miércoles, 30 de octubre de 2013

Nanobiografía del ángel caído


Yo le quería.
Le quiero, a pesar de todo.
Me vieron caer del cielo como un rayo*, dejando tras de mí,  sobre el cobalto, un rastro encarnado. Minutos antes había tratado de  besarme en la frente y él mismo me ayudó a arrodillarme, como si yo no supiese hacerlo solo. Tantas y tantas veces postrado en público, frente a su trono,  para mostrarle  humildad, fidelidad, obediencia, y mi amor infinito,  incluso ahora que palpito decapitado en esta cueva ensombrecida de la historia, sobreviviendo gracias a los golpes de corazón que me permiten seguir viendo el mundo, participar de él,  influir en los hombres, obnubilándoles el  entendimiento, y la razón, ayudándoles a ser lo que son.
Le miré impasible, valiente, ausente de rencor.
Surgieron espontáneas las palabras de mis ojos, exentas de insultos o reproches. Palabras de amor, sin solicitud de clemencia.
Al verme, no solo se dio cuenta de que me había enseñado bien, muy bien, concienzudamente, sino que yo había sido un discípulo ejemplar.
Vislumbré una mueca reprimida de constatación (un rey de verdad procura no desvelar los pensamientos de su alma). Fue como si en mi dignidad hubiese descubierto una prueba más de amenaza, como si certificase en la entereza de mi disposición al ofertorio de  mi sacrificio, la acreditación objetiva  de la admonición por mí urdida contra su reinado.
Sintió miedo:  de mi futuro y de su destino, el todopoderoso.  No tenía porqué. En el último instante,  justo antes de  apoyar la cabeza sobre  el cadalso, no pudo luchar contra  la franqueza con que le miraba, y desvió los ojos, simulando entregar su conciencia solitaria  al sufrimiento  de los deberes de Estado.
Me acarició levemente el cabello, a modo de despedida.  Hasta eso le agradezco. El viento helado de  las cumbres hace lo mismo con la  nieves  perpetuas.  He tenido que pasar por el trance de su justicia implacable para disfrutar de un instante de ternura. 

A veces, aquí,  en lo más recóndito de la caverna de los tiempos, inicio el gesto de tocarme  el pelo para recordar aquella sensación, y antes de alzar la mano, un torrente de sangre brota de las arterias del cuello debido al espasmo producido por  la carcajada cínica que ya no puedo  proferir más que con el corazón y con las vísceras.
El verdugo dejó caer el machado, mi cabeza se precipitó sobre el mimbre y mi cuerpo cayó muerto.
El más bello, el más honesto, el mejor preparado para mudar los tiempos, yacía sin rostro,  ajusticiado por su propio maestro a la espera  del  puntapié con que se precipitaría al abismo de los hombres.
Una vez descabezado, apartó de un manotazo al verdugo, agarró la cabeza sin vida y dirigió mi mirada degollada hacia el vacío  del vértigo,  por donde mi cuerpo caía sin fin,  para escarnio y ejemplaridad futura, con destino al castigo eterno.
Yo me vi a mí mismo. Él no lo sabe, pero yo pude verme. Le escuché palabras de sátrapa entre carcajadas de odio.
Y aun así le quiero.
Nadie hizo tanto por mí. El forjó mi leyenda y ahora yo gobierno con los hombres. Yo soy la rebelión que sacude al hombre y que le hace decir  “eso no es posible”, porque en el momento de pronunciar esa frase alberga la certeza, precisamente, de lo que es capaz.**
*Nuevo Testamento. Lucas 10:18
**Esta última frase en cursiva es una adaptación libre de un fragmento de “El mito de Sísifo”, obra del escritor y pensador Albert Camus.
FOTO: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Etienne Lantiere



Etienne:  Hace ya un mes que llegó el otoño. Sin embargo, los árboles todavía no dejan caer las hojas, duermo desnudo sobre la cama y no  es necesario el abrigo, ni si quiera  de madrugada. Hoy mismo, mientras  paseaba  para espantar tantas horas de oficina,  me acordaba de ti. Si me hubieses acompañado verías  florecer la hierba en los campos igual que si estuviésemos en primavera. Durante el paseo ha habido un momento en que me he detenido para observar tranquilamente el espectáculo de un prado inundado de pequeños tréboles blancos, abigarrados entre tallos de alfalfa. Parecía nieve, o la campiña en el mes de mayo; un sueño, una mentira,  o el recuerdo de la blancura inclemente con que el frío terrible teñía las vastas llanuras del Norte de Francia  por las que  anduve contigo no hace mucho en busca de trabajo, de un porvenir y del destino. 

Pero ocurrió lo que ocurrió; probablemente lo que tenía que ocurrir, y nuestros caminos se separaron. No he vuelto a saber de ti. Imagino que Plutarch te acogió de mil amores y  te ofrecieron un lugar en la Internacional. Si fue así, me alegro, ya no solamente por ti, sino por  todos los compañeros. Eras de los buenos, de los que no traicionan. Todavía recuerdo los dilemas morales con los que tu conciencia se debatía. Realmente  te mortificabas, porque lo que deseabas era   estar al lado de los tuyos, los más débiles, y al mismo tiempo querías  saber, necesitabas conocer, y ansiabas moverte en espacios donde las personas se relacionasen de otra manera. "Sentías aquella repugnancia, ese malestar del obrero que ha salido de su clase, que se ha refinado con el estudio y que está atormentado por la ambición". al tiempo que  “despreciabas a los buenos oradores, esas gentes que entran en la política como en el foro para ganar rentas a golpes de frases”. 

Sin embargo, tenías algo muy claro. “desde el 89 se habían reído de los trabajadores, declarándolos libres: sí, libres de morir de hambre […] Votar por unos tipos que luego se dedicaban a divertirse, sin pensar más en los miserables que en sus botas viejas […] Había que terminar con aquello, de buenas maneras, mediante leyes y con acuerdos de buena voluntad, o de modo salvaje, quemándolo todo y devorándose unos a otros […] porque ahora es el obrero que quiere comerse al obrero”. 

¡Qué extraña  y desconcertante es la memoria!. Después de tanto tiempo, me llegan los recuerdos  de aquellos años, los recuerdos de la mina Veureux y de Montsou,  mientras disfruto de mi tiempo libre frente a un plácido campo de alfalfa florida: un día como otro cualquiera  finalizamos  nuestro turno de 12 horas; 12 horas comprimidos en las grietas de la veta, respirando hulla y grisú, a 400 metros de profundidad. Salíamos al frío glacial del invierno totalmente  tiznados de negro,  igual que si hubiésemos salido  de un tintero, negros como el carbón y totalmente empapados en sudor. Todavía no me explico cómo no caíamos como insectos,  fulminados por una pulmonía. Una tarde, de camino a casa, nos cruzamos con una calesa en la que viajaban el ingeniero Negrel y las hijas del mayor accionista de la mina, un tipo tranquilo, de aspecto bonachón,  en el que se hacía buena la frase “el dinero que para uno ganan los demás es el que más engorda”. ¿Recuerdas?  Pudimos escuchar perfectamente cómo una de aquellas niñatas decía en tono jocoso “¡Sacad vuestros frasquitos de perfume, pasa el sudor del pueblo!”. No dijimos nada. No teníamos fuerza ni para apretar los puños. Con solo mirarnos supimos lo que pensábamos.  A mí me acudieron “ideas de miseria y de revancha”, y creo que los dos coincidíamos. De hecho la situación de explotación estaba llegando al límite. Cada vez nos pagaban menos y nos obligaban a trabajar más. La familia en cuya casa te alojabas, la familia Maeheu -¿recuerdas?- apenas reunía dinero suficiente para comer, y eso que –exceptuando su hija recién nacida, los dos menores, sin fuerzas apenas  como para empujar vagonetas, y   la pobre jorobada-  allí trabaja todo Dios: el padre, la madre, el hijo mayor, la muchacha ¿cómo se llamaba? Catherine (tu querida  Catherine)  el pequeño bribón  y hasta el abuelo, que a pesar de no tenerse en pie, todavía se veía con fuerzas para  hacer el turno de noche sacando vagonetas con los caballos: soñaba con sus 140 francos de jubilación. ¡Pobre infeliz!      

Era hermosa Catherine. Raquítica, de una blancura grisácea, y sin embargo  hermosa. No me extraña nada que perdieses los estribos por ella, ni que te partieses la cara con aquel  cabrón, el chivato de Chaval. Los tipos como Chaval son lo  peor;  peor que el más ambicioso de los accionistas, porque son  traidores. Y además ni siquiera vale la pena intentar razonar con ellos, decirles, por ejemplo, lo que pensabas un día en la taberna de Rasseneur.  Al verte ensimismado te pregunté y me dijiste medio borracho “Yo, por la justicia, lo daría todo, la bebida y las mujeres”. Nos reímos con ganas de aquella ocurrencia, pero al poco volviste a tu ensimismamiento y me dijiste, en tono reflexivo, mientras mirabas fijamente a Chaval  “Nunca seréis dignos de la felicidad, mientras tengáis algo vuestro, y mientras vuestro odio a los burgueses proceda únicamente de vuestra necesidad rabiosa de ser burgueses en su puesto”. 

Finalmente todo estalló. Más de 10.000 almas hambrientas, famélicas, puestas en pie después de 2 meses de huelga en busca de justicia, o de revancha, o de un destino lejano que ellos no pudieron ver, ni siquiera imaginar:  mi destino. Todavía veo la cara de horror del hijo de puta de Magrait, el dueño del supermercado, que prestaba víveres, petróleo para alumbrar las noches, jabón negro que convertía  el pelo en paja… todo  a cambio de  la carne mísera de  las jóvenes  hijas de los compañeros. Ahora  se me ha olvidado quién fue. ¿Fue la Mouquette? ¡Qué importa!  Le arrancó de cuajo la polla y los testículos y los colgó de una pica, a modo de bandera. Era un triunfo, la gloria de la venganza que la masa iracunda disfrutaría durante unos pocos minutos enfebrecida de rabia, extasiada ante la visión del colgajo sangrante. Llegaron los gendarmes y dispararon, y a los pocos días ya estaban todos bajando otra vez a la mina, derrotados, condenados ya en el vientre de sus madres, antes incluso de  su nacimiento, sin más futuro que la oscuridad  de las galerías, que la muerte en vida, entre carbón y miseria humana. 

Y ahora, mientras camino tranquilo a casa para darme una buena ducha, merendar, tomarme una cerveza con mis amigos y quizá planear lo que haremos este fin de semana, me invade un profundo sentimiento de vergüenza al  recordar todo aquello; aquellos días de lucha feroz por la más mínima dignidad, solamente por el pan.  

Etienne: Pocos años antes, antes incluso de que tu nacieses,  hubo un tipo muy listo, un economista  pagado de sí mismo,  de esa clase de economistas que devienen en poco menos que oráculos, como los que hay hoy.  Consiguió fama  y celebridad  transformando la  apología de  la explotación  en ciencia social. Se llamaba David Ricardo, sus teorías hicieron fortuna a principios del XIX  y fue el autor de la famosa “Ley del cobre”. La  ley del cobre dictaba que en aras de la buena salud de las economías europeas,  al  trabajador había que pagarle lo justo para que pudiese comer,  ni más ni menos, y así asegurar la energía de producción suficientemente  durante toda la semana. De manera  que, en aras de la ley del cobre -hoy en día vigente- en realidad solamente trabajábamos por el pan “¿Pan? ¿Basta con eso, imbéciles?” Así os hablaba el patrón cuando llegasteis a su casa a pedirle que  os incluyese el entibado de las galerías en el sueldo de la jornada diaria. Sabía lo que decía. ¡Ya lo creo que lo sabía!  

Como te explicaba,  la memoria de todo aquello me sonroja, me entristece, me provoca un sentimiento de culpabilidad infinito y profundo.  Tú no lo podías saber, porque tu lucha era la lucha de tu presente. Sin embargo,  tus sacrificios, tu  audacia y tu valentía, el dolor  y las vidas perdidas que dejasteis en el camino  no fueron  en vano. Gracias a ti, a decenas de miles de camaradas que se levantaron contra la avaricia y contra la injusticia, hoy tengo pensión, sanidad pública, y vacaciones pagadas. Firmamos cada año un convenio colectivo, donde pactamos con el empresario las condiciones laborales, y ese convenio es ley. Y, fíjate Etienne,  incluso he podido estudiar en la universidad. Sí, como lo oyes, en la universidad, yo, un hijo de trabajadores, que apenas sabían leer, escribir. ¿Puedes creelo, camarada?. 

Pero ahora, compañero, amigo,  ahora que  podemos votar a nuestros gobernantes, decidimos mayoritariamente, alegremente, en la gran fiesta de la democracia,  regalar el poder al dueño de la mina.  Y  vuelven a reírse en nuestra cara de imbéciles. Todo aquello por lo que luchasteis se está quedando en nada. Han conseguido  nuevamente que  el trabajador se coma al trabajador, mientras ellos, unos pocos, “en el fondo de sus grandes camas […] siguen durmiendo con la cabeza en la pluma de la almohada”.  

Y yo me siento como tú me decías que te sentías  “dominado por el desaliento ante el poder invencible de los grandes capitales, tan fuertes en la batalla que engordan en la derrota, devorando  los cadáveres de los pequeños caídos a su lado”.

Tanto las citas entrecomilladas y en cursiva como los nombres propios que se referencian en este texto pertenecen a la novela "Germinal" (1885), de Emile Zola

miércoles, 16 de octubre de 2013

La biografía del dinosaurio



Seamos quienes seamos, unas cuantas líneas bastan para explicar toda nuestra vida. Por eso deberíamos ensayar un nuevo género literario, al que podríamos llamar  nanobiografía. 

La nanobiografía de cada cual contendría lo esencial de nuestra existencia y su objetivo sería el mismo que el de  todo artefacto escrito: atraer lectores a los que deleitar, de manera que a la hora de escribirla  habría que esforzarse al máximo para encontrar aquello que nos diferencia de los demás y de ese modo crear un objeto literario bello, compacto, con estilo, significación narrativa, ciertas dosis de poética y sentido completo. 

Una de las ventajas de este nuevo género sería su adaptación a las redes sociales. Utilizando 140 caracteres cualquiera  podría  resumir perfectamente su andadura vital. Aunque, muy probablemente, ante  límite tan exigente, en lugar de escribir una biografía el autor caería en  el error de  escribir un epitafio, que no es más que un último intento desesperado por dejar constancia y  prueba de  nuestro ingenio, como si de ese modo, por el mero hecho de unir de manera aguda unas cuantas palabras, albergásemos la esperanza de que La Parca  nos fuese a recibir con un trago de bienvenida, por nuestra cara bonita, por listos y por graciosos.

¿Cómo si no íbamos a desperdiciar ese escaso número de palabras? ¿Es que, acaso, algún ingenuo puede llegar a imaginar que  lo invertiríamos en explicar nuestros orígenes, nuestros sueños, cómo vivimos, qué hicimos, a quién amamos o  a quién traicionamos? Reconozcámoslo: explotaríamos nuestra vanidad hasta tal extremo que no nos esforzaríamos lo más mínimo en sintetizar aquello por lo cual se nos recordará, el rastro petrificado de nuestra presencia, y nos devanaríamos la sesera por imitar a los personajes más célebres, aquellos a los que admiramos porque hicieron lo que no fuimos capaces de hacer, porque hasta para morir se permitieron el lujo de ser ocurrentes. 

La muerte tiene mucho que ver con el género biográfico. Yo detento la teoría de que las biografías abultadas suelen ser así por el volumen que ocupan los muertos en la vida del protagonista. No hay más que echar mano a las  de cualquier jefe de estado o de cualquier magnate de las finanzas. El envanecimiento y altísimo concepto que tienen de sí mismos, o la admiración desmesurada que les profesan sus hagiógrafos,  les impulsa a lo ampuloso, al mamotreto, sin darse cuenta de que las grandes cantidades  de  prosopopeya con que confeccionan el sudario de sus vidas dejan entrever la siluetas rígidas de las extremidades de sus cadáveres. 

No pongamos límites, pues, al nuevo género, pero pensemos en piezas breves, intensas, sinceras y emotivas, de belleza concisa, redactadas con precisión conceptista; una confesión desinhibida, un espejo diáfano, las palabras sin imágenes con que explicaríamos esos famosos fotogramas que -dicen- vemos cuando morimos. 

Hay escépticos, lo intuyo. Pero debemos reflexionar, porque profundidad no significa forzosamente amplitud, ni brevedad es igual a  simpleza. Todo el mundo sabe que el cuento más corto de la Historia lo escribió Monterroso, aunque en realidad no es un cuento. Es la mismísima Historia de la humanidad, nuestra biografía colectiva narrada en 7 palabras; 7 palabras certeras, precisas, extraordinariamente eficientes que explican lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. Ahora reunamos todas las Historias escritas durante siglos que atañen a la vida de los hombres, desde Herodoto hasta  Fontana, y  después comparemos: constataremos  con gran pasmo y  claridad que el resultado de la historiografía completa de la humanidad nunca será tan explícito como el sueño del dinosaurio eterno. 

Llega  el momento en el que debería comprometerme con mi propuesta y no conozco mejor manera que predicar con el ejemplo. Quería inaugurar el género, pero de repente me he arrugado, toda mi audacia se ha venido abajo. Examinarme ahora, justo en este momento preciso de  mi trayectoria en que  me he propuesto seguir siendo como soy,  me produce vértigo,  y  reproducir el informe preceptivo en unas pocas líneas se me antoja  una temeridad,  para la cual no sé si algún día habré acumulado talento.    Así es que, mientras acopio ingenio  y valor, voy a ver si salgo del paso copiando un párrafo que se parece mucho a lo que yo creo que debería ser una buena nanobiografía. 

Para mí es un honor suficiente pertenecer al universo: a un universo tan grandioso y a un plan tan magno de las cosas. Ni siquiera Dios puede privarme de este honor, pues nada puede modificar el hecho de que he vivido; he sido yo, aunque por tan breve espacio de tiempo. Y cuando  haya muerto, la materia que compone mi cuerpo será indestructible y eterna, y le ocurra lo que le ocurra a mi alma, mi polvo será existiendo siempre y cada átomo de mí continuará desempeñado su función individual, y así participaré de algún modo en el mundo. Cuando esté muerto, podréis hervirme, quemarme, ahogarme, dispersarme, pero no podréis destruirme; mis pequeños átomos no harán sino reírse de tan severa venganza. La muerte solo puede matarnos.”


Bruce Cummings , naturalista inglés, más conocido como Barbellion (1889-1919)
 
Fragmento de sus diarios extraído de la novela “La vida en sordina” de David Lodge

jueves, 10 de octubre de 2013

La tercera vía, un proceso generativista y transformacional




Este texto es una traducción al español de  la conferencia que pronuncié el pasado día 11 de Septiembre ante cerca de 300 personas en la sede de Unió Democràtica de Catalunya. (Todos los derechos reservados)

En nuestra infancia nos enseñan a leer  y  a escribir, aunque en realidad, lo que hacemos es algo muy distinto, porque solamente   aprendemos  a identificar palabras escritas junto a su significado, o  a  garabatear signos gráficos  arbitrarios que, alguna vez, pueden llegar a  contener incluso  contenido informativo. Quiero decir que saber leer  y saber escribir no tiene nada que ver con la competencia mecánica que nos capacita para decir y caligrafiar  mi mamá me mima y que nos vincula al arrogante y dudoso porcentaje de personas alfabetizadas del país. 

De hecho, cuando no somos más que mocosos,  nos enseñan   la mayor parte de las habilidades instrumentales  con que nos defendemos a lo largo de la vida, excepto las que  valen la pena, las que aprendemos sin lecciones de nadie,  porque esas son las que realmente nos  interesan, con las que nos vamos a batir el cobre en nuestra madurez,  como por ejemplo, hablar, mentir, y masturbarnos.

Desde Chomsky sabemos   que el habla  es una cualidad singular, una gracia innata, instintiva y exclusiva de los humanos. Los niños no aprenden a hablar de sus padres, y éstos tampoco enseñarán  a sus hijos. Nuestro propio cerebro se encarga de todo. Además, todo niño es capaz de desarrollar construcciones lingüísticas complejas sin instrucción. Por eso, el habla convierte a algunos en racionales  y a otros en irracionales, o ambas cosas,  dependiendo del momento, de la afinidad entre los interlocutores, del grado de enamoramiento  o, a menudo, del  árbitro.

La cuestión es que nadie nos enseña a hablar,  que  aprendemos sin necesidad de profesores y que hasta los padres son figuras prescindibles, y eso, lejos de admirarme, o de sorprenderme, a veces  me preocupa, porque para lo que dicen algunos, mejor nos hubiese ido a todos  si hubiesen emitido sonidos por cualquier lugar, valiéndose de  cualquier medio, excepto de sus cuerdas vocales y de sus bocas.  Es más, la aptitud parlante de los humanos ha ocasionado en la Historia más muerte y dolor que cien mil lanzas, afiladas y  silenciosas, pero no tan mortíferas como el discurso que las lanzó.

Mentir no siempre tiene que ver con el habla. Cuando una finge un orgasmo  solamente tiene que  convulsionar mientras  gime  rítmica, progresiva y escandalosamente, y está mintiendo. Cuando uno se corre puede estar pensando en la de ayer por la noche y al mismo tiempo besar apasionada y tiernamente  a la santa como si fuese el último beso que le damos,  mientras musitamos su nombre  sin llegar del todo a nombrarla, apenas un suspiro, un ronroneo grave y viril susurrado al oído.  El día que un niño  dice “papá,  la  tele se ha roto”, papá no debería enfadarse. En realidad debería llenarse  de  orgullo si se detuviese a  valorar por un instante que  su niño del alma, él solito, ha sido capaz de utilizar el pronombre reflexivo para mentir, para escaquearse de  la responsabilidad de haber estampado la pelota de golf  sobre el cristal líquido del plasma 3D de 70 pulgadas. Éste es un caso de embuste del habla, sin embargo  demuestra  empíricamente la naturaleza innata del talento que atesoramos para engañar, manipular o reconvertir la verdad. Existen  humanos que, sea por las causas que fueren, han desarrollado, más allá de la pura competencia instrumental, un talento especial  que aúna  pericia y gran inteligencia  por encima de la media  para  leer, mentir  y escribir. Son los llamados escritores. Algunos, incluso, hablan bien. 

Pero a mí lo que  realmente me interesa es la  que a partir de hoy llamaremos la tercera destreza innata, como la tercera cultura, el Tercer Estado o la tercera vía: la masturbación. A follar nos instruyen, siempre hay alguien dispuesto a  aleccionarnos.  (Otra cosa muy distinta  es copular, meterla, o que te copulen, y ya. Pero eso no es follar. Eso es como la competencia  lectora infantil: analfabetismo sexual funcional).

Entonces ¿Quién nos enseña a hacernos pajas? ¿Aprendemos solos? ¿Es la masturbación otra competencia innata, tan importante quizá  como el habla? Yo sostengo que sí. Me lo dicta la experiencia. Sostengo además que la práctica  onanista  frecuente y  continuada desde épocas tempranas nos convierte en  racionales o irracionales, tanto o más que la mismísima capacidad de hablar y que, por añadidura, construye nuestra personalidad y nuestra identidad, nuestra diferencia y nuestro individualidad ante nuestros semejantes y ante la ley,  del mismo modo  que nos delatan y nos constatan  nuestras intransferibles huellas dactilares. 

La primera  vez que yo escuché la palabra “paja” -con la certeza de que quien la dijo no se refería al forraje de los rumiantes-  se produjo en mí una extraña curiosidad, mezclada con la intuición de que mis ansias de saber  sobre ese tema debían ser íntimas, propias, que no las podía compartir con nadie. También surgió, desde muy adentro,  una nueva variante de mi vocación  experimental, que hasta entonces se limitaba a la amputación de alas de mosca, de colas de lagartija o a chutar saques de esquina con mucho efecto para meter goles olímpicos. Noche  tras noche, o de día, en la soledad del lavabo,  frotaba mi pene de mil maneras, sin conseguir más que  escozor y aburrimiento. Intentaba descubrir el modo en que se materializaba de manera efectiva el gesto ostensible con que los más precoces de la clase  reían escandalosos mientras  agitaban  el puño,  desde la zona de la bragueta,  hacia arriba, y hacia abajo, una y otra vez. La cosa tenía todos los visos de ser mucho  más compleja de lo que yo podía llegar a imaginar, porque alguno no utilizaba el puño: disponía el dedo índice y el pulgar como si sostuviese algo al tiempo que agitaba la mano frenéticamente. A todo esto se sumaba mi ignorancia sobre las consecuencias finales de semejantes operaciones. Por el modo en que reían y por lo bien que lo pasaban, yo creí que la finalidad última era, sencillamente,  la diversión y la risa. Desde entonces hasta la primera eyaculación inducida  trascurrieron unas cuantas semanas.

Mi primera paja exitosa nació de una  tormenta perfecta, una confluencia de factores que, a la larga,  forjaría  un estilo masturbatorio  singular, exclusivo, diferenciador; en definitiva, un estilo  tanto de pensamiento como  de obra que, con algunas variantes, ha ido conformando mi personalidad  y  mi identidad   como hombre en la Tierra.  

Una profesora sentada,  la falda, el triángulo  mórbido de sombras,  bragas y piel oscura  al fondo de las piernas abiertas, el rastro del perfume entre  las hileras de pupitres, y esos momentos gravados a fuego, rememorados insistentemente, durante el patio, durante la comida, durante la cena, al acostarme, insomne, inquieto, hasta que surge y crece entre el pijama, rígida, erecta, rampante,  y nada parecido, nunca, nada parecido,  y entonces, amigos, entonces, agitado, desconcertado, necesitaba urgentemente  un pañuelo, pero cómo y de qué manera, y cómo explicar mañana este desastre, la mancha, pero nunca, nadie, en casa dijo nada. Nadie mostró ni la más mínima señal de alegría,  como el día que  pronuncié “pa-pá, ma-má”, aunque  las pruebas me delataban, lo sabían, ¡ya lo creo que lo sabían!. Lo supieron hasta el mismo día en que salí de casa para casarme. Sin embargo, en aquel histórico momento de mi existencia,  nadie exclamó “¡El niño ya se ha hecho una paja! ¡El niño ya se ha hecho una paja!”. 

Al poco tiempo  ya me había  convertido en todo un experto- insisto- sin la ayuda de nadie. Lo mismo les ocurrió a mis amigos más allegados, mis colegas  del equipo de baloncesto.  Cada día que teníamos entreno solíamos intercambiarnos revistas en el vestuario. Habíamos dado un salto cualitativo, éramos protagonistas del sorpaso en la vida, porque de los cromos de la Liga española  pasamos al “Lib”, al “Interviu”, o al Penthouse, y a veces, cuando el tío soltero de uno de ellos viajaba a Andorra, disfrutábamos con el “Hustler”, que era, sin lugar a dudas, la mejor, la que más próximos y sabrosos detalles  ofrecía de la anatomía femenina. 

La cuestión  es que  los doce del equipo habíamos adquirido  tal virtuosismo que necesitábamos compartir ideas, y como por aquellos tiempos  no disponíamos de  más Red que la de la canasta, aprovechábamos el final del entrenamiento, antes de ducharnos, para experimentar y generar valor añadido con la transferencia de resultados y  el intercambio de éxitos,  en el camino  hacia la sociedad del conocimiento.  Nos quedábamos sentados sobre  los bancos, en pelota picada; sacábamos las revistas de la bolsa y cuando el capitán del equipo daba la señal, iniciábamos una primera ronda. Ganaba el que primero tuviese una erección completa sin tocarse. Seguir y correrse era opcional. Alguno había que no aguantaba más y buscaba la intimidad de la ducha para aliviarse. Ése quedaba eliminado.  Amenizábamos cada tanda con gritos de aliento y, a veces, coincidíamos todos a coro, “¡arriba! ¡arriba! ¡arriba! Una noche, poco después de que el capi diese el grito de inicio de la segunda manga, se abrió de repente la puerta del vestuario y apareció una figura grande, gorda y sebosa, vestida de negro. Era el Hermano E.

El Hermano E. era un tipo  ambicioso. Todo su porte, sus ademanes y el desdén  que mostraba en las clases, indicaban que la docencia no era su vocación. El Hermano E. había nacido para Obispo. Allí estaba su eminencia, en el centro de  nuestro pasmo viendo cómo, precipitadamente, todos nos echábamos la toalla por encima de la polla, al tiempo que intentábamos esconder las revistas debajo de la bolsa. 

Aquella noche llegué cuando ya no había programación en la televisión. Además de aguantar al bofetón que me arreó mi madre, antes tuve que someterme durante más de 15 minutos, igual que todos mis compañeros, a un interrogatorio en tercer grado en el despacho del gordo, motivo por el cual volví tan tarde a casa. A todos nos preguntó lo mismo. Su curiosidad se centraba, sobre todo, en saber qué hacíamos todos juntos desnudos, sentados en círculo, medio  empalmados. Nadie  dijo nada, excepto El Garfio, al que llamábamos así por su miembro descomunal. El Garfio  le dijo al gordo que estábamos repasando, que teníamos examen y que por lo que había oído por ahí, lo mejor para aprender  era compartir dudas en grupo, trabajar en equipo, y que memorizar no era bueno porque al final no entendías nada. El Garfio llegó a su casa pasada la 1 de la madrugada. No jugó un solo partido hasta pasada la primera vuelta. Su madre le prohibió entrenar a instancias del Hermano E.

Por lo que respecta al resto del equipo, ya no volvimos a organizar ninguna otra sesión de wharking  group. Cada cual se lo montaba como siempre, como se ha hecho toda la vida, individualmente,  hasta que las compañeras de clase empezaron a hacernos un poco de caso. Entonces descubrimos que una mano ajena era mucho mejor que la propia. Por eso yo, que soy diestro,  a veces experimentaba con la izquierda. 

Con el relato de ésta,  mi experiencia,  no he pretendido  más  que  ilustrar mi teoría de manera empírica.  Creo haber dejado claro a los  escépticos, a los  jesuitas descreídos y a los conductistas en general la naturaleza instintiva de determinadas competencias humanas, quizá  las más importantes. Unos lo haremos peor que otros. Es precisamente en los aspectos cualitativos donde dejo entreabierto el debate; un debate tamizado por sombras sugerentes, como las del interior de las piernas  de aquella profesora de antaño, detonante inolvidable de mis  instintos; un debate que deberá caminar, por fuerza, hacia cuestiones relacionadas con el entorno, la formación y todo tipo de condicionantes que ayudan o impiden desarrollarlas adecuadamente de forma exitosa.

Durán i Lleida, nuestro líder de siempre, es un ejemplo claro de pajillero precoz. Fue su circunstancia económica y el ecosistema social en el que se desarrolló lo que le permitió, en algún momento determinado de su vida  ejecutar con decisión y valentía el sorpaso vital particular, para poder trascender el -nunca bien ponderado- placer de la masturbación y transformarlo así,  poco después, en largos y prolongados coitos entre sábanas de satén,  con servicio de habitaciones incluido. Vaya desde aquí nuestra admiración y nuestro homenaje.

Y ya lo dejo. Muchas gracias por su atención. Que tengan una feliz noche.