37 disparos como 37
soles. 37 orificios perfectos, como estrellas en el firmamento, grabados en
la cúpula que cobija la sagrada soberanía nacional, en el planetarium que
resguarda y protege a Sus Señorías de
toda inclemencia, del frío, del calor y de la realidad, donde refulgen para
disfrute de generaciones, sus luces, los destellos, la memoria viva, todavía
candente de los fogonazos que, como
rayos de Zeus, escupieron las pistolas y
los subfusiles comandados, dirigidos y blandidos con soberbia maestría, igual que pinceles acariciando al
lienzo, que cinceles horadando el
mármol, en la más universal y conocidas
de las performances nunca vistas, capaz
de llegar adentro, muy adentro del alma social colectiva, capaz de hacer
temblar los cimientos de la Historia, de propiciar huidas apresuradas,
defecaciones, muecas, destrucción documental, algún gesto heroico ,reserva de
sepulturas, ocultamientos, miedo, mucho
miedo, masivas manifestaciones de protesta, un grito unánime y colectivo al auspicio del
camino que marcaban las huellas
poderosas del gran elefante blanco, el
arte por el arte, el arte total, un espectáculo completo, operístico, magistral, acompañado
por voces viriles, rotundas, exclamaciones imperativas, míticas, wagnerianas,
que nadie más que el insigne Antonio
Tejero Molina pudo proferir con tal convencimiento, con tal hondura patria, carácter
castizo, sensibilidad plástica, interpretación proverbial, aquella tarde
fragorosa de un 23 de febrero de 1981,
en la cúspide absoluta del éxtasis creativo, de tal manera que se produjo la revolución,
porque el arte cambió por completo, transformó
la expresión de lo bello, la pintura y la forma sucumbieron, el objeto
se hizo el rey, y todas las teorías, desde Aristóteles a Derrida quedaron para
siempre en desuso, sin acólitos, discípulos o epígonos, aunque alguien se arrogase la autoría (una vez más, malditos franceses), y lo
llamase readymade, pero, mal que les
pese, fue el Coronel quien con tal intervención cambió el curso de la bellas artes poniendo así broche de oro a su carrera artística con
aquellos 37 disparos como 37 soles
surgidos de un atronador golpe creativo,
un golpe de genio seminal, balístico, cinegético, que el presidente del
Congreso se apresuró a catalogar, sí, a
catalogar, a proteger -como no podía ser de otro modo- los 37 soles,
para que ahora, una cuadrilla de
vulgares albañiles, gentuza del pueblo llano, villains, incultos, toscos bárbaros del paletín y del Aguaplast,
haya osado eliminar cinco de ellos sin
encomendarse ni a dios ni al diablo, destruyendo así la unicidad de la obra, el
sentido completo, la concepción original, ese supremo espíritu que germina en
el interior de la cueva donde de la nada
surge la idea y nace al mundo, ve la luz y vuela incorpórea para llegar a posarse sobre el artista a
quien le es revelada la verdad y como
consecuencia de todo ello, a nosotros
españoles, a nosotros el mundo, ya solamente nos quedan 32 orificios, nueve milímetros Parabellum, y ¡Por Dios, a dónde vamos a ir a parar!
Vengo del tiempo para ver y para hablar de nuevo. De lo que me parezca. De lo que me venga en gana. Yo sí estoy de vuelta de todo. Vengo buscando a Dolores, por si no se ha olvidado de mi. Vengo a conocer al hombre nuevo del siglo XXI. Vengo a vivir las vidas que quise vivir pero que no existían. A eso vengo.
miércoles, 25 de septiembre de 2013
miércoles, 18 de septiembre de 2013
Botella amontillada
Tolstoi creía que saber idiomas nos hacía mejores porque así
entendíamos otras maneras de ver
el mundo y porque aproximaba a los
habitantes de pueblos distantes o cercanos.
El escritor ruso creía que si los hombres supiesen hablar varios idiomas, entre otras muchas
cosas se diluirían los sentimientos
nacionalistas y patrioteros, fuente histórica de los peores enfrentamientos, una de las principales
causas del empobrecimiento de los pueblos, de muerte y de dolor. Tan convencido estaba de que
el desconocimiento de otra lengua que no fuese la propia levantaba
a menudo una muralla insalvable entre las personas,
que acabó por hacerse defensor e instigador del Esperanto. Claro que,
entender o hablar un idioma, y que se
entiendan dos personas son dos cosas bien diferentes. No hay más que asomarse a
cualquier parlamento occidental para comprobar cómo se producen todos los días auténticos remakes del ya clásico "Empanadilla
de noche", protagonizado por el dúo 'Martes y Trece'.
La Rusia del XIX que describe Tolstoi a lo largo de toda su obra es un país de esclavos, en el que gobernaban los zares en estricto régimen feudal. Cualquiera que haya leído “Guerra y Paz” y “Anna Karerina” habrá podido ver que los personajes de la aristocracia rusa, dueños de tierras y almas, hablaban francés. En varias escenas, condesas, marquesas y duquesas regañan a sus hijos al sorprenderles hablar en ruso, un idioma propio de mujiks, esclavos y comerciantes. La aristocracia rusa, por tanto, estaba compuesta por personas que conocían a la perfección y fomentaban entre sus miembros el idioma del país que guillotinó el régimen que ellos defendían; el idioma de la Declaración de los Derechos del Hombre, de la Igualdad, la Fraternidad y la Legalidad; el idioma de un modelo social totalmente antagónico al que ellos disfrutaban. A los nobles rusos, saber francés y cirílico no les convertía en mejores personas. De hecho, el hablarlo suponía la utilización de una herramienta discriminatoria de una elite y una manera más de desprecio hacia las clases sociales a las que oprimían y explotaban de modo inmisericorde. Paradójicamente, el destino de la historia se cobró su pequeña venganza porque, la letra y la música de la “Internacional”, el himno de los trabajadores del mundo y el himno oficial de la Unión Soviética hasta mediados del siglo XX, fueron compuestas por dos franceses: Eugene Poittier y Pierre Degeyter. Lenin pensó “¿Os gusta hablar francés? ¡Pues caña con el francés!”.
Pocos años después de la muerte de Tolstoi, cuando “La Internacional” resonaba alta y clara en tierras españolas, Don Manuel Azaña y Salvador de Madariaga protagonizaron una conocida anécdota a cuenta de las virtudes y de las ventajas de saber idiomas. Parece ser que Don Manuel no tenía muy buen concepto del historiador. Un día alguien le arguyó que dejase de despreciarle, porque Don Salvador sabía hablar y escribir a la perfección ni más ni menos que siete idiomas. Azaña contestó “Lo sé. Ese es tonto en siete idiomas”.
Por si alguien no lo sabe, Ana Botella, alcaldesa de Madrid por la gracia de Dios, no tiene parentesco alguno con Madariaga, con Manuel Azaña, Lenin, Tolstoi, o con los cómicos de 'Martes y Trece' y, sin embargo, a mi manera, yo la admiro. Y voy a explicar porqué. Hace ya demasiados años realicé mi primer vuelo internacional. Acompañé a mi amor en un viaje de trabajo a Suecia. La enviaron a la sede de la multinacional de la misma manera que el monitor lanza a un niño que no sabe nadar, justo en la zona donde no puede hacer pie. La cuestión es que ninguno de los dos sabíamos prácticamente nada de inglés. Pero había una diferencia. Mientras ella sufría las reuniones pertinentes-sin enterarse absolutamente de nada- yo paseaba por la ciudad de Knorschoping tan tranquilo, a salvo de la vergüenza y de la tensión que la agotaba y que la sumió durante toda la estancia en una profunda depresión. Al finalizar la jornada, cuando nos veíamos en el hotel, yo la intentaba animar y relativizaba el problema restándole importancia, pero solamente obtenía de ella el consabido “¡Tu no sabes por lo que estoy pasando. Tú no sabes lo que es esto!”. Al tercer día, próximo a las fiestas navideñas, la empresa organizó una cena para celebrar el final de la convención. Sabían que yo había acompañado a mi amor, de manera que, muy amablemente, también me invitaron. Creo que en pocas ocasiones de mi vida lo he pasado tan mal. Todavía nos reímos cuando recordamos cómo me las tuve que componer, a través de ademanes estrafalarios, para explicar a los compañeros de mesa la tradición española de los tres reyes magos. Lo peor, sin embargo, todavía no había llegado. En el momento de la partida, la representante de la delegación alemana, gracias a gestos muy eficaces, se hizo entender para proponernos compartir un vehículo de la empresa con el que llegar hasta el aeropuerto. Por supuesto aceptamos. Nosotros, prudentes, ocupamos los asientos traseros. Nada más arrancar, la alemana pronunció una frase breve y muy educados, sonreímos abiertamente. A los pocos segundos el chófer repitió lo mismo, y volvimos a sonreír. Instantes después, haciendo uso de toda la potencia teutona, la alemana, por tercera vez, volvió a decir las mismas palabras. Ante la insistencia, yo me armé de valor y mirándola a través del retrovisor contesté con mi mejor sonrisa. ¡"Yes, yes!". Ésta se giró sobre el asiento, nos miró igual que se mira a dos presidiarios y de un manotazo ostensible y poco amistoso, arrugando la frente y abriendo mucho los ojos, agarró su cinturón de seguridad y lo estiró casi hasta tocar con él al chófer. Obedientemente y en milésimas de segundo, nos lo abrochamos. Durante todo lo que quedaba de viaje, hasta el aeropuerto, y a pesar de las bajas temperaturas, el calor dentro del vehículo se nos hizo insoportable. La alemana y el chófer, sin embargo, no dejaron de hablar, a veces riendo escandalosamente, otras con cierto tono de indignación, que acompañaban inclinando ligeramente la cabeza hacia nosotros sin llegar a mirarnos. Yo estaba muerto de miedo, y absolutamente aborchonado: una alemana indignada es mucha alemana.
Desde aquella semana de infausto recuerdo mi inglés ha mejorado, pero no pasa de cheroki, middle level, tal y como escribe media España en los curriculums. Me avergüenza, y como me avergüenza no dejé de reírme durante un buen rato cuando escuché a Doña Ana decir en Buenos Aires, el pasado día 8, “A relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”. A costa de su acento castizo, de la impostura y de los esfuerzos de la poderosa Aznarina por hacerse entender en inglés, medio país hizo lo mismo; un país que invierte la primera quincena de septiembre y de enero de cada año en decidir si debe apuntarse a una academia de idiomas o al gimnasio.
La intervención de la Botella ante el COI nos ha servido para reírnos de nosotros mismos sin fustigarnos. Nos ha ido de perillas. Aznarina la Grande es nuestro chivo expiatorio, la víctima propiciatoria a la que hemos encasquetado un capirote colectivo, que deberíamos compartir entre todos para ver si así, de una vez por todas, aprendemos a hablar inglés.
En Catalunya, en la época en que nos gobernó l’Honorable Montilla, éstos que ahora van por ahí confeccionado cortinas de humo con la senyera; los burguesotes maledicentes de tota la vida, de RH impoluto, racistas y bien criados, que ostentan altivos su acento geminado en las iglesias, descendientes de aquellos que recibieron a Franco con el brazo en alto, acuñaron el término de ‘catalán amontillado’ para referirse a la forma con que se expresaba el primer President català de cuna andaluza. Muchos emigrantes, después de años y años en Catalunya, no se han atrevido a hablar catalán debido a que, históricamente, gente como esa se ha reído y ha despreciado a las personas de buena voluntad que hacían esfuerzos por conseguir hacerse entender en una de las dos lenguas originales del país que se hizo próspero con su trabajo.
Con todas las distancias que queramos poner, igual que la actitud de cierto sector del catalanismo para con los emigrantes, así hemos actuado en relación al 'momento Botella'. Y flaco favor nos vamos a hacer si andamos sometiendo a escarnio al personal por intentar hablar un idioma que no es el suyo. Otra cosa es que conocerlo nos haga mejores o peores personas. Otra cosa es la exigencia de conocimientos que queramos establecer para un político que nos quiera gobernar y representar en pleno siglo XXI. Y otra cosa es lo que me pone a mí Ana Botella.
El pasado mes de agosto estuve en París. Tengo que confesar que dentro del Panteón me emocioné. Es el templo laico donde reposan y se rinde homenaje a aquellos que han hecho de Francia un gran país. La nave central del Panteón, bajo la enorme cúpula (el lugar central del edificio), está presidida por un altar de piedra, flanqueado por el ejército de La República y los representantes del pueblo. En ese altar se puede leer la siguiente inscripción gravada: “Vivir libre o morir”. Ana Botella se formó en una época en la que el idioma que se estudiaba en las escuelas era el francés, por lo cual no es arriesgado sospechar que, igual que los aristócratas rusos, lo habla a la perfección. Pero al mismo tiempo también estoy convencido de que jamás pronunciará esas palabras, auténtica declaración patriótica de intenciones, manifiesto universal de emancipación institucionalizado. Jamás las escribirá, ni permitirá que se pronuncien en su presencia. Es más, si pudiese, haría todo lo que estuviese en sus manos por prohibirlas.
La Rusia del XIX que describe Tolstoi a lo largo de toda su obra es un país de esclavos, en el que gobernaban los zares en estricto régimen feudal. Cualquiera que haya leído “Guerra y Paz” y “Anna Karerina” habrá podido ver que los personajes de la aristocracia rusa, dueños de tierras y almas, hablaban francés. En varias escenas, condesas, marquesas y duquesas regañan a sus hijos al sorprenderles hablar en ruso, un idioma propio de mujiks, esclavos y comerciantes. La aristocracia rusa, por tanto, estaba compuesta por personas que conocían a la perfección y fomentaban entre sus miembros el idioma del país que guillotinó el régimen que ellos defendían; el idioma de la Declaración de los Derechos del Hombre, de la Igualdad, la Fraternidad y la Legalidad; el idioma de un modelo social totalmente antagónico al que ellos disfrutaban. A los nobles rusos, saber francés y cirílico no les convertía en mejores personas. De hecho, el hablarlo suponía la utilización de una herramienta discriminatoria de una elite y una manera más de desprecio hacia las clases sociales a las que oprimían y explotaban de modo inmisericorde. Paradójicamente, el destino de la historia se cobró su pequeña venganza porque, la letra y la música de la “Internacional”, el himno de los trabajadores del mundo y el himno oficial de la Unión Soviética hasta mediados del siglo XX, fueron compuestas por dos franceses: Eugene Poittier y Pierre Degeyter. Lenin pensó “¿Os gusta hablar francés? ¡Pues caña con el francés!”.
Pocos años después de la muerte de Tolstoi, cuando “La Internacional” resonaba alta y clara en tierras españolas, Don Manuel Azaña y Salvador de Madariaga protagonizaron una conocida anécdota a cuenta de las virtudes y de las ventajas de saber idiomas. Parece ser que Don Manuel no tenía muy buen concepto del historiador. Un día alguien le arguyó que dejase de despreciarle, porque Don Salvador sabía hablar y escribir a la perfección ni más ni menos que siete idiomas. Azaña contestó “Lo sé. Ese es tonto en siete idiomas”.
Por si alguien no lo sabe, Ana Botella, alcaldesa de Madrid por la gracia de Dios, no tiene parentesco alguno con Madariaga, con Manuel Azaña, Lenin, Tolstoi, o con los cómicos de 'Martes y Trece' y, sin embargo, a mi manera, yo la admiro. Y voy a explicar porqué. Hace ya demasiados años realicé mi primer vuelo internacional. Acompañé a mi amor en un viaje de trabajo a Suecia. La enviaron a la sede de la multinacional de la misma manera que el monitor lanza a un niño que no sabe nadar, justo en la zona donde no puede hacer pie. La cuestión es que ninguno de los dos sabíamos prácticamente nada de inglés. Pero había una diferencia. Mientras ella sufría las reuniones pertinentes-sin enterarse absolutamente de nada- yo paseaba por la ciudad de Knorschoping tan tranquilo, a salvo de la vergüenza y de la tensión que la agotaba y que la sumió durante toda la estancia en una profunda depresión. Al finalizar la jornada, cuando nos veíamos en el hotel, yo la intentaba animar y relativizaba el problema restándole importancia, pero solamente obtenía de ella el consabido “¡Tu no sabes por lo que estoy pasando. Tú no sabes lo que es esto!”. Al tercer día, próximo a las fiestas navideñas, la empresa organizó una cena para celebrar el final de la convención. Sabían que yo había acompañado a mi amor, de manera que, muy amablemente, también me invitaron. Creo que en pocas ocasiones de mi vida lo he pasado tan mal. Todavía nos reímos cuando recordamos cómo me las tuve que componer, a través de ademanes estrafalarios, para explicar a los compañeros de mesa la tradición española de los tres reyes magos. Lo peor, sin embargo, todavía no había llegado. En el momento de la partida, la representante de la delegación alemana, gracias a gestos muy eficaces, se hizo entender para proponernos compartir un vehículo de la empresa con el que llegar hasta el aeropuerto. Por supuesto aceptamos. Nosotros, prudentes, ocupamos los asientos traseros. Nada más arrancar, la alemana pronunció una frase breve y muy educados, sonreímos abiertamente. A los pocos segundos el chófer repitió lo mismo, y volvimos a sonreír. Instantes después, haciendo uso de toda la potencia teutona, la alemana, por tercera vez, volvió a decir las mismas palabras. Ante la insistencia, yo me armé de valor y mirándola a través del retrovisor contesté con mi mejor sonrisa. ¡"Yes, yes!". Ésta se giró sobre el asiento, nos miró igual que se mira a dos presidiarios y de un manotazo ostensible y poco amistoso, arrugando la frente y abriendo mucho los ojos, agarró su cinturón de seguridad y lo estiró casi hasta tocar con él al chófer. Obedientemente y en milésimas de segundo, nos lo abrochamos. Durante todo lo que quedaba de viaje, hasta el aeropuerto, y a pesar de las bajas temperaturas, el calor dentro del vehículo se nos hizo insoportable. La alemana y el chófer, sin embargo, no dejaron de hablar, a veces riendo escandalosamente, otras con cierto tono de indignación, que acompañaban inclinando ligeramente la cabeza hacia nosotros sin llegar a mirarnos. Yo estaba muerto de miedo, y absolutamente aborchonado: una alemana indignada es mucha alemana.
Desde aquella semana de infausto recuerdo mi inglés ha mejorado, pero no pasa de cheroki, middle level, tal y como escribe media España en los curriculums. Me avergüenza, y como me avergüenza no dejé de reírme durante un buen rato cuando escuché a Doña Ana decir en Buenos Aires, el pasado día 8, “A relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”. A costa de su acento castizo, de la impostura y de los esfuerzos de la poderosa Aznarina por hacerse entender en inglés, medio país hizo lo mismo; un país que invierte la primera quincena de septiembre y de enero de cada año en decidir si debe apuntarse a una academia de idiomas o al gimnasio.
La intervención de la Botella ante el COI nos ha servido para reírnos de nosotros mismos sin fustigarnos. Nos ha ido de perillas. Aznarina la Grande es nuestro chivo expiatorio, la víctima propiciatoria a la que hemos encasquetado un capirote colectivo, que deberíamos compartir entre todos para ver si así, de una vez por todas, aprendemos a hablar inglés.
En Catalunya, en la época en que nos gobernó l’Honorable Montilla, éstos que ahora van por ahí confeccionado cortinas de humo con la senyera; los burguesotes maledicentes de tota la vida, de RH impoluto, racistas y bien criados, que ostentan altivos su acento geminado en las iglesias, descendientes de aquellos que recibieron a Franco con el brazo en alto, acuñaron el término de ‘catalán amontillado’ para referirse a la forma con que se expresaba el primer President català de cuna andaluza. Muchos emigrantes, después de años y años en Catalunya, no se han atrevido a hablar catalán debido a que, históricamente, gente como esa se ha reído y ha despreciado a las personas de buena voluntad que hacían esfuerzos por conseguir hacerse entender en una de las dos lenguas originales del país que se hizo próspero con su trabajo.
Con todas las distancias que queramos poner, igual que la actitud de cierto sector del catalanismo para con los emigrantes, así hemos actuado en relación al 'momento Botella'. Y flaco favor nos vamos a hacer si andamos sometiendo a escarnio al personal por intentar hablar un idioma que no es el suyo. Otra cosa es que conocerlo nos haga mejores o peores personas. Otra cosa es la exigencia de conocimientos que queramos establecer para un político que nos quiera gobernar y representar en pleno siglo XXI. Y otra cosa es lo que me pone a mí Ana Botella.
El pasado mes de agosto estuve en París. Tengo que confesar que dentro del Panteón me emocioné. Es el templo laico donde reposan y se rinde homenaje a aquellos que han hecho de Francia un gran país. La nave central del Panteón, bajo la enorme cúpula (el lugar central del edificio), está presidida por un altar de piedra, flanqueado por el ejército de La República y los representantes del pueblo. En ese altar se puede leer la siguiente inscripción gravada: “Vivir libre o morir”. Ana Botella se formó en una época en la que el idioma que se estudiaba en las escuelas era el francés, por lo cual no es arriesgado sospechar que, igual que los aristócratas rusos, lo habla a la perfección. Pero al mismo tiempo también estoy convencido de que jamás pronunciará esas palabras, auténtica declaración patriótica de intenciones, manifiesto universal de emancipación institucionalizado. Jamás las escribirá, ni permitirá que se pronuncien en su presencia. Es más, si pudiese, haría todo lo que estuviese en sus manos por prohibirlas.
De modo que, a pesar de la experiencia de Buenos Aires, Botella está orgullosa de sí misma, y con mucha razón, porque es fascista en tres idiomas. El catalán no podemos contabilizarlo, ya que, de momento, está practicando el nivel ‘O’, el Onomatopéyico, con el que puede gemir en la más estricta intimidad. Superada esta fase, serán cuatro.
jueves, 12 de septiembre de 2013
¡Vivan las cadenas!
Me siento realmente conmovido,
emocionado y hasta perturbado ante el espectáculo de la cadena por la
independencia de Catalunya. Hoy albergo, además, una razón de peso para la esperanza, porque más allá de los brotes verdes, que
se marchitan antes de nacer; más allá de las políticas de recortes
presupuestarios, de la reforma laboral y
de la destrucción del sistema sanitario y educativo públicos -propiciada por el mismo gobierno de
CiU i de ERC que ha impulsado esta movilización- ahora sé que a partir de 2014,
cuando los catalanes y catalanas votemos masivamente por la independencia de nuestra
nación, todo volverá a ser como antes. No: ¡Pero qué digo! ¡Mucho mejor que antes!.
Ya falta poco para que
podamos disfrutar como niños en un chiquipark de una Catalunya independiente, sin
corrupción, sin mangantes, sin mafias politicofinancieras gobernada por CiU y ERC. Una Catalunya dotada de un sistema público de educación y de sanidad de referencia internacional. Una Catalunya sin mini jobs, sin paro, con unas condiciones laborales excepcionales
para todos los trabajadores, con las tres últimas reformas laborales derogadas. Una Catalunya con Justicia íntegra, rápida, eficaz y efectiva, no como la de ahora. Una Catalunya con
un respeto escrupuloso hacia el medio ambiente. Un país con pensiones a los 65 años, o
antes, y siempre por encima del IPC. En definitiva, una nación
con un futuro independiente, muy independiente, extraordinariamente independiente, del Euro, del Dólar, del precio del petróleo, del
valor del oro, del Banco Central Europeo, del Banco Mundial, del Fondo
Monetario Internacional, de Alemania, de la OTAN, de La Caixa, de la CEOE y de la CECOT, que nos va a permitir a
todos los catalanes y catalanas alcanzar las más altas cuotas de bienestar
nunca conocidas en lugar alguno.
De manera que, por todo
ello, vaya por delante mi apoyo incondicional y mi entusiasmo, que deseo expresar con una exlamación sincera y apasionada, desde el más profundo de los sentimientos democráticos, desde mi sentir catalán: ¡Vivan las cadenas!
jueves, 5 de septiembre de 2013
Chillida oculto
Han pasado muchos años desde entonces, tantos, que el recuerdo es claro y
sincero como el cielo que nos cobijaba. Era agosto, en Castrillo de la Reina, a mediados de los setenta, un pueblecito serrano de la provincia de Burgos. Allí, en aquel tiempo,
a 1.000 metros de altitud, el asfalto se derretía: no es una fórmula retórica para explicar el calor que hacía; es una frase objetiva que
escribo para explicar que el pavimento era tan deficiente que si uno pisaba la
carretera entre el mediodía y el atardecer,
el pie se hundía como en una piscina de arcilla. Sin embargo, las huellas de
las pisadas humanas, de las ruedas de los carros o de los animales no permanecían, porque sobre ellas, constantemente, circulaban
camiones de gran tonelaje cargados de árboles muertos, rectos y voluminosos, procedentes de los pinares de la sierra, de
manera que el alquitrán de la calzada se amasaba durante horas, sin descanso,
un día tras otro, como harina para hacer pan. De hecho, los que vivíamos en las
casas que tocaban a la orilla, durante los días que más apretaba el sol percibíamos cierto perfume a brea hirviendo.
La carretera atravesaba (todavía atraviesa) todo lo que es de largo el pueblo en una pendiente moderadamente pronunciada durante dos quilómetros que, en dirección norte, llevaba hacia los pueblos de la vertiente soriana de la Sierra de la Demanda, a los bosques espesos de pino albar y a los aserraderos donde se manipulaba. Vista desde el alto de La Muela, parecía una única vena gris que nos alimentase porque sin ella, muy probablemente, Castrillo hubiese ido languideciendo hasta quedar deshabitado. O quizá no, porque siempre ha contado con un grupo muy fiel de veraneantes y de personas que, pese haber emigrado a diferentes lugares del país, han conservado allí su vivienda y frecuentan el pueblo todos los meses del año.
Cuando yo era una criatura que ya aspiraba a vestir pantalón largo, pasaba las horas muertas sentado a la orilla de esa misma carretera, sobre todo después de comer, a la hora que más picaba el sol. Con semejante calor era imposible encontrar alguien con quien salir a sitio alguno. Me sentaba en el suelo, junto a mi hermano pequeño, al abrigo de la sombra de las casas de enfrente y, allí, con las rodillas recogidas entre los brazos, nos dedicábamos a observar, sin más, el paso de los grandes tráilers, que olían a la madera recién cepillada de los troncos, o a jugar, moviendo solamente la cabeza de un lado a otro, igual que los dos mexicanos del chiste. Como la cuesta se iniciaba en aquel mismo punto, apostábamos a predecir si el chófer cambiaría de velocidad con el doble embrague antes de llegar a la curva de la iglesia, o si, por el contrario, se trataba de un novato, un vulgar pisapedales que iba a dejar morir el motor en el momento de acometer la primera pendiente de la carretera, muy tortuosa y en constante subida hasta que llegaba a tierra de pinares.
Uno de esos días, poco antes de que la tarde se pudiese soportar, mi hermano y yo, de repente, nos levantamos tan rápido como si nos hubiese picado un tábano en la era. Surgidos como de la nada, igual que si se tratase de una aparición cinematográfica o de un espejismo fantástico, pasaron uno tras otro, en caravana, cuatro jeeps americanos descapotados; cuatro willies, como se les llamaban entonces, de los que procedía el sonido californiano de un rock’n roll inédito, donde viajaban 12 jóvenes (tres por cada jeep) , melenas al viento, foulards al viento, gafas de sol John Lennon, cigarrillos atrompetados , color, alegría y sonrisas y carcajadas a toda velocidad, manos arriba y ¡yupie yupie yuuhuuu!.
Mi hermano y yo nos quedamos muy quietos, entre fascinados y alelados, con la mano en la frente en forma de visera, mirando hacia la parte norte de la carretera por donde desapareció el convoy. Así permanecimos unos segundos igual que pasmarotes, esperando qué se yo qué nueva sorpresa, a que diesen media vuelta y volviese a pasar hacia abajo, o quizá a que alguien viniese a explicarnos aquel fenómeno que acabábamos de presenciar. Después nos miramos fijamente, con la boca muy abierta. Como entonces no se decía ¡mola!, no supimos qué decirnos. Lo que sí hicimos fue cruzar corriendo la carretera, entrar en casa y, atropelladamente, despertamos a todo el mundo de la siesta para explicar a gritos, o preguntar, o las dos cosas a la vez, el gran suceso del verano. Mamá no sabía nada. Utilizaba el conocido y eficaz método socrático de la Sierra y nos hacía preguntas acerca de lo que le explicábamos para darnos una respuesta. Al final, después de escucharnos y esbozar todo tipo de muecas, nos miró muy seria, como intentando cubrirse de autoridad y concluyó su enseñanza diciendo “¡pues unos chicos en coches, qué va ser si no!”. Pero mi abuela, atenta a la conversación, enseguida salió por la puerta de la cocina y apostilló: “Los Chillidas hombre, son los Chillidas”.
En Castrillo, como en todo pueblo que se precie, todo dios tiene su mote. Así que, en principio, mi hermano y yo pensamos que lo que vimos circular por la carretera eran los hijos de alguien a quienes se referían con aquel apodo. Mientras rumiábamos la respuesta que nos había dado la abuela, mamá acrecentó nuestra incertidumbre porque, aun siendo ella nativa, interrogó a su vez a su madre para saber de quiénes eran hijos los llamados Chillidas. Justo entonces, a tiempo para participar de una manera decisiva, apareció por la puerta que daba a los dormitorios mi hermana mayor, que en aquellos años ya se fumaba sus “Fortunas” a escondidas. “Pues los Chillidas son los hijos del escultor ese tan famoso, mamá, que están aquí y que son todos muy hippies”. Aquí emitió un suspiro, como admirativo, elevando los ojos hacia el techo. “En cuanto pueda me compro unos campanolos igualitos a los que llevan” espetó finalmente muy digna, y muy sabia, en un momento de gloria suprema que la posicionaba como la más puesta sobre la actualidad del pueblo, sobre las últimas tendencias y, al mismo tiempo, la reafirmaba como la hermana mayor, cosa que, lógicamente, nos empequeñecía y nos dejaba en la situación de los dos mocosos de la casa que no se enteran de nada.
La abuela asintió mirando a mamá, y certificó la información que dio mi hermana, la cual, a su vez, nos miró con el desdén propio de los que se saben triunfadores ante rivales de poca monta. Después, en unos segundos, la abuela actualizó a mi madre sobre el caso: Eduardo Chillida es un escultor muy famoso de San Sebastián, que según dicen incluso ha salido por la tele. Chillida compró ese mismo año El Molino de El Colgao, una vieja casa serrana, aislada, medio camuflada entre la vegetación de un paraje idílico al que se llegaba por el camino que lleva a la zona de Los Vados. Chillida, desde aquel año, veraneaba allí con toda la familia. Habían contratado a un vecino de mis abuelos que pedaleaba cada día los ocho kilómetros de ida y vuelta en su bicicleta, para cuidarlo y llevar a cabo las labores de mantenimiento y, por eso, mi abuela lo sabía de primera mano. “Pero casi todo el pueblo lo sabe, porque cuando está aquí, los domingos no falta a misa y es un hombre que llama la atención. Es muy alto, tiene porte como de actor de cine o de deportista. Va siempre con su mujer y echa un billete de mil pesetas en el cepillo.” añadió mi abuela a la explicación.“¡Mil pelas, joder, mil pelas!”, exclamé mirando a mi hermano, al tiempo que retractilaba el pescuezo para amortiguar la colleja que me propinó mamá mientras asentía a la información de la abuela, que todavía amplió con algún que otro detalle, como por ejemplo, que excepto para ir a misa, jamás bajaba al pueblo; que nunca se le veía ni en tiendas, ni bares, ni hablando con nadie, y que tampoco su prole se dignaba en mezclarse con los jóvenes que venían de todos los puntos del país a pasar el verano en Castrillo.
Yo mismo lo pude comprobar verano tras verano, durante los ocho o diez años posteriores. En misa todo el mundo miraba con asombro el billete de mil pesetas dentro del cestito de paja que pasaba el monaguillo; mil pelas rutilantes, dobladas por la mitad, en una simetría perfecta, como una obra de arte, como si las hubiesen planchado, orgullosas de serlo entre el montoncito que se acumulaba de monedas de duro, de peseta, y hasta de cincuenta céntimos. Al ver el billete verde, eran muchos los que golpeaban levemente a su vecino en el costado con el codo, de manera casi espontánea, y miraban sin ningún disimulo hacia las primeras filas estirando mucho el cuello, para observar la imponente figura del célebre artista junto a su esposa, quienes no respetaban la costumbre de sentarse separados, a un lado y otro de las bancadas, según el sexo.
De manera que desde que aparecían por la carretera los cuatro jeeps rebosando aquella modernísima, exclusiva y pudiente alegría juvenil, la presencia y ausencia de la familia Chillida en Castrillo de la Reina se fue convirtiendo para los agostos del pueblo, hasta bien mediados los ochenta, en la serpiente del verano, en un tema recurrente de conversación, de discusión y de separación de opiniones que se dividían entre los que no podían soportar tanto desprecio, los que pensaban que hacían muy bien en no mezclarse con las gentes del pueblo y en los que lo que querían era saber qué diablos hacía allí metido Don Eduardo, entre cuatro piedras, "que por mucho que lo hayan arreglado, no dejan de ser cuatro piedras ¡coñe!."
Por entonces, a mi me daba exactamente igual lo que hiciesen los Chillidas y lo que pensasen unos y otros. Pero ahora sí que me asombra. Mejor dicho, me produce cierta curiosidad malherida la pertinaz y consciente ocultación de que ha hecho gala la familia Chillida sobre el tiempo que pasó el gran escultor en Castrillo. Cuando todavía estaba abierto al público, visité Chillida Leku - donde aprendí a disfrutar y a entender un poco su obra- y aunque allí el visitante ve en toda su amplitud la trayectoria artística y vital del escultor, no encontré ninguna referencia a sus estancias en El Molino de El Colgao.
También he leído la biografía que ofrece la familia en la página web oficial, y ni rastro. He paseado por Internet y solamente he encontrado tres referencias. La más importante es la noticia que publicó el diario El País el día 30 de abril de 2004, donde da cuenta de una exposición en Chillida Leku de óleos, acrílicos y porcelanas bajo el título de “Divertimento”. Según escribe la cronista, en esta muestra Chillida “da a conocer ocho óleos realizados en sus periodos de vacaciones con su familia en el Molino de los Vados, en Burgos, en los que utiliza tonalidades vivas y claras.” En ningún momento de la noticia se nombra Castrillo de la Reina. Otra de las referencias la podemos encontrar en un blog donde se señala El Molino de Chillida como un lugar dentro de un ruta senderista. En él, aparece la única fotografía de la casa que he sido capaz de encontrar. Y, finalmente, la última referencia que he encontrado me hace hasta gracia. Se trata de unas declaraciones al Diario de Burgos, de hace cuatro años, que hizo uno de los hijos de Chillida (uno de aquellos jóvenes míticos de mi infancia) en el marco de unas jornadas sobre su padre celebradas en la capital burgalesa. A sus más de 60 años, el vástago de Eduardo Chillida se lamenta, a preguntas del periodista, del derrumbe del Molino de El Colgao, víctima de las palas de las excavadoras que han destrozado aquel paraje idílico, donde ahora se construye el embalse de Castrovido. El heredero del escultor, cuya familia ha recibido una suculenta indemnización, añade, además, que espera que la construcción del embalse y la desaparición de El Molino se produzca para el bien de los habitantes de la zona.
Y ya que los Chillidas no cuentan ni dicen nada de nada sobre Castrillo, y no parece que en un futuro tengan voluntad de hacerlo, yo me arrogo el derecho a especular, de modo tan irresponsable, ingenuo e ignorante como lo era cuando apenas me crecía la pelusilla sobre los labios. Si este humilde texto, por aquellas casualidades de la red, un día aparece en la pantalla de alguno de ellos, quizá les dé, al menos, por desmentir lo que ahora voy a decir.
Eduardo Chilida compró el Molino hacia 1976. Entre 1975 y 1977 realizó numerosos bocetos de futuras esculturas pertenecientes a la serie de 'El Peine del Viento', de manera que no es difícil imaginar, pensar o sospechar que el etiquetado y catalogado como número XV, su obra más emblemática, la que se ubicó en el año 1977 en un extremo de la playa de Ondarreta (Donosti), se pensó, dibujó o planificó en Castrillo de Reina, en el Molino de El Colgao.
Esta no es mi especulación más atrevida. Se me ocurren otras. ¿Se refugiaba allí el escultor para experimentar vivencias místicas en el silencio de aquel paraje? ¿Le gustaban las cigüeñas y las fotografiaba parapetado desde alguna ventana, captando así el momento en que se posaban para alimentarse en las inmediaciones de El Colgao? ¿Se ejercitaba en doblegar, domar y estudiar la piedra con piezas de la cantera próxima, que de manera clandestina empezaba a explotarse? ¿Participaba activamente de las fiestas que seguramente organizaban sus hijos? ¿Comía cordero de la zona y bebía el vino de casa Saturio?¿Le visitaron allí José Ángel Valente o Antoni Tapias? ¿Se le ocurrió alguna vez, en el silencio de su refugio, donar al Castrillo alguna obra, por pequeña que fuese?¿Recibió o invitó en alguna ocasión en su casa a algún miembro del consistorio serrano? Y una última cuestión ¿Le resultaría útil a alguien conocer la respuesta a estas preguntas y saber, descubrir y difundir que 'El Peine del Viento XV' se gestó en Castrillo de la Reina?.
Chillida escribió: “Yo soy de los que piensan, y para mí es muy importante, que los hombres somos de algún sitio. Lo ideal es que seamos de un lugar, que tengamos las raíces en un lugar, pero que nuestros brazos lleguen a todo el mundo, que nos valgan las ideas de cualquier cultura. Todos los lugares son perfectos para el que está adecuado a ellos y yo aquí en mi País Vasco me siento en mi sitio, como un árbol que está adecuado a su territorio, en su terreno pero con los brazos abiertos a todo el mundo. Yo estoy tratando de hacer la obra de un hombre, la mía porque yo soy yo, y como soy de aquí, esa obra tendrá unos tintes particulares, una luz negra, que es la nuestra.”
Mañana mismo viajo hacia allí, hacia Castrillo. Pasaré cuatro o cinco días. Va a llover.
La carretera atravesaba (todavía atraviesa) todo lo que es de largo el pueblo en una pendiente moderadamente pronunciada durante dos quilómetros que, en dirección norte, llevaba hacia los pueblos de la vertiente soriana de la Sierra de la Demanda, a los bosques espesos de pino albar y a los aserraderos donde se manipulaba. Vista desde el alto de La Muela, parecía una única vena gris que nos alimentase porque sin ella, muy probablemente, Castrillo hubiese ido languideciendo hasta quedar deshabitado. O quizá no, porque siempre ha contado con un grupo muy fiel de veraneantes y de personas que, pese haber emigrado a diferentes lugares del país, han conservado allí su vivienda y frecuentan el pueblo todos los meses del año.
Cuando yo era una criatura que ya aspiraba a vestir pantalón largo, pasaba las horas muertas sentado a la orilla de esa misma carretera, sobre todo después de comer, a la hora que más picaba el sol. Con semejante calor era imposible encontrar alguien con quien salir a sitio alguno. Me sentaba en el suelo, junto a mi hermano pequeño, al abrigo de la sombra de las casas de enfrente y, allí, con las rodillas recogidas entre los brazos, nos dedicábamos a observar, sin más, el paso de los grandes tráilers, que olían a la madera recién cepillada de los troncos, o a jugar, moviendo solamente la cabeza de un lado a otro, igual que los dos mexicanos del chiste. Como la cuesta se iniciaba en aquel mismo punto, apostábamos a predecir si el chófer cambiaría de velocidad con el doble embrague antes de llegar a la curva de la iglesia, o si, por el contrario, se trataba de un novato, un vulgar pisapedales que iba a dejar morir el motor en el momento de acometer la primera pendiente de la carretera, muy tortuosa y en constante subida hasta que llegaba a tierra de pinares.
Uno de esos días, poco antes de que la tarde se pudiese soportar, mi hermano y yo, de repente, nos levantamos tan rápido como si nos hubiese picado un tábano en la era. Surgidos como de la nada, igual que si se tratase de una aparición cinematográfica o de un espejismo fantástico, pasaron uno tras otro, en caravana, cuatro jeeps americanos descapotados; cuatro willies, como se les llamaban entonces, de los que procedía el sonido californiano de un rock’n roll inédito, donde viajaban 12 jóvenes (tres por cada jeep) , melenas al viento, foulards al viento, gafas de sol John Lennon, cigarrillos atrompetados , color, alegría y sonrisas y carcajadas a toda velocidad, manos arriba y ¡yupie yupie yuuhuuu!.
Mi hermano y yo nos quedamos muy quietos, entre fascinados y alelados, con la mano en la frente en forma de visera, mirando hacia la parte norte de la carretera por donde desapareció el convoy. Así permanecimos unos segundos igual que pasmarotes, esperando qué se yo qué nueva sorpresa, a que diesen media vuelta y volviese a pasar hacia abajo, o quizá a que alguien viniese a explicarnos aquel fenómeno que acabábamos de presenciar. Después nos miramos fijamente, con la boca muy abierta. Como entonces no se decía ¡mola!, no supimos qué decirnos. Lo que sí hicimos fue cruzar corriendo la carretera, entrar en casa y, atropelladamente, despertamos a todo el mundo de la siesta para explicar a gritos, o preguntar, o las dos cosas a la vez, el gran suceso del verano. Mamá no sabía nada. Utilizaba el conocido y eficaz método socrático de la Sierra y nos hacía preguntas acerca de lo que le explicábamos para darnos una respuesta. Al final, después de escucharnos y esbozar todo tipo de muecas, nos miró muy seria, como intentando cubrirse de autoridad y concluyó su enseñanza diciendo “¡pues unos chicos en coches, qué va ser si no!”. Pero mi abuela, atenta a la conversación, enseguida salió por la puerta de la cocina y apostilló: “Los Chillidas hombre, son los Chillidas”.
En Castrillo, como en todo pueblo que se precie, todo dios tiene su mote. Así que, en principio, mi hermano y yo pensamos que lo que vimos circular por la carretera eran los hijos de alguien a quienes se referían con aquel apodo. Mientras rumiábamos la respuesta que nos había dado la abuela, mamá acrecentó nuestra incertidumbre porque, aun siendo ella nativa, interrogó a su vez a su madre para saber de quiénes eran hijos los llamados Chillidas. Justo entonces, a tiempo para participar de una manera decisiva, apareció por la puerta que daba a los dormitorios mi hermana mayor, que en aquellos años ya se fumaba sus “Fortunas” a escondidas. “Pues los Chillidas son los hijos del escultor ese tan famoso, mamá, que están aquí y que son todos muy hippies”. Aquí emitió un suspiro, como admirativo, elevando los ojos hacia el techo. “En cuanto pueda me compro unos campanolos igualitos a los que llevan” espetó finalmente muy digna, y muy sabia, en un momento de gloria suprema que la posicionaba como la más puesta sobre la actualidad del pueblo, sobre las últimas tendencias y, al mismo tiempo, la reafirmaba como la hermana mayor, cosa que, lógicamente, nos empequeñecía y nos dejaba en la situación de los dos mocosos de la casa que no se enteran de nada.
La abuela asintió mirando a mamá, y certificó la información que dio mi hermana, la cual, a su vez, nos miró con el desdén propio de los que se saben triunfadores ante rivales de poca monta. Después, en unos segundos, la abuela actualizó a mi madre sobre el caso: Eduardo Chillida es un escultor muy famoso de San Sebastián, que según dicen incluso ha salido por la tele. Chillida compró ese mismo año El Molino de El Colgao, una vieja casa serrana, aislada, medio camuflada entre la vegetación de un paraje idílico al que se llegaba por el camino que lleva a la zona de Los Vados. Chillida, desde aquel año, veraneaba allí con toda la familia. Habían contratado a un vecino de mis abuelos que pedaleaba cada día los ocho kilómetros de ida y vuelta en su bicicleta, para cuidarlo y llevar a cabo las labores de mantenimiento y, por eso, mi abuela lo sabía de primera mano. “Pero casi todo el pueblo lo sabe, porque cuando está aquí, los domingos no falta a misa y es un hombre que llama la atención. Es muy alto, tiene porte como de actor de cine o de deportista. Va siempre con su mujer y echa un billete de mil pesetas en el cepillo.” añadió mi abuela a la explicación.“¡Mil pelas, joder, mil pelas!”, exclamé mirando a mi hermano, al tiempo que retractilaba el pescuezo para amortiguar la colleja que me propinó mamá mientras asentía a la información de la abuela, que todavía amplió con algún que otro detalle, como por ejemplo, que excepto para ir a misa, jamás bajaba al pueblo; que nunca se le veía ni en tiendas, ni bares, ni hablando con nadie, y que tampoco su prole se dignaba en mezclarse con los jóvenes que venían de todos los puntos del país a pasar el verano en Castrillo.
Yo mismo lo pude comprobar verano tras verano, durante los ocho o diez años posteriores. En misa todo el mundo miraba con asombro el billete de mil pesetas dentro del cestito de paja que pasaba el monaguillo; mil pelas rutilantes, dobladas por la mitad, en una simetría perfecta, como una obra de arte, como si las hubiesen planchado, orgullosas de serlo entre el montoncito que se acumulaba de monedas de duro, de peseta, y hasta de cincuenta céntimos. Al ver el billete verde, eran muchos los que golpeaban levemente a su vecino en el costado con el codo, de manera casi espontánea, y miraban sin ningún disimulo hacia las primeras filas estirando mucho el cuello, para observar la imponente figura del célebre artista junto a su esposa, quienes no respetaban la costumbre de sentarse separados, a un lado y otro de las bancadas, según el sexo.
De manera que desde que aparecían por la carretera los cuatro jeeps rebosando aquella modernísima, exclusiva y pudiente alegría juvenil, la presencia y ausencia de la familia Chillida en Castrillo de la Reina se fue convirtiendo para los agostos del pueblo, hasta bien mediados los ochenta, en la serpiente del verano, en un tema recurrente de conversación, de discusión y de separación de opiniones que se dividían entre los que no podían soportar tanto desprecio, los que pensaban que hacían muy bien en no mezclarse con las gentes del pueblo y en los que lo que querían era saber qué diablos hacía allí metido Don Eduardo, entre cuatro piedras, "que por mucho que lo hayan arreglado, no dejan de ser cuatro piedras ¡coñe!."
Por entonces, a mi me daba exactamente igual lo que hiciesen los Chillidas y lo que pensasen unos y otros. Pero ahora sí que me asombra. Mejor dicho, me produce cierta curiosidad malherida la pertinaz y consciente ocultación de que ha hecho gala la familia Chillida sobre el tiempo que pasó el gran escultor en Castrillo. Cuando todavía estaba abierto al público, visité Chillida Leku - donde aprendí a disfrutar y a entender un poco su obra- y aunque allí el visitante ve en toda su amplitud la trayectoria artística y vital del escultor, no encontré ninguna referencia a sus estancias en El Molino de El Colgao.
También he leído la biografía que ofrece la familia en la página web oficial, y ni rastro. He paseado por Internet y solamente he encontrado tres referencias. La más importante es la noticia que publicó el diario El País el día 30 de abril de 2004, donde da cuenta de una exposición en Chillida Leku de óleos, acrílicos y porcelanas bajo el título de “Divertimento”. Según escribe la cronista, en esta muestra Chillida “da a conocer ocho óleos realizados en sus periodos de vacaciones con su familia en el Molino de los Vados, en Burgos, en los que utiliza tonalidades vivas y claras.” En ningún momento de la noticia se nombra Castrillo de la Reina. Otra de las referencias la podemos encontrar en un blog donde se señala El Molino de Chillida como un lugar dentro de un ruta senderista. En él, aparece la única fotografía de la casa que he sido capaz de encontrar. Y, finalmente, la última referencia que he encontrado me hace hasta gracia. Se trata de unas declaraciones al Diario de Burgos, de hace cuatro años, que hizo uno de los hijos de Chillida (uno de aquellos jóvenes míticos de mi infancia) en el marco de unas jornadas sobre su padre celebradas en la capital burgalesa. A sus más de 60 años, el vástago de Eduardo Chillida se lamenta, a preguntas del periodista, del derrumbe del Molino de El Colgao, víctima de las palas de las excavadoras que han destrozado aquel paraje idílico, donde ahora se construye el embalse de Castrovido. El heredero del escultor, cuya familia ha recibido una suculenta indemnización, añade, además, que espera que la construcción del embalse y la desaparición de El Molino se produzca para el bien de los habitantes de la zona.
Y ya que los Chillidas no cuentan ni dicen nada de nada sobre Castrillo, y no parece que en un futuro tengan voluntad de hacerlo, yo me arrogo el derecho a especular, de modo tan irresponsable, ingenuo e ignorante como lo era cuando apenas me crecía la pelusilla sobre los labios. Si este humilde texto, por aquellas casualidades de la red, un día aparece en la pantalla de alguno de ellos, quizá les dé, al menos, por desmentir lo que ahora voy a decir.
Eduardo Chilida compró el Molino hacia 1976. Entre 1975 y 1977 realizó numerosos bocetos de futuras esculturas pertenecientes a la serie de 'El Peine del Viento', de manera que no es difícil imaginar, pensar o sospechar que el etiquetado y catalogado como número XV, su obra más emblemática, la que se ubicó en el año 1977 en un extremo de la playa de Ondarreta (Donosti), se pensó, dibujó o planificó en Castrillo de Reina, en el Molino de El Colgao.
Esta no es mi especulación más atrevida. Se me ocurren otras. ¿Se refugiaba allí el escultor para experimentar vivencias místicas en el silencio de aquel paraje? ¿Le gustaban las cigüeñas y las fotografiaba parapetado desde alguna ventana, captando así el momento en que se posaban para alimentarse en las inmediaciones de El Colgao? ¿Se ejercitaba en doblegar, domar y estudiar la piedra con piezas de la cantera próxima, que de manera clandestina empezaba a explotarse? ¿Participaba activamente de las fiestas que seguramente organizaban sus hijos? ¿Comía cordero de la zona y bebía el vino de casa Saturio?¿Le visitaron allí José Ángel Valente o Antoni Tapias? ¿Se le ocurrió alguna vez, en el silencio de su refugio, donar al Castrillo alguna obra, por pequeña que fuese?¿Recibió o invitó en alguna ocasión en su casa a algún miembro del consistorio serrano? Y una última cuestión ¿Le resultaría útil a alguien conocer la respuesta a estas preguntas y saber, descubrir y difundir que 'El Peine del Viento XV' se gestó en Castrillo de la Reina?.
Chillida escribió: “Yo soy de los que piensan, y para mí es muy importante, que los hombres somos de algún sitio. Lo ideal es que seamos de un lugar, que tengamos las raíces en un lugar, pero que nuestros brazos lleguen a todo el mundo, que nos valgan las ideas de cualquier cultura. Todos los lugares son perfectos para el que está adecuado a ellos y yo aquí en mi País Vasco me siento en mi sitio, como un árbol que está adecuado a su territorio, en su terreno pero con los brazos abiertos a todo el mundo. Yo estoy tratando de hacer la obra de un hombre, la mía porque yo soy yo, y como soy de aquí, esa obra tendrá unos tintes particulares, una luz negra, que es la nuestra.”
Mañana mismo viajo hacia allí, hacia Castrillo. Pasaré cuatro o cinco días. Va a llover.