miércoles, 13 de noviembre de 2013

El esperador



Todo pueblo tiene sus esperadores. Los esperadores son muy importantes. Sin buenos esperadores, las ciudades y los pueblos de España no podrían vivir en paz. 

Los hay que tienen uno, otros dos y algunos, si son importantes,  pueden llegar hasta tres. En las ciudades es más difícil identificarlos, porque pueden confundirse con los jubilados y aunque en muchos casos los esperadores son jubilados, no todo jubilado es un esperador. Una buena manera de distinguir a un jubilado de un esperador  es ignorar los bancos de las estaciones de ferrocarril y  las obras: un esperador nunca los frecuenta.

Un esperador viste de la manera más clásica posible, porque intenta a toda costa no llamar la atención. Nunca he podido entender cuál es el motivo por el que necesitan pasar desapercibidos. Es todo un misterio. Por eso llevo tanto tiempo observándolos. Se les puede ver con pantalones de tergal o de franela gris, chaqueta de punto granate o negra, camisa  lisa o jersey de cuello alto y mocasines o botas  marrones. La mayoría son varones, porque tienen mucho tiempo para esperar. A decir verdad, se pueden dedicar a esperar porque en sus casas  se lo encuentran todo hecho.

Un esperador nunca tiene prisa, porque si la tuviese dejaría de serlo. Sale de casa bien desayunado,  bien peinado y bien  afeitado. Camina despacio, con cierto aire de superioridad, pero con sumo cuidado de no llegar nunca a ofender.  Su caminar es  un estar en el mundo nada ostentoso, muy  medido, calmoso, tranquilo,  como si a través de  esa calma tranquila  quisiese dar a entender que él ha accedido al secreto de la vida, y  que le vamos a ver siempre así, tan saludable  como le vemos. De hecho, si uno se lo encuentra en la calle,  saluda cordialmente, y hasta pregunta por la salud de la familia, que es otra manera de decir, sin decir, lo bien y lo a gusto que él vive. A veces incluso se detiene a charlar un poco más con algún vecino. Por lo general, habla sin mirar a la cara, y sin  sacar las manos de los bolsillos, haciendo ademanes con el rostro, como indicando o dibujando direcciones  a  un lado y a otro del aire. De todos modos, si se detiene con alguien más de lo habitual,  no invierte demasiado tiempo en relacionarse porque  es muy escrupuloso con sus rutinas. A una hora determinada del día tiene que estar en su puesto, excepto si llueve, nieva, o graniza, porque en esas condiciones el esperador no suele salir de casa.

El puesto de un esperador es un lugar determinado del pueblo, o de la ciudad, que jamás escoge al azar. Cada esperador tiene el suyo. Los puestos no se heredan, ni se traspasan con el deceso. Cuando un esperador muere, el puesto queda libre y jamás se ocupa. A veces alguno lo ha intentado, pero no ha permanecido en el lugar más de media hora, porque el olor del que lo ocupó durante años permanece y lo envuelve todo, de manera que se hace imposible la espera en esa ubicación sin pensar en el esperador muerto,  lo cual resulta fatal para ejercer como Dios manda de esperador. Nada ni nadie puede o debe restar concentración a un esperador. 

Sin embargo, en la mayor parte de los casos,  casi todos los pueblos y ciudades de España comparten la localización de los esperadores. Nadie lo sabe a ciencia cierta pero  quienes han estudiado a fondo el fenómeno  especulan con que este hecho tiene que ver con la función y los objetivos que , instituciones, entes,  o voluntades desconocidas  jamás desveladas, asignan o encargan  a  los esperadores. De todos modos, yo soy más de otra opinión; yo creo que  un esperador es un ser libre que ejerce como tal de motu propio. Lo demás son leyendas, cuentos de vieja, historias para  no dormir que se difunden con la única intención de meternos a todos el miedo en el cuerpo. 

Para que un esperador cumpla a la perfección con su cometido, el lugar donde invierte gran parte de las horas del día debe reunir  una serie de requisitos que lo hagan propicio para la espera. Uno de los lugares más habituales son los límites geográficos de la localidad, junto a la carretera, cerca del letrero en el que se lee el nombre del pueblo que marca la frontera con tierra de nadie. Otras  ubicaciones frecuentes suelen ser las plazas de los Ayuntamientos, las puertas de las tabernas  (aunque jamás entran o consumen bebida alguna),  las calles en alto, los pequeños promontorios, miradores naturales o urbanizados, los aledaños de los campos municipales de fútbol  y las  inmediaciones de los mercados de abastos.

El esperador suele llegar cada día a su puesto a la misma hora, ya sea lunes, martes, o domingo. Un esperador lo es cada día del año. Al llegar, el esperador sitúa su atención siempre  en dirección hacia donde suelen ocurrir las cosas, hacia donde pasa la vida. Lo primero que hace un esperador cuando llega a su puesto es certificar que en  las proximidades no ha habido ningún cambio; que cada piedra, matorral, bache o cualquier otro elemento urbano sigue en el mismo lugar que el día anterior.  Después husmea el aire, de modo parecido a como husmean los hurones, y  a continuación se dispone a  fumar. Con la calma habitual, saca del bolsillo de la camisa su paquete de puritos, escoge cuidadosamente uno, se lo lleva a los labios, lo enciende y chupa intensamente dos o tres veces. A pesar de que expira  humo -prueba inequívoca de que el cigarro se ha encendido- mira atentamente el extremo que arde  para cerciorarse y, a continuación, satisfecho, lo deja en la boca. Ya no volverá a tocarlo más, aunque al cabo de unos minutos se apague a causa de la abundante saliva con que lo ahoga.

Entonces, una vez ejecutadas todos y cada uno de esto preliminares, el esperador se planta en pie, en la postura tradicional  de los esperadores; esto es, abiertas las piernas- más o menos a la altura de los hombros- con las manos entrelazadas tras la espalda. Y así, sin apenas moverse unos metros hacia un lado, unos metros hacia otro, espera durante horas. Llegada la media hora antes de la comida, vuelve a casa y tras la siesta de rigor el esperador recupera su presencia en el puesto.

Finalmente, cuando cae la tarde en los pueblos, ciudades y regiones de España ,  todos los esperadores vuelven a casa antes de que anochezca, satisfechos de sí mismos, un día más, felices y expectantes ante  las  perspectivas del día de mañana, ante una nueva jornada repleta de  emocionantes redundancias.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

John Reed en la noche de difuntos



Esta es una entrada revolucionaria. Quien no esté preparado para leer durante 7  largos minutos una serie de pesadas y arduas reflexiones contranatura, que actúe de manera radical y lo deje ahora, o cuando guste, igual que siempre. 

Lo primero que voy a hacer es declarar  sin solemnidades, pero con rotundidad,  que a partir de este momento quedan abolidas todas las leyes de la alteridad. Nada, o bien poca cosa de lo que aquí voy a explicar, tiene que ver con la mentalidad social, el contexto socioeconómico, y la coyuntura geopolítica del momento en que se escribió un libro cuya lectura me ha  estremecido, me ha perturbado y me ha producido tal tormenta de ideas, esperanzas,  dudas y contradicciones que me resulta del todo imposible mirar a cualquier lugar o escuchar cualquier conversación  sin relacionarlos con lo que he leído, con las ideas que desde hace años albergo, con la realidad que vivo, con la me gustaría vivir y con el futuro que yo sueño para la humanidad. 

Y todo por leer sin sentido crítico, por leer desde mi presente, con la mentalidad de mis coetáneos, como si en realidad no leyese,  como si en verdad estuviese ahora -exactamente ahora- en los mismos lugares y en los mismos momentos en los que estuvo John Reed, manteniendo las mismas conversaciones con los mismos personajes históricos, transcritas  a vuela pluma, día a día;  redactando febril y fielmente, desde la objetividad profesional  de un periodista  comunista, los fascinantes  sucesos que asombraron al mundo, que cambiaron para siempre la historia,  ocurridos en Rusia entre el 22 de octubre  y  el 18 de noviembre de 1917. Justo tal que ahora, por estas fechas, en las que aquí como  en Rusia  hemos andado todos la mar de atareados con los disfraces de Halloween.  

Porque en la madrugada del pasado 1 de noviembre  llamaron a casa, y después de dejar el libro sobre la mesa y  abrir la puerta, me vi  preguntando con simpatía impostada a cinco rostros verdosos, gomosos,  de muecas delirantes, que qué era eso de truco o trato,  mientras  los bolcheviques se preparaban para asestar al antiguo régimen y a los burgueses capitalistas el golpe de gracia con el que barrerlos para siempre de la historia, igual que una escoba se deshace del polvo, igual que yo me deshice de los niños, con 40 céntimos y un portazo. 

Diez días que estremecieron al mundo” es un de los libros más fascinantes que haya leído en mucho tiempo. Es, y al mismo tiempo no es, un libro de historia, una crónica periodística o  una apología. Es, y al mismo tiempo no es, un pedazo de la vida de alguien, el relato esperanzado, riguroso,  brillante ,y por momentos trepidante,  con que se expresa la  consciencia del autor al  saberse testigo de excepción de la historia en el momento en que ocurre, de unos hechos que transformaron el mundo y que por primera vez en la existencia de la humanidad -por primera vez desde que el hombre es hombre- propiciaron que los pobres y los desheredados, los hombres y mujeres que nunca tuvieron nada,  aplastasen a los poderosos para emanciparse y hacerse con las riendas de sus destinos. 

Esto, dicho así, de corrido, es posible que parezca la típica frase que se redacta al calor de las letras cuando todavía arden. Pero puedo asegurar que la lectura de la  obra del  estadounidense John Reed -a quien encarnó Warren Beatty en el extraordinario  largometraje ‘Reds’- no solamente me ha transportado como una máquina del tiempo a un momento de la historia insólito; no solamente me ha sacudido como sacude el jornalero la vara contra el olivo, sino que ha abierto una brecha en mi cráneo, encanecido y endurecido por los años, bajo el  que descansaban plácidamente algunas certezas sobre mí mismo, sobre mi pensamiento al respecto de mi propia  condición social, mi propio  punto de vista hacia lo que ocurre hoy, cada día, en cada momento de este desconcertante presente que vivimos.

Nunca se lo he dicho a mi confesor, porque me no me lo iba a perdonar, pero desde hace ya mucho tiempo que me considero un trabajador. Quiero decir que, independientemente de mi cuenta corriente, de mis posesiones  materiales, o de si el camping en el que paso las vacaciones es de primera especial,  no voy por ahí diciendo que soy de clase media; ni siquiera clase media-baja. Yo soy de clase trabajadora. En algunas discusiones con amigos o compañeros, si viene al caso, incluso hago ostentación de ello y me siento un Moisés  recién revelado cuando alzo la voz, dispongo el más grave de mis gestos y exclamo ante su pasmo “¡Digáis lo que digáis, yo soy un trabajador; yo tengo conciencia de serlo, y si tú y tú y tú pensaseis lo mismo, otro gallo nos cantaría!” 

Y en verdad lo soy. Sin embargo ¿Que estaría dispuesto a hacer, o a perder,  para que mis derechos se respeten? ¿Otros trabajadores en peores condiciones que las mías me considerarán su hermano; me verían dentro de su misma clase social. ¿Qué sacrificaría, contra quien lucharía, a quién o cuántos hombres mataría,  cuánto dolor estaría dispuesto a soportar y a infligir  por ver amanecer un mundo en el que mi clase aplastase a los explotadores, corruptos, y poderosos para gobernar mi destino sin temor a que nada ni nadie volviese nunca más a oprimir, engañar y esclavizar a los más débiles.? 

Si uno es más o menos condescendiente consigo mismo y lee “Diez días que estremecieron al mundo”  como quien lee un sencillo libro de historia, la primera de las tres preguntas anteriores se puede contestar con cierta comodidad, sobre todo si  tiene un puesto de trabajo con el que ganarse la vida. Con el mismo tipo de lectura -una lectura pasiva, intelectual, desde la distancia, utilizando la alteridad para comprender los hechos en su justa medida- la respuesta a las dos siguientes no tiene sentido, porque esos interrogantes no surgirían. Pero ¡ay! del insensato que se deje atrapar por el libro de Reed;  ¡ay! del pobre infeliz que imagine a los bolcheviques en procesión por las calles de su ciudad, banderas al viento, cantando La Marsellesa y La Internacional; ¡ay! de aquel  que, con una mínima conciencia de lo que ocurre hoy día, pierda el norte leyendo el libro  y  pretenda posar su existencia en  noviembre del 17 en el mismo  lugar donde pisó  cualquier ciudadano de San Petersburgo. ¡Ay! de aquel que frunza el ceño y amague con ponerse en pie, cuando lea los discursos apasionados de Lenin, y de Trostsky, imitando con su gesto el ademán más conocido de los dos líderes soviéticos... Ese pobre infeliz, insensato, y para algunos,  estúpido lector, soy yo. 

Yo he estado junto a John Reed en el Smolny, asistiendo a los apasionados debates estratégicos del Comité de Comisarios del pueblo recién constituido. Yo he estado junto a John Reed en la plaza del Palacio de Invierno, viendo cómo la masa proletaria armada  lo asaltaba. Yo he caminado por los pasillos de ese palacio, esquivando a decenas y decenas de representantes de los soviets que dormían en el suelo, rendidos, después de tres días de intensos debates ininterrumpidos. (Cuando escuchaban al orador “no se movían, dirigían sobre él una mirada de fijeza casi aterradora, las cejas fruncidas por el esfuerzo de pensar, su frente perlada de sudor, gigantes con los ojos inocentes y claros de niños y rostros de guerreros de epopeya”).  Yo he visto escribir los originales de los mil manifiestos que se publicaron en las decenas de periódicos que cada partido publicaba. Yo he sufrido junto a John Reed los rigores de “el frente helado, donde los miserables ejércitos padecían hambre y morían sin entusiasmo […] pálidos, descalzos, los hombres se consumían sobre el lodo eterno de las trincheras. Enderezándose a nuestro lado, los rostros contraídos, la piel azulada por el frío asomando por entre los desgarrones de la ropa, nos preguntaron ávidamente ¿Han traído ustedes alguna cosa que leer?”.  Yo me he manifestado en las calles, he asistido a pie de  trincheras a los combates decisivos y , sobre todo, yo he sido testigo de una audacia y una determinación que difícilmente pueda volver a repetirse en ninguna otra etapa de la historia, surgidas de una fe ciega en la victoria, de una inteligencia inaudita, el arma con la que reconocer las circunstancias  para utilizarlas de la manera más eficaz,  con el fin de  hacerse con la complicidad de los dubitativos  y  aniquilar  al enemigo.  “Así fue, entre el estruendo de la artillería, en la oscuridad, en medio de odios, del temor y de la audacia más temeraria cómo nació la nueva Rusia”, así fue cómo se cambió  la historia para siempre.

Para cambiar la historia, los bolcheviques se pasaron por el forro la  hoy sacrosanta democracia representativa y tomaron para el pueblo  lo que era suyo, el poder, y así  pudieron legislar según sus necesidades, las necesidades de los más desfavorecidos.  En función de este hecho y de la actualidad, al cerrar el libro de Reed me asediaba una tormenta de preguntas que para muchos, seguramente, son sencillamente ridículas,  de una ingenuidad chistosa, o siendo benevolentes, pasadas de moda y de respuesta más que obvia. Yo no estoy tan seguro. De hecho no estoy seguro de casi nada, por eso me pregunto ¿En el actual contexto socioeconómico, con 6 millones de parados, 2 millones de niños desnutridos,  y las grandes fortunas en auge, no hay ninguna organización política de izquierdas en España capaz de  movilizar a sus militantes para organizar al pueblo y como mínimo poner aprietos al corrupto capitalismo institucionalizado?. ¿No sería IU,  el Partido Comunista de España, sus partidos federados y los sindicatos obreros, los candidatos mejor posicionados para ponerse en la vanguardia del descontento, del sufrimiento y de la necesidad que padecen millones de personas? ¿Ha renunciado la izquierda española a luchar contra el capitalismo? ¿Qué haría yo, cómo actuaría yo  si se diese respuesta positiva a las dos preguntas anteriores? ¿Hay alguien en España  que cuestione seriamente, en su totalidad, el capitalismo? ¿Hay alguien en España que piense que el capitalismo y quienes lo promueven y lo gozan son la única causa de esta situación? ¿Ha nacido en algún lugar alguien parecido a Lenin? Si es así, ¿Cuántos años tiene ahora?. Ojalá sea un poco mayor que los niños con máscaras de  monstruo a los que despaché después de dejarles hablar, con mi mejor sonrisa, tiernamente,  utilizando buenas palabras, regalándoles un par de caramelos y  40 céntimos,  para  que no volviesen a llamar a la puerta reclamando lo que consideraban que  era suyo en la última noche de difuntos.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Nanobiografía del ángel caído


Yo le quería.
Le quiero, a pesar de todo.
Me vieron caer del cielo como un rayo*, dejando tras de mí,  sobre el cobalto, un rastro encarnado. Minutos antes había tratado de  besarme en la frente y él mismo me ayudó a arrodillarme, como si yo no supiese hacerlo solo. Tantas y tantas veces postrado en público, frente a su trono,  para mostrarle  humildad, fidelidad, obediencia, y mi amor infinito,  incluso ahora que palpito decapitado en esta cueva ensombrecida de la historia, sobreviviendo gracias a los golpes de corazón que me permiten seguir viendo el mundo, participar de él,  influir en los hombres, obnubilándoles el  entendimiento, y la razón, ayudándoles a ser lo que son.
Le miré impasible, valiente, ausente de rencor.
Surgieron espontáneas las palabras de mis ojos, exentas de insultos o reproches. Palabras de amor, sin solicitud de clemencia.
Al verme, no solo se dio cuenta de que me había enseñado bien, muy bien, concienzudamente, sino que yo había sido un discípulo ejemplar.
Vislumbré una mueca reprimida de constatación (un rey de verdad procura no desvelar los pensamientos de su alma). Fue como si en mi dignidad hubiese descubierto una prueba más de amenaza, como si certificase en la entereza de mi disposición al ofertorio de  mi sacrificio, la acreditación objetiva  de la admonición por mí urdida contra su reinado.
Sintió miedo:  de mi futuro y de su destino, el todopoderoso.  No tenía porqué. En el último instante,  justo antes de  apoyar la cabeza sobre  el cadalso, no pudo luchar contra  la franqueza con que le miraba, y desvió los ojos, simulando entregar su conciencia solitaria  al sufrimiento  de los deberes de Estado.
Me acarició levemente el cabello, a modo de despedida.  Hasta eso le agradezco. El viento helado de  las cumbres hace lo mismo con la  nieves  perpetuas.  He tenido que pasar por el trance de su justicia implacable para disfrutar de un instante de ternura. 

A veces, aquí,  en lo más recóndito de la caverna de los tiempos, inicio el gesto de tocarme  el pelo para recordar aquella sensación, y antes de alzar la mano, un torrente de sangre brota de las arterias del cuello debido al espasmo producido por  la carcajada cínica que ya no puedo  proferir más que con el corazón y con las vísceras.
El verdugo dejó caer el machado, mi cabeza se precipitó sobre el mimbre y mi cuerpo cayó muerto.
El más bello, el más honesto, el mejor preparado para mudar los tiempos, yacía sin rostro,  ajusticiado por su propio maestro a la espera  del  puntapié con que se precipitaría al abismo de los hombres.
Una vez descabezado, apartó de un manotazo al verdugo, agarró la cabeza sin vida y dirigió mi mirada degollada hacia el vacío  del vértigo,  por donde mi cuerpo caía sin fin,  para escarnio y ejemplaridad futura, con destino al castigo eterno.
Yo me vi a mí mismo. Él no lo sabe, pero yo pude verme. Le escuché palabras de sátrapa entre carcajadas de odio.
Y aun así le quiero.
Nadie hizo tanto por mí. El forjó mi leyenda y ahora yo gobierno con los hombres. Yo soy la rebelión que sacude al hombre y que le hace decir  “eso no es posible”, porque en el momento de pronunciar esa frase alberga la certeza, precisamente, de lo que es capaz.**
*Nuevo Testamento. Lucas 10:18
**Esta última frase en cursiva es una adaptación libre de un fragmento de “El mito de Sísifo”, obra del escritor y pensador Albert Camus.
FOTO: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Etienne Lantiere



Etienne:  Hace ya un mes que llegó el otoño. Sin embargo, los árboles todavía no dejan caer las hojas, duermo desnudo sobre la cama y no  es necesario el abrigo, ni si quiera  de madrugada. Hoy mismo, mientras  paseaba  para espantar tantas horas de oficina,  me acordaba de ti. Si me hubieses acompañado verías  florecer la hierba en los campos igual que si estuviésemos en primavera. Durante el paseo ha habido un momento en que me he detenido para observar tranquilamente el espectáculo de un prado inundado de pequeños tréboles blancos, abigarrados entre tallos de alfalfa. Parecía nieve, o la campiña en el mes de mayo; un sueño, una mentira,  o el recuerdo de la blancura inclemente con que el frío terrible teñía las vastas llanuras del Norte de Francia  por las que  anduve contigo no hace mucho en busca de trabajo, de un porvenir y del destino. 

Pero ocurrió lo que ocurrió; probablemente lo que tenía que ocurrir, y nuestros caminos se separaron. No he vuelto a saber de ti. Imagino que Plutarch te acogió de mil amores y  te ofrecieron un lugar en la Internacional. Si fue así, me alegro, ya no solamente por ti, sino por  todos los compañeros. Eras de los buenos, de los que no traicionan. Todavía recuerdo los dilemas morales con los que tu conciencia se debatía. Realmente  te mortificabas, porque lo que deseabas era   estar al lado de los tuyos, los más débiles, y al mismo tiempo querías  saber, necesitabas conocer, y ansiabas moverte en espacios donde las personas se relacionasen de otra manera. "Sentías aquella repugnancia, ese malestar del obrero que ha salido de su clase, que se ha refinado con el estudio y que está atormentado por la ambición". al tiempo que  “despreciabas a los buenos oradores, esas gentes que entran en la política como en el foro para ganar rentas a golpes de frases”. 

Sin embargo, tenías algo muy claro. “desde el 89 se habían reído de los trabajadores, declarándolos libres: sí, libres de morir de hambre […] Votar por unos tipos que luego se dedicaban a divertirse, sin pensar más en los miserables que en sus botas viejas […] Había que terminar con aquello, de buenas maneras, mediante leyes y con acuerdos de buena voluntad, o de modo salvaje, quemándolo todo y devorándose unos a otros […] porque ahora es el obrero que quiere comerse al obrero”. 

¡Qué extraña  y desconcertante es la memoria!. Después de tanto tiempo, me llegan los recuerdos  de aquellos años, los recuerdos de la mina Veureux y de Montsou,  mientras disfruto de mi tiempo libre frente a un plácido campo de alfalfa florida: un día como otro cualquiera  finalizamos  nuestro turno de 12 horas; 12 horas comprimidos en las grietas de la veta, respirando hulla y grisú, a 400 metros de profundidad. Salíamos al frío glacial del invierno totalmente  tiznados de negro,  igual que si hubiésemos salido  de un tintero, negros como el carbón y totalmente empapados en sudor. Todavía no me explico cómo no caíamos como insectos,  fulminados por una pulmonía. Una tarde, de camino a casa, nos cruzamos con una calesa en la que viajaban el ingeniero Negrel y las hijas del mayor accionista de la mina, un tipo tranquilo, de aspecto bonachón,  en el que se hacía buena la frase “el dinero que para uno ganan los demás es el que más engorda”. ¿Recuerdas?  Pudimos escuchar perfectamente cómo una de aquellas niñatas decía en tono jocoso “¡Sacad vuestros frasquitos de perfume, pasa el sudor del pueblo!”. No dijimos nada. No teníamos fuerza ni para apretar los puños. Con solo mirarnos supimos lo que pensábamos.  A mí me acudieron “ideas de miseria y de revancha”, y creo que los dos coincidíamos. De hecho la situación de explotación estaba llegando al límite. Cada vez nos pagaban menos y nos obligaban a trabajar más. La familia en cuya casa te alojabas, la familia Maeheu -¿recuerdas?- apenas reunía dinero suficiente para comer, y eso que –exceptuando su hija recién nacida, los dos menores, sin fuerzas apenas  como para empujar vagonetas, y   la pobre jorobada-  allí trabaja todo Dios: el padre, la madre, el hijo mayor, la muchacha ¿cómo se llamaba? Catherine (tu querida  Catherine)  el pequeño bribón  y hasta el abuelo, que a pesar de no tenerse en pie, todavía se veía con fuerzas para  hacer el turno de noche sacando vagonetas con los caballos: soñaba con sus 140 francos de jubilación. ¡Pobre infeliz!      

Era hermosa Catherine. Raquítica, de una blancura grisácea, y sin embargo  hermosa. No me extraña nada que perdieses los estribos por ella, ni que te partieses la cara con aquel  cabrón, el chivato de Chaval. Los tipos como Chaval son lo  peor;  peor que el más ambicioso de los accionistas, porque son  traidores. Y además ni siquiera vale la pena intentar razonar con ellos, decirles, por ejemplo, lo que pensabas un día en la taberna de Rasseneur.  Al verte ensimismado te pregunté y me dijiste medio borracho “Yo, por la justicia, lo daría todo, la bebida y las mujeres”. Nos reímos con ganas de aquella ocurrencia, pero al poco volviste a tu ensimismamiento y me dijiste, en tono reflexivo, mientras mirabas fijamente a Chaval  “Nunca seréis dignos de la felicidad, mientras tengáis algo vuestro, y mientras vuestro odio a los burgueses proceda únicamente de vuestra necesidad rabiosa de ser burgueses en su puesto”. 

Finalmente todo estalló. Más de 10.000 almas hambrientas, famélicas, puestas en pie después de 2 meses de huelga en busca de justicia, o de revancha, o de un destino lejano que ellos no pudieron ver, ni siquiera imaginar:  mi destino. Todavía veo la cara de horror del hijo de puta de Magrait, el dueño del supermercado, que prestaba víveres, petróleo para alumbrar las noches, jabón negro que convertía  el pelo en paja… todo  a cambio de  la carne mísera de  las jóvenes  hijas de los compañeros. Ahora  se me ha olvidado quién fue. ¿Fue la Mouquette? ¡Qué importa!  Le arrancó de cuajo la polla y los testículos y los colgó de una pica, a modo de bandera. Era un triunfo, la gloria de la venganza que la masa iracunda disfrutaría durante unos pocos minutos enfebrecida de rabia, extasiada ante la visión del colgajo sangrante. Llegaron los gendarmes y dispararon, y a los pocos días ya estaban todos bajando otra vez a la mina, derrotados, condenados ya en el vientre de sus madres, antes incluso de  su nacimiento, sin más futuro que la oscuridad  de las galerías, que la muerte en vida, entre carbón y miseria humana. 

Y ahora, mientras camino tranquilo a casa para darme una buena ducha, merendar, tomarme una cerveza con mis amigos y quizá planear lo que haremos este fin de semana, me invade un profundo sentimiento de vergüenza al  recordar todo aquello; aquellos días de lucha feroz por la más mínima dignidad, solamente por el pan.  

Etienne: Pocos años antes, antes incluso de que tu nacieses,  hubo un tipo muy listo, un economista  pagado de sí mismo,  de esa clase de economistas que devienen en poco menos que oráculos, como los que hay hoy.  Consiguió fama  y celebridad  transformando la  apología de  la explotación  en ciencia social. Se llamaba David Ricardo, sus teorías hicieron fortuna a principios del XIX  y fue el autor de la famosa “Ley del cobre”. La  ley del cobre dictaba que en aras de la buena salud de las economías europeas,  al  trabajador había que pagarle lo justo para que pudiese comer,  ni más ni menos, y así asegurar la energía de producción suficientemente  durante toda la semana. De manera  que, en aras de la ley del cobre -hoy en día vigente- en realidad solamente trabajábamos por el pan “¿Pan? ¿Basta con eso, imbéciles?” Así os hablaba el patrón cuando llegasteis a su casa a pedirle que  os incluyese el entibado de las galerías en el sueldo de la jornada diaria. Sabía lo que decía. ¡Ya lo creo que lo sabía!  

Como te explicaba,  la memoria de todo aquello me sonroja, me entristece, me provoca un sentimiento de culpabilidad infinito y profundo.  Tú no lo podías saber, porque tu lucha era la lucha de tu presente. Sin embargo,  tus sacrificios, tu  audacia y tu valentía, el dolor  y las vidas perdidas que dejasteis en el camino  no fueron  en vano. Gracias a ti, a decenas de miles de camaradas que se levantaron contra la avaricia y contra la injusticia, hoy tengo pensión, sanidad pública, y vacaciones pagadas. Firmamos cada año un convenio colectivo, donde pactamos con el empresario las condiciones laborales, y ese convenio es ley. Y, fíjate Etienne,  incluso he podido estudiar en la universidad. Sí, como lo oyes, en la universidad, yo, un hijo de trabajadores, que apenas sabían leer, escribir. ¿Puedes creelo, camarada?. 

Pero ahora, compañero, amigo,  ahora que  podemos votar a nuestros gobernantes, decidimos mayoritariamente, alegremente, en la gran fiesta de la democracia,  regalar el poder al dueño de la mina.  Y  vuelven a reírse en nuestra cara de imbéciles. Todo aquello por lo que luchasteis se está quedando en nada. Han conseguido  nuevamente que  el trabajador se coma al trabajador, mientras ellos, unos pocos, “en el fondo de sus grandes camas […] siguen durmiendo con la cabeza en la pluma de la almohada”.  

Y yo me siento como tú me decías que te sentías  “dominado por el desaliento ante el poder invencible de los grandes capitales, tan fuertes en la batalla que engordan en la derrota, devorando  los cadáveres de los pequeños caídos a su lado”.

Tanto las citas entrecomilladas y en cursiva como los nombres propios que se referencian en este texto pertenecen a la novela "Germinal" (1885), de Emile Zola