viernes, 19 de septiembre de 2014

El martillo pilón



Y dale que dale con el martillo pilón
Dale a la cabeza una y otra vez, sin parar, hasta aplastarla
Y dale que dale con el martillo pilón
Un día, y otro día, mañana tarde y noche
Dale que dale con el martillo pilón


Hablemos a todas horas, en todo momento de banderas, y de patrias, y de donde he nacido, de dónde he venido y de quién me parió. De la sangre, la raza, los  linajes,  y de nuevo las banderas,  la cuna o la genética y del tiempo que se marchó


Y dale que dale con el martillo pilón


Hablemos a todas horas, en todo momento,  de idiomas, con quién hablo, dónde hablo lo que hablo, qué hablo, de qué hablo, por qué hablo lo que hablo


Y dale que dale con el martillo pilón


Hablemos a todas horas, en todo momento de historia, desde qué punto de la historia, la historia que me conviene, la que te conviene, la historia que no está escrita, la que queremos escribir, leyendas, fábulas y mitos


Y dale que dale con el martillo pilón


Hablemos a todas horas, en todo momento de reyes, de reyes en guerra,  y convirtamos al rey  vencido en un republicano por la gracia de dios


Y dale que dale  con el martillo pilón


Hablemos a todas horas, en todo momento  de la libertad de los pueblos. Siempre en la boca la libertad de los pueblos. Pues ¡ea!, vamos a ello ¿De  qué lado estaremos?  ¿Palestina  o  Israel ? ¿Marruecos o el Sahara?  ¿Y hoy, de qué lado estáis? ¿Cuba o USA?

Y dale que dale con el martillo pilón


Hablemos a todas horas, en todo momento, de decidir lo que quiero decidir, del derecho copulativo a decidir si quiero o no quiero ser, a decidir dónde quiero estar; decidir lo que soy o de dónde soy, pero  lo que quiero, lo que anhelo, lo que necesito, mis derechos transitivos... ¡ay! esos no me los dejan decidir

Y dale que dale con el martillo pilón


Hablemos a todas horas, en todo momento, también del pueblo. En la boca siempre el pueblo. El pueblo convertido en bandera. El pueblo es un idioma, una geografía, una cifra. El pueblo  estúpido  porque al pueblo se  le nombra cuando yo quiero que se le nombre. El pueblo existe cuando yo lo ordeno. El pueblo no sufre, el pueblo no muere, el pueblo  vota cuando yo digo que vote por aquello que yo quiero que vote. Al pueblo me lo paso por los huevos cuando es el pueblo -y no yo- quien  dice  ¡nosotros somos el pueblo.!


Y dale que dale con el martillo pilón
 
Dale a la cabeza una y otra vez, sin parar, hasta aplastarla
Y dale que dale con el martillo pilón.
Un día, y otro día, mañana tarde y noche
Dale que dale con el martillo pilón


(¡Cuándo callarán los golpes de este insoportable  martillo pilón!)

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Tan simple como el agua


He vuelto a casa después del mar y me he encontrado con los cristales de las ventanas del salón  sucios, moteados de gotas de polvo, o de barro. Al salir hace un mes no cerré conveniente la persiana. La dejaría  unos  centímetros  abierta,  probablemente por seguridad, por simular ante posibles delincuentes estivales, amigos de la miseria ajena, que en casa sí que había alguien, que la casa seguía viva, que mucho ojito con intentar apalancar la puerta porque se iban a encontrar alguien que -valiente y protector de lo suyo- les hubiese dado hasta los buenos días.
Siempre  me ha sorprendido  el rastro turbio  que el agua de la lluvia deja en los cristales. No solo supone una molestia, porque un día u otro tiene uno que  limpiarlos, sino, por añadidura,  todo un misterio. Puedo entender que un determinado tipo de precipitación rica en polvos saharianos sedimente sobre todo aquella superficie sobre la que cae, y pinte sobre el capó de nuestros automóviles una especie de  lienzo  impresionista que nos evoca  la realidad venida de lejos, más allá de nuestro sur, como si se tratase de un mensaje en clave, un telegrama atmosférico, metafórico,  que  reclama nuestra atención -a pesar de que no escuchemos- sobre las desigualdades que se producen por el solo hecho de nacer a un lado u otro de un paralelo determinado.
Esa es la única explicación que hallo, porque de todos es sabido que la principal característica que  posee el agua de lluvia es la ausencia de cualquier aditamento; la pureza, la limpieza de cada una de las gotas que se precipita desde del cielo y llena los lagos, los embalses  o vuelve al mar, y discurre por las calles, arrastrando a su paso nuestras huellas en forma de  basura y  desperdicios.
Quien desee comprobar las virtudes del agua de lluvia no tiene más que salir a descubierto en plena tormenta y dejarse empapar. Si al tiempo  que disfruta de la gozosa sensación de un reconfortante renacer también desea comprobar su inocuidad,  deberá recoger un poco en el interior de  un recipiente cualquiera. Tras el chaparrón no hay más que colocarse frente a la ventana y lanzar el contenido contra el cristal.  Mientras respiramos el olor de la tierra, o vemos como se retiran las última nubes negras hacia otros lugares, nos daremos cuenta de que la superficie no solo no se ha ensuciado, sino que, allí donde ha chocado el agua, la luz del día se refleja con tal solidez que la ventana  nos devuelve nítidamente el pasmo  de nuestro rostro sorprendido como si en lugar de  estar ante una ventana estuviésemos ante un espejo.
Ya pueden  venir científicos y apóstoles de lo empírico a explicarme el fenómeno. No les va resultar nada fácil hacerme entender  por qué  en ausencia de cornisa  o de cualquier otro elemento arquitectónico que pueda provocar la percusión de las gotas de lluvia contra el cristal, éste, tras mi ausencia veraniega,  ha aparecido jaspeado por diminutas marcas circulares en su mayor parte, otras en forma de lágrima, y las menos  totalmente irregulares, pero todas ellas con la particularidad de lucir  un ligero rastro amarronado en su contorno, lo cual les confiere un carácter de boñiga de campo, minúscula defecación  y en el mejor de los casos, el indicio de un estornudo imposible.
Dada la amplitud de la ventana del salón no resulta demasiado difícil imaginar una estrecha faja punteada de lado a lado de la zona inferior del cristal con innumerables huellas que podrían ser, en un mundo de insectos, los cráteres provocados por un bombardeo mortal, un campo minado, descubierto y desactivado a tiempo por el enemigo, o el paisaje desolado de un planeta destruido.
Sin embargo, ante la imposibilidad de dar con una explicación convincente,  mucho me temo que nada de eso tiene más sentido que el afán por extraer del misterio  un par de frases presuntuosas, por lo demás, exentas de toda lógica y vacías de contenido. De modo que, a falta de razones y vencido por el enigma,  lo mejor es dejarse de especulaciones y borrar para siempre la señal de mi ausencia durante la que los días de agosto han traído hacia mi ventana vientos, agua  y barros;  los  vestigios de un escándalo,  los restos miserables de una degradación, o sencillamente -tan simple como el agua- la evidencia de la realidad obcecada que cada año vuelve y salpica  el cristal con la única finalidad de disolver  espejismos.