Tenía que ser hoy, y no otro día.
Hoy.
Ya
hace semanas que me baila la decisión. Ya hace semanas que he perdido
las ganas y las ideas, que no me gusto cuando me leo, que no hay manera
de quitarles de encima el horrible olor a inutilidad que despiden cada una de las frases que emborrono y lanzo al estercolero.
Hoy,
además, se me ha ocurrido entrar en el apartado de estadísticas que
ofrece Blogspot y he visto que durante esta última semana más de
2.000 rusos y 1.640 alemanes han leído alguno de mis textos.
Y entonces he pensado, muy digno, ¡Yo no escribo para un robot. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Una escusa como cualquier otra para dejar de publicar entradas durante un largo tiempo.
No sé hasta cuando.
Hasta que mis palabras vuelvan a oler bien, si es que alguna vez tuvieron aroma.
No
aspiro a perfumes suntuosos. Solamente a un poco de frescura; una lavanda
suave como la que utilizo cada mañana para
sentirme despierto antes de coger el coche y conducir hacia el trabajo.
¡A vuestra salud y hasta pronto !
Vengo del tiempo para ver y para hablar de nuevo. De lo que me parezca. De lo que me venga en gana. Yo sí estoy de vuelta de todo. Vengo buscando a Dolores, por si no se ha olvidado de mi. Vengo a conocer al hombre nuevo del siglo XXI. Vengo a vivir las vidas que quise vivir pero que no existían. A eso vengo.
lunes, 25 de julio de 2016
miércoles, 20 de julio de 2016
Mañanita de compras
Hola, buenas, ¿qué desea?. Un poco de dignidad. Hoy no tenemos. ¿Cuándo me puedo pasar?. Va para largo. ¿Y eso?. Ya no la fabrican. ¿No puedo encontrarla en ningún sitio?. Hay algunos que la fabrican artesanalmente, pero no se la recomiendo, no tienen garantía y la destilación se realiza en casas particulares, en alambiques sin el sello de sanidad. ¿Pero funciona?. Sí, parece que sí, pero ya le digo, es peligroso, tal y como están las cosas y lo acostumbrados que nos tienen a la comida envasada, puede obtener tal grado de pureza que acabaría por perder la vista, o mucho peor, por contraer una parálisis cerebral. ¿Y no hay nada que se le parezca?. Ahora mismo, igualito a la dignidad de toda la vida no hay nada. ¡Pues vaya, y ahora qué hago yo sin mi pizca diaria de dignidad! Como último recurso puede probar usted en una tienda que hay justo en la carrera de San Jerónimo, aquí mismo, en Madrid. ¡Pero si no hay en ningún otro sitio, estará por las nubes! ¡Ya le digo!, no tiene más que ver la útlima venta: a unos catalanes que llevan vendiéndola al 3% durante lustros se la han comprado a cambio de un montón de promesas que venían haciendo a la gente los últimos años! ¡No me joda! Como se lo digo, cinco votos de diputados, de los de vellón, de los de verdad, lo que viene siendo más o menos el voto de quinientas mil personas. ¡Pue sí que...! ¡Así está la vida, amigo.! Ya veo... No me va a quedar más remedio que fabricármela yo mismo, porque yo sin diginidad no sé estar. ¡Usted verá, yo ya hace tiempo que no tomo, y míreme, aquí sigo, tan tranquilo! Sí, la verdad es que no se le va mal del todo, no; igual solo es cuestión de acostumbrarse... Igual.. ¡Tenga usted buen día! ¡Lo mismo digo, hombre!
lunes, 18 de julio de 2016
Contra la peste del olvido (80 años después del Golpe de Estado en España)
"Su padre se lo dijo: “tas”. Aureliano escribió el nombre en
un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de
no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera
manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar.
Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi
todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo,
de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su
padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más
impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el
pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla,
reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las
plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco,
estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía
llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no
se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en
la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes
de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay
que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que
hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron
viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las
palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de
la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía
Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas
las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los
sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral
que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por
ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar
Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando
concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído
el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo
construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se
recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril
y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de
oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al
último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas
prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la
máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los
maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad
de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad
de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario
giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una
manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas,
cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la
campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con
cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de
José Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y dentro de ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades."
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y dentro de ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades."
Gabriel García Márquez
"Cien años de soledad"
martes, 12 de julio de 2016
Tutorial
Haz una cosa. Antes
de escribir en la pantalla blanca, deja que el cursor del editor de textos
parpadee durante unos segundos. Míralo fijamente. Es muy importante que no dejes
de mirarlo, que mantengas los ojos bien abiertos, porque
para vivir plenamente la experiencia de la que te hablo es absolutamente imprescindible
no tocar el teclado y permitir que la
máquina ante la que uno se encuentra
siga latiendo en calma, con su parpadeo exclusivo.
Cuando creas que
has entendido la esencia de su intermitencia, cuando seas capaz de avanzar o prever el
instante preciso en que la señal negra vertical aparece y desaparece; cuando en
definitiva constates que el cursor y tú sois un mismo ser, un mismo organismo pluricelular, una perfecta simbiosis biológica y computacional, entonces
es cuando puedes colocarle encima el puntero del ratón, o arrastrar tu dedo
sobre el rectángulo rugoso de tu portátil hasta colocar la cicatriz móvil que señala
el lugar donde te encuentras sobre la marca latente que se contrae y se
dilata, que aparece y desaparece en el extremo septentrional de la pantalla,
hacia Occidente, donde se pone el sol,
donde desaparece la luz del día, en una frecuencia similar a la cardiaca;
sístoles y diástoles coreografiadas con tu pulso, con la cadencia de tu corazón,
el pálpito en las sienes de la vida que
corre y sigue, mientras más allá de ese latido que ya es el tuyo no hay más que el pánico al páramo, un
nuevo amanecer sin palabras, la
confirmación recurrente de la mediocridad.
Si sigues al pie de
la letra estas instrucciones habrás conseguido el objetivo, la ausencia de la intermitencia.
Entonces ya solamente advertirás, perplejo, la
presencia firme del puntero triunfante, la manifestación de una irreparable hemiplejia gráfica, síntoma de una agrafía incurable que anticipará la dolorosa realidad de tu propia inexistencia.
martes, 5 de julio de 2016
La penúltima derrota
Cuando ordena se
impone. Su voluntad es soberana y plenipotenciaria. Resulta inútil cualquier maniobra. Si se lo propone,
es eficazmente imperativo, tremendamente
eficiente en el cumplimiento de sus objetivos y un déspota con quien cuestione,
en poco o en mucho, su real y santa disposición.
Yo, que anduve
los caminos lúgubres de la resurrección; yo, que acompañé a Roy más allá de las
puertas de Tannhauser, he rendido mis armas a sus pies.
Yo, amigo único de las
criaturas deshabitadas de Hopper;
fascinado por los acantilados de Friedrich; víctima prospectiva de las pistolas
de Larra, y postulante fracasado a un
romanticismo sin banderas, confieso mi claudicación ante la razón todopoderosa.
Todo esfuerzo es vano.
Miles de páginas
leídas, criaturas extraordinarias, seres deleznables; héroes, putas y villanos. Realidades más allá de la verdad con promesas de otras vidas no hallan aposento en mi cabeza para consignar y dar testimonio de mi paso por
los distritos de la inteligencia, de la
belleza y de la emoción.
Solo sedimenta el veneno; el gruñido soez de la voz
brabucona; el fruto doloso del fraude y
la rapiña; el rostro agarfiado del
truhán facineroso; la cuadrilla garitera de hampones sin escrúpulos.
La felonía asienta el poso de la trampa y el limo
de la impotencia en una acumulación de asco que obstruye con sus deposiciones el tragaluz, la pequeña lumbrera por la que hace
un tiempo se solía filtrar algún que otro destello, un leve soplo de aire, minúsculas
migajas que alimentaban mi espíritu.
Y ante tal estado
del presente, o me someto o acabo con todo, porque, aunque quien escribe estas
palabras es el corazón, el cerebro es quien las dicta. ¿Sangraré en la batalla,
o izaré al primer asalto la bandera blanca de los achantados?