jueves, 10 de enero de 2019

VOX Boy



Cuando vamos al colegio somos niños que observamos la vida como niños. Sin embargo, en el aula ya se construye  el paisaje social y político que se  traduce literalmente  al mundo adulto. No quiero decir  que empiece a intuirse. Quiero decir que los modos y maneras de los niños y niñas y el código de  relaciones que mantienen ya definen y reflejan exactamente lo que ocurre afuera. De algún modo, el colegio y la sociedad que se desarrolla más allá de los muros de los patios son mundos paralelos, espejos enfrentados, en los que  se dirimen diferentes maneras de afrontar la vida. 

Yo, por ejemplo,  recuerdo muy bien  al macarra de la clase, un tipo al que he perdido la pista pero que perfectamente podría estar militando en VOX, incluso con algún cargo, y hasta es posible que llegue a ministro. Prefiero no decir su nombre, porque todavía me da miedo, y esta gente no se anda con chiquitas. Lo llamaremos, para entendernos, VOX  Boy.

Una de sus aficiones  consistía en robar los bocadillos que le apetecían. En su casa no pasaban hambre, más bien todo lo contrario, porque su padre conducía uno de los mejores automóviles que se podían comprar en aquel tiempo. También alardeaba de poseer la  mano más ligera y mortífera del colegio. Solía ensayar con quien primero le cayese al lado los golpes de kickboxing que aprendía en un gimnasio. Algunas mañanas  venía a clase provisto de sus lunchakos, o de puños de hierro, o de un tipo de navajas de doble filo que se esgrimen o se esconden a golpe de muñeca. Al compañero que le tocaba en suerte sentarse delante de él sufría constantemente sus collejas. Ante el arsenal que habitualmente ostentaba, nadie osaba denunciarlo al profesor. 

VOX  Boy era insolente, ladrón, marrullero, violento, deshonesto, mentiroso, vago, tremendamente  machista, homófobo y un racista empedernido. Sí, efectivamente, un  niño puede ser todo eso siendo todavía  un niño. Jamás estudiaba, pero le daba igual aprender o no aprender porque eso en su casa jamás supuso un problema. Cuando se aburría siempre encontraba un motivo para la pelea, o para humillar a los más débiles. Si en algún momento el profesor le reprendía,  hallaba el modo de encolomarle la culpa a otro o de no sufrir el castigo solo, sino en compañía de algún inocente.

Gastaba bromas procaces a costa de la profesora o insultaba a las niñas. Recuerdo que una vez le sorprendieron espiando a través de un agujero que había hecho  en el tabique de separación de los lavabos. También solía escribir anónimos a algunas compañeras con amenazas de violación. Escribía frases como “Tiaguarra te boy ha tocar las tetas” o “boy ha meter mimorro en tupotorro”.  Sus insultos preferidos eran ¡Maricón del culo!¡ Niñaza! Manipulaba los frenos de la silla de ruedas de una compañera que padecía esclerosis múltiple  para que sufriese pequeños accidentes y cuando ocurrían rompía a reír. Entonces en clase no teníamos compañeros de otras razas o de más orígenes que cualquiera de las provincias de España, pero a los que eran muy morenos, como él mismo, les tildaba de ¡puto gitano! o ¡el cara moro asqueroso este¡. 

Un día llegó a liderar una especie de rebelión nacional porque varios alumnos de séptimo B habían entrado a clase a robarnos los bocadillos, lo cual suponía para VOX Boy una intromisión inadmisible en su territorio. Así es que, aprovechando nuestra indignación, insufló en nosotros el sentido  identitario de séptimo A, y al grito de  ¡a por ellos!, una tarde nos congregó a la mayoría en un solar próximo para organizar una buena pelea contra séptimo B. La cosa no llegó a mayores, porque intercedieron los profesores, pero el mayor ladrón de bocadillos de la historia infantil y juvenil no se quedó con las ganas de probar su arsenal en la piel de los otros. VOX Boy  marcó sus puños de hierro en el rostro de dos de los más débiles compañeros de la otra clase. 

Y así. 

Yo, en mis pocas luces, no entendía cómo VOX Boy podía condicionar impunemente con sus acciones la vida escolar de todos nosotros. Con el tiempo he conseguido extraer algunas conclusiones al respecto. Para los profesores, el mundo de sus alumnos era  impermeable. Mientras pudiesen impartir la clase, lo que sucedía más allá de la tarima o de su mesa no era de su incumbencia. Sin embargo, esa especie de indiferencia o de laissez faire, digámoslo así, institucional, no era la clave. Lo que realmente  propiciaba la acción diaria e indemne de VOX Boy era el silencio cobarde y sumiso  de quienes le padecíamos y su alianza con determinados compañeros de la clase, quienes constantemente le reían las gracias, blanqueaban sus acciones  o incluso  a veces le acompañaban en sus hazañas.

A pesar de estas conclusiones, a  día de hoy todavía sigo preguntándome  por qué la gran mayoría de la clase, por qué los niños más o menos normales de la clase, que solamente pretendíamos vivir con tranquilidad nuestros recreos, nuestros deberes y nuestros aburrimientos, no hacíamos nada por neutralizar a VOX Boy y sus afines. Éramos más, pero a la hora de la verdad  éramos menos, y VOX Boy lo sabía. Solamente tenía que mirarnos para constatar su poder.

Hoy le he visto en televisión, muy repeinado, escrupulosamente afeitado, impecablemente trajeado, mirando a  la cámara igual que nos miraba a nosotros, con ojos de serpiente y un conato de sonrisa que camufla un futuro  rebosante de malas intenciones. Por el modo de mirar  me ha parecido advertir que él  también me veía. Entonces he apagado inmediatamente la televisión porque me ha dado la sensación de que,  una vez más, VOX Boy  ha identificado mi miedo.

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