El domingo viví una erupción de pereza que me dejó tirado en el butacón lector durante toda la tarde. El acceso de vagancia llegó a tal extremo que las gafas de cerca, que siempre me cuelgo al cuello, se acomodaron por si solas en el costado derecho mientras todo mi cuerpo permanecía yaciente del costado izquierdo, apoyado casi en su totalidad por la cadera, de manera que era el cuello y no la espalda la que se apoyaba contra el respaldo y todo lo largo de mi existencia se asentaba sobre el lugar donde debería estar apoyado el culo. En ese estado leía ‘Bomarzo’, del argentino Manuel Mujica Láinez, una historia extraordinaria de ponzoñas, sortilegios, asesinatos, concubinas, parricidios, y noblezas renacentistas italianas narrada de la mano de un duque giboso, inmortal, con rostro de púber virgen y una maldad refinada propia del mismísimo diablo. Un libro que hay que leer, escrito primorosamente, con prosa exuberante y florida: una especie de avalancha léxica enredada en subordinaciones frondosas que nos muestra todas y cada una de las ambiciones e inquietudes que mueven a cualquier ser humano desde la perspectiva del incipiente siglo XVI, una época en la que la creatividad artística e intelectual surgió como río de lava deslizándose sobre una absoluta amoralidad social.
Decidí abandonar la lectura de ‘Bomarzo’ justo en el momento en que el narrador asesina a su hermano. En el estado de semi catatonia dominguera en el que me encontraba no me pareció de recibo pasar más páginas, de manera que, por respeto a la obra, dejé el libro abierto sobre la alfombra, en tendido prono, y opté por dar un respiro a los Orsini, a los Farnesse, a los Médici, a los Colonna y a sus luctuosas relaciones. Imbuido de apellidos italianos y sufriendo como estaba mi conciencia debido a mi estado de desidia casi paranormal , opté por destinar un poco de tiempo a encontrar la manera de descargarme de unos gramos de culpa y no tardé demasiado en hallar la expresión que le conferiría algo de clase a la galbana más indecente que nunca haya padecido. Dolce far niente, eso era, dolce far niente, el placer de no hacer nada; la sensación que se experimenta a cada segundo que pasa, tirado en un sillón, un domingo por la tarde. La certeza de que ése es el estado en el que uno quiere estar, si no de por vida, sí en esos instantes, bostezando; y a cada bostezo, oscuro, largo, y sonoro, una lágrima perezosa que no se decide a emanciparse del lacrimal, a deslizarse sobre la mejilla casi descoyuntada por el esfuerzo, como una excreción erótica surgida del acto justo de no hacer nada. Dolce far niente, la coartada léxica perfecta que convierte a un holgazán en un sabio, en alguien que sabe de verdad cómo disfrutar de las cosas buenas que nos ofrece la vida; tres palabras que transforman a un gandul en un sibarita, al haragán en filósofo hedonista … "Estos italianos -me decía a mi mismo en el momento culminante de mi ya dulce desidia- saben de verdad vender el valor del diseño, ya sea en la moda o en el lenguaje."
En esta coyuntura vital se produce el encefalograma plano, un dolor de cuello insufrible por el que no tenía la más mínima intención de hacer algo y cierto resquemor en las vértebras superiores y medias. El dibujo de un despojo de carne inerte era toda mi presencia en el mundo, a cuyos pies, igual que el viejo perro fiel, descansaba un libro que encerraba una historia a medio hacer porque yo había detenido el devenir de sus criaturas. Pasaron unos cuantos minutos, muchos minutos. Creo que hacía ya horas que el atardecer había dado paso a la noche, y entonces una señal débil, pero real, me sobresaltó el cerebro. Debió ser el bombardeo de noticias de toda la semana, o que de verdad el tema me interesaba. La cuestión es que vino a mí, como un eco arrinconado, la hipótesis difundida a través de todos los medios de comunicación de que la erupción volcánica que tenía lugar a poca distancia de la Isla de Hierro podría dar lugar a una nueva isla. Que la lava, si surgía con fuerza y en la suficientemente cantidad podría acabar formando un atolón, un islote o un arrecife en medio del océano; un parto telúrico que daría a luz a una nueva presencia terrenal, susceptible de cobijar bajo su superficie corales multicolores, multitud de peces devorándose los unos a los otros, como príncipes florentinos, entre grietas y cavidades submarinas. En la superficie de la nueva isla, sobre sus poco más de un centenar de metros cuadrados emergidos de lava fosilizada, también habría lugar para unas cuantas cabras nacionales que marcarían la propiedad del nuevo espacio territorial patrio.
Pero parece ser que las esperanzas de vulcanólogos y de periodistas se han abortado, porque el volcán canario submarino no está por labor. Bosteza, se mueve, prorrumpe en quejidos de placer y expresa su dolce far niente al mundo de la manera que sabe. De ahí a formar una isla va un abismo, porque se necesita una voluntad y un impulso titánico, colosal, propio de los días remotos, perdidos ya en el tiempo, en que se formaron los Montes Albanos sobre los que se construyó Roma. O la Toba Volcánica, sobre la que siglos y siglos después surgirían las creaciones humanas más rutilantes y bellas que haya podido contemplar el hombre en las ciudades renacentistas de la campiña Toscana, en donde los Orsini, los Pitigliano, los Farnesse, los Médici y los Colonna que dirimen sus vidas y ambiciones en ‘Bomarzo’ verterían la sangre de sus castas, el veneno en sus copas doradas y el semen corruptor sobre decenas de vientres y espaldas inocentes.
Y ya, hasta aquí mi dulce y sosegado domingo, mis horas perdidas de vida; pensamientos que surgen igual que el aire de un bostezo, o que el vapor de un volcán desganado: toda una potencia transformadora que se queda en una mancha en el océano, en falsas perspectivas mediáticas, en memoria de hemeroteca.
Curiosamente, todo esto me recuerda a algo, pero me da pereza empezar de nuevo.
Decidí abandonar la lectura de ‘Bomarzo’ justo en el momento en que el narrador asesina a su hermano. En el estado de semi catatonia dominguera en el que me encontraba no me pareció de recibo pasar más páginas, de manera que, por respeto a la obra, dejé el libro abierto sobre la alfombra, en tendido prono, y opté por dar un respiro a los Orsini, a los Farnesse, a los Médici, a los Colonna y a sus luctuosas relaciones. Imbuido de apellidos italianos y sufriendo como estaba mi conciencia debido a mi estado de desidia casi paranormal , opté por destinar un poco de tiempo a encontrar la manera de descargarme de unos gramos de culpa y no tardé demasiado en hallar la expresión que le conferiría algo de clase a la galbana más indecente que nunca haya padecido. Dolce far niente, eso era, dolce far niente, el placer de no hacer nada; la sensación que se experimenta a cada segundo que pasa, tirado en un sillón, un domingo por la tarde. La certeza de que ése es el estado en el que uno quiere estar, si no de por vida, sí en esos instantes, bostezando; y a cada bostezo, oscuro, largo, y sonoro, una lágrima perezosa que no se decide a emanciparse del lacrimal, a deslizarse sobre la mejilla casi descoyuntada por el esfuerzo, como una excreción erótica surgida del acto justo de no hacer nada. Dolce far niente, la coartada léxica perfecta que convierte a un holgazán en un sabio, en alguien que sabe de verdad cómo disfrutar de las cosas buenas que nos ofrece la vida; tres palabras que transforman a un gandul en un sibarita, al haragán en filósofo hedonista … "Estos italianos -me decía a mi mismo en el momento culminante de mi ya dulce desidia- saben de verdad vender el valor del diseño, ya sea en la moda o en el lenguaje."
En esta coyuntura vital se produce el encefalograma plano, un dolor de cuello insufrible por el que no tenía la más mínima intención de hacer algo y cierto resquemor en las vértebras superiores y medias. El dibujo de un despojo de carne inerte era toda mi presencia en el mundo, a cuyos pies, igual que el viejo perro fiel, descansaba un libro que encerraba una historia a medio hacer porque yo había detenido el devenir de sus criaturas. Pasaron unos cuantos minutos, muchos minutos. Creo que hacía ya horas que el atardecer había dado paso a la noche, y entonces una señal débil, pero real, me sobresaltó el cerebro. Debió ser el bombardeo de noticias de toda la semana, o que de verdad el tema me interesaba. La cuestión es que vino a mí, como un eco arrinconado, la hipótesis difundida a través de todos los medios de comunicación de que la erupción volcánica que tenía lugar a poca distancia de la Isla de Hierro podría dar lugar a una nueva isla. Que la lava, si surgía con fuerza y en la suficientemente cantidad podría acabar formando un atolón, un islote o un arrecife en medio del océano; un parto telúrico que daría a luz a una nueva presencia terrenal, susceptible de cobijar bajo su superficie corales multicolores, multitud de peces devorándose los unos a los otros, como príncipes florentinos, entre grietas y cavidades submarinas. En la superficie de la nueva isla, sobre sus poco más de un centenar de metros cuadrados emergidos de lava fosilizada, también habría lugar para unas cuantas cabras nacionales que marcarían la propiedad del nuevo espacio territorial patrio.
Pero parece ser que las esperanzas de vulcanólogos y de periodistas se han abortado, porque el volcán canario submarino no está por labor. Bosteza, se mueve, prorrumpe en quejidos de placer y expresa su dolce far niente al mundo de la manera que sabe. De ahí a formar una isla va un abismo, porque se necesita una voluntad y un impulso titánico, colosal, propio de los días remotos, perdidos ya en el tiempo, en que se formaron los Montes Albanos sobre los que se construyó Roma. O la Toba Volcánica, sobre la que siglos y siglos después surgirían las creaciones humanas más rutilantes y bellas que haya podido contemplar el hombre en las ciudades renacentistas de la campiña Toscana, en donde los Orsini, los Pitigliano, los Farnesse, los Médici y los Colonna que dirimen sus vidas y ambiciones en ‘Bomarzo’ verterían la sangre de sus castas, el veneno en sus copas doradas y el semen corruptor sobre decenas de vientres y espaldas inocentes.
Y ya, hasta aquí mi dulce y sosegado domingo, mis horas perdidas de vida; pensamientos que surgen igual que el aire de un bostezo, o que el vapor de un volcán desganado: toda una potencia transformadora que se queda en una mancha en el océano, en falsas perspectivas mediáticas, en memoria de hemeroteca.
Curiosamente, todo esto me recuerda a algo, pero me da pereza empezar de nuevo.
Bueno, le enlazo porque alguien que lee a Mujica Laínez (algo defenestrado por algún intelectual rioplatense al uso) merece la atención de mi Kosmonauta del Azulejo, que a falta de hombrecito, viaja por el espacio, y a falta de un azulejo verdadero, se apunta al plasma. Saludos
ResponderEliminarYo, por obligación,practico mucho el dolce far niente; pero el físico, no el mental;éste no descansa.
ResponderEliminarNo sabía que tienes que usar gafas "para leer".
Te haces mayor; los años no perdonan...................
Un beso, NENA
Kosmonauta, gracias por pasarte. La verdad es que es un verdadero placer leer a Mujica Láinez
ResponderEliminarNena, pues si, uso gafas para leer, porque sin ellas no veo un pimiento. A partir de los cuarentaytantos no se libra nadie, y yo ando ya cerquita de la otra decena, que me da miedo hasta de pronunciarla. No descanses nunca la mente Nena, siempre en marcha, siempre a punto. Un beso fuerte
Yo no suelo empezar nunca las cosas de nuevo, porque la fila que tiene delante es tan largo que no llegaría nunca al otro extremo.
ResponderEliminarJa, ja... Yo también me he rebelado hoy: perezosa, me dediqué a leer lo que no tocaba Döblin, Roth). Y al leerte calculé cuánto tiempo hacía que no volvía a esas páginas. ¡Y qué voracidad la del tiempo pra con los escritores. Abrazos!
ResponderEliminarJ.G. Es así, es como un bucle. Empezar de nuevo aquí signficaba replantear el motivo de la entrada. El volcán abortado es también alegoría de los últimos movimientos sociales:¿llegaran a solidificarse?
ResponderEliminarAna, ese el mayor placer que existe, dejar de lado las obligaciones y dedicarle el tiempo a lo que a uno le dé la real gana. Eso es libertad. Con Bomarzo lo que me ha ocurrido es que al ser una novela tan larga, en las últimas páginas sentía la urgencia de terminar, no por conocer el final del duque, sino por empezar la lectura de otro libro que me espera.
Abrazos
Desde luego la erupción de ideas y buenos textos de tu mente es incansable.
ResponderEliminar"Bomarzo" ¡que maravilla para los sentidos!. Por cierto, si quieres disfrutar de un lugar idílico para ese Dolce far niente, no te prives de relajarte en el extraordinario jardín de Bomarzo, cercano a Roma. Abrazos.
Sí, una maravilla, cierto. Una explosión del lenguaje. Es un libro ejemplar para explicar aquello de 'forma y contenido'...
ResponderEliminarEstuve en Roma y descansé de las caminatas en los de Villa Borghese, y en algun otro, pero no recuerdo sus nombres. Quizá, sin saberlo, reposé al lado de Silvio.
Un saludo cálido amigo Carlos. Sigo tu blog.
Pero Hablador, te hablo del jardín de Bomarzo porque es algo diferente a los clásicos jardínes. Una experiencia muy especial y curiosamente desconocida para muchos (incluidos los italianos). Sin ánimo de ser pesado te enlazo al video que le dediqué.
ResponderEliminarhttp://elbuscadordetusitalas.blogspot.com/search/label/Bomarzo
¡Joder Carlos! ¡Qué grande! Ni idea del origen del libro, ni de que el jardín existiese realmente.
ResponderEliminarPor eso te decía lo que te decía, porque al referenciarlo tu en tu comentario, pensaba que era un jardín al uso con el nombre de la saga noble del duque.
La cosa es que descubrir esa maravilla después de leer la novela a través de tu entrada y con el video ha sido como si la lectura que he hecho tuviese poder creador, físico, real. ¡Todo, en suma, mágico!
Muchas gracias, de verdad.
(casi casi te he dejado el mismo comentario en la entrada que me has relacionado