la vanidad, la  ambición, la envidia y el dinero.

Pueden resultar aleccionadores otros ejemplos de mi trayectoria profesional.  En la década de  los setenta el negocio empezaba a florecer de verdad. Me había labrado un nombre y la necesidad de utilizar  adecuadamente el lenguaje se había extendido por todas las grandes esferas, tanto políticas como económicas. Mis intervenciones locales y de cariz más doméstico habían llegado a oídos de personas influyentes en la capital, que es el lugar donde de verdad se corta el bacalao. Esa buena prensa, producto de mis éxitos profesionales, me proporcionó la oportunidad de participar activamente en varias operaciones importantes, alguna de ellas vitales y decisivas para el futuro de nuestro país. 

De manera que, poco a poco,  me fui haciendo con una clientela respetable que confiaba en mi buen hacer. La progresión positiva y sostenida de mis ingresos me permitió mudarme a un edificio noble del Paseo de Gracia, muy cerca de la Casa Batlló. Un día  se me presentó un tipo de mediana edad,  fuerte y muy serio, vestido elegantemente pero sin  aspavientos,  tocado con sombrero negro y con ese aire de seguridad que solamente desprenden quienes han nacido sobre paños de seda. Me dijo que era el hombre de confianza de otro tipo que se dedicaba al negocio de la banca, pero que de momento no quería desvelar su identidad,  y que le urgía resolver con la máxima celeridad un asunto de gran trascendencia. Fue a  causa de  este encargo por lo que no tuve más remedio  que acudir nuevamente  a mis proveedores habituales del gremio de los anticuarios; algo que, por otra parte,  me resulta fascinante.

¿Continuará?

jueves, 14 de abril de 2016

El último verbo



Perseguía el final. Lo anhelaba. Era tan intenso el deseo de hallar la conclusión a su historia que durante el proceso de búsqueda  apenas  podía  juzgar, disfrutar o aprender de todo aquello  por lo que  transitaba. De hecho, los últimos días su obsesión llegó a tales extremos que  la mayoría de las  noches las pasaba en vela, encerrado en su cuarto, envuelto en una especie de fiebre  fría que le calentaba por dentro y le hacía sudar hielo.

Pero no lo podía evitar. Había invertido años y años hasta que, sin darse cuenta,  la ambición en pos del desenlace  llegó a convertirse en una  tortura. De manera que, a consecuencia de su obcecación,  le  nació de muy adentro un dolor de impotencia que le había aislado de amigos y amores.

Tiempo atrás la familia ya  le había dado por perdido. Empezó por  ausentarse de  las celebraciones y terminó por neutralizar  cualquier posibilidad técnica o humana que le conectase con el exterior, porque llegó a la conclusión de que  cada paso que daba, cada palabra que escribía suponía un clavo bajo los pies  que le alejaba de la meta, y por tanto era trascendental la preservación de  todos los minutos de su conciencia para poder hallar con el último verbo la consumación de la frase que cerrase el proyecto de su vida. 

Fue su propia hermana la que encontró el cuerpo tendido sobre la cama. Tenía los ojos muy abiertos, con la expresión deshabitada de un hombre sorprendido. Quizá por ello la hermana hizo todo lo posible por destruir el centenar de hojas aburridas que descansaban sobre su pecho antes de cerrárselos, antes de que el juez forense examinase la escena y ordenase el levantamiento del cadáver.

miércoles, 6 de abril de 2016

Puertas (0)



Puertas que se abren, puertas que se cierran, puertas  entornadas, puertas que chirrían, puertas que rayan el suelo, puertas atrancadas.

Puertas derrumbadas y vencidas, exiliadas para siempre  del dintel y de las jambas  que las acogió.

Puertas correderas, puertas dobles, de salón noble; puertas pequeñoburguesas.

Puertas partidas en dos, como las de los pueblos; batipuertas de Candelario; puertas con gatera, puertas con gatera obstruida, puertas blindadas, puertas giratorias, puertas automáticas, puertas oscilobatientes.

Puertas de socorro y puertas de emergencia, que no son lo mismo.

Puertas del campo y puertas del mar.

Puertas del perdón, puertas del infierno, puertas de achique, puertas discrecionales, puertas de confesionario, puertas principales, puertas traseras, puertas de servicio, puertas forzadas, puertas reventadas,  puertas tapiadas, puertas enrejadas, puertas vigiladas, puertas con cortina, puertas francas, puertas secretas, puertas  hacia el éxito, puertas prohibidas, puertas trampa, puertas de la gloria, puertas del triunfo, puertas con aldaba,  puertas con y sin mirilla, puertas del tiempo, puertas abandonadas.

Puertas olvidadas. Puertas sin  trabajo, sin casa, sin habitación, ni espacio o lugar al que puedan dar acceso. 

Puertas mal pagadas. Puertas sindicadas. Puertas que no son puertas, pero que ejercen de puertas porque también hay intrusismo laboral entre las puertas.

Puertas que iluminan los insomnios y las esperas de estancias adyacentes, deslizando un hilo de luz a través de la delgada linea horizontal que las separa del suelo, o de la tierra

Y la puerta de mi casa…


Voy a escribir sobre las puertas

jueves, 31 de marzo de 2016

Men peeing



La confianza da asco. Estas cuatro palabras  se clavan como  puñales de Semana Santa y se hunden en nuestras vísceras, en nuestra esencia, en nuestro modo de ser, de pensar y de relacionarnos. Me arriesgo a aventurar que no hay ninguna otra  cultura que disponga de tan glorioso aforismo. Es  tan popular, conocido y utilizado en España que desde su posición elevada de  tópico,  casi deviene en refrán. 

Un pedo en la cama, el eructo en la mesa, la aspiración escandalosa de  mucosidad productiva, hurgarse los dientes con un palillo, extraer el cerumen de las orejas públicamente,  o cualquier otra acción filoescatológica  de  mala educación y objetiva vulgaridad perpetrada  en compañía de familiares y amigos suele  disculparse a cuenta de la confianza, y además suele celebrarse con risas, carcajadas y algún que otro aplauso,  independientemente de que tanto el culpable como quienes sufren la ordinariez hayan aprendido desde bien pequeños  que eso no se hace, porque  se muestran ante  los demás como unos auténticos cerdos y porque es una falta de respeto. 

Pero claro, no somos nosotros, exalumnos de colegio privado. Es  la confianza, que  da asco. No somos nosotros, elegantes, exquisitos y pulidos dandis ejemplares. Es la confianza, la asquerosa, grosera y maldita  confianza.

Una noche salí con unos amigos a los que hacía tiempo que no veía. Habíamos compartido día tras día, durante nuestra niñez y adolescencia, vestuario, ducha y entrenamientos. Todos sabíamos lo larga o lo corta  que la teníamos;  fuimos testigos recíprocos del crecimiento y florecimiento de nuestros respectivos penes; distinguíamos  el matiz más oculto de nuestros olores más agrios, compartíamos sin remilgos jabones, chanclas, calzoncillos y toallas, e incluso llegamos a practicar la masturbación colectiva, compitiendo por ver quien se corría antes. 

Si aquella noche nos citamos fue por la única razón por la que  se reencuentran ese tipo de amistades después de lustros sin verse; porque a alguno de los miembros del grupo  le entra un ataque furibundo de nostalgia y pretende recuperar durante unas horas aquellos años breves con apariencia de eternos. Comimos y bebimos en abundancia. Hubo evocaciones,  chanzas y buen rollo.

Cuando esperábamos la segunda ronda de copas yo me levanté para ir al  baño y me siguieron dos compañeros. Abrí la puerta, pero solamente había un retrete. En el momento en que me dispuse a  cerrarla, uno de ellos me lo impidió invitando al otro a pasar. De modo que allí estábamos, a punto de compartir un pis, igual que los Men peeing  de David Cerny;  tres  hombres hechos y derechos, en pie, rodeando un retrete, con las piernas abiertas a la altura de los hombros y una mano sobre la cadera,  mirándonos con cierto  desconcierto,  hasta que uno de ellos dijo oye, qué pasa, no hay confianza o qué. Venga, a mear los tres, que nos hemos visto más veces  la polla que el coño a nuestras mujeres. 

Y sin mediar más que un par de tímidas sonrisas nos desabrochamos la bragueta y meamos aliviados, observando muy atentamente la caída  de  los tres chorros como si asistiésemos a un espectáculo acuático y en realidad no fuese nuestra orina la que se precipitaba hacia  el sumidero.  Al acabar,  uno de ellos se retrasó un instante para lavarse las manos. El otro, el responsable de la experiencia, me cogió del hombro y antes de llegar  a la mesa me propinó un par de palmaditas, palmadas de camarada, mientras me decía ¡hay confianza, hombre, hay confianza! Intuí que en realidad lo que me estaba diciendo era que  no había estado a la altura,  porque seguramente no había podido disimular  mi incomodidad.

Parece ser que los ingleses tienen una expresión parecida a la nuestra. Good  friends and bad manners, dicen. El significado de  la frase se  reduce  al ámbito a la buena educación, al contexto estricto de lo que antes se llamaba las normas de urbanidad.  Nuestra cruz, nuestro aforismo patrio de los dolores es polisémico. Mi hermano se acuesta con mi mujer porque donde hay confianza da asco. Se muere el perro que le regalé a mi hijo  y se lo digo a bocajarro porque donde hay confianza da asco. Le digo a mi amigo de toda la vida que mañana le llamo  para quedar con él, pero  no le vuelvo a ver hasta dentro de un par de años, porque donde hay confianza da asco. De manera que  somos capaces de traicionarnos, herirnos  o contrariarnos gracias a la paradójica idea de que podemos traicionar, herir o contrariar impunemente solamente a quienes queremos o a quienes  son deudores y acreedores  de una pretendida confianza recíproca. 

Quizá ese es el motivo por el cual los ingleses confían más en la BBC que en su propia familia. De ese modo, traicionan y se evaden de la realidad en la que viven  sin ningún cargo de conciencia y, por el contrario,  respetan escrupulosamente  a padres, hermanos e hijos. Esta lógica ilógica, este sentido común invertido es  la explicación razonable a través de la cual puedo asegurar que la estrategia más efectiva que tiene que llevar a cabo cualquiera que albergue la intención de vendernos al mejor postor  es acercarse a nosotros y convertirse  en uno de nosotros, en nuestro amante, en nuestro hermano, en nuestro amigo, en nuestro camarada, ya que, aunque  al cabo de un tiempo nos aseste un puñalada trapera por la espalda, nos engañe, nos defraude o nos agravie,  o se tire el  pedo más hediondo ante nuestras mismas narices, jamás de los jamases se lo vamos a reprochar, porque donde hay  confianza da asco, y porque, al fin al cabo, hoy por ti y mañana por mí,  que en eso se  traduce aquí la confianza, una alfombra colectiva bajo la cual todos escondemos nuestras pecados y nuestras vergüenzas, previo  juramento unánime de que nadie la levantará.  ¿O no?